No vamos a ir haciendo en nombre de la fe obras de ingeniería en la vida, pero sí con nuestra fe podemos ir transformando la faz de nuestro mundo desde el amor
Habacuc 1,12–2,4; Sal 9; Mateo 17,14-20
‘Se lo he traído a tus discípulos y ellos no han podido curarlo’.
Allí estaba aquel padre angustiado con la enfermedad de su hijo; era algo muy
fuerte que ponía a cada rato en peligro la vida del niño; como a una tabla de salvación
acude a Jesús, pero Jesús no está; allí están los discípulos, aquellos a los
que Jesús había enviado un día con el poder de curar a los enfermos y expulsar
demonios, pero ellos ahora no habían podido hacer nada.
Insisto en este aspecto; ¿cómo se sentirían los discípulos? Impotentes
porque le habían pedido aquel para lo que un día Jesús les había dado poder y
ahora no habían podido hacer nada. ¿Podrían ellos embarcarse de verdad en
aquella ‘aventura’ del Reino de Dios en la que se sentían comprometidos con
Jesús?
Sensaciones así tenemos también muchas veces. Queríamos hacer algo
bueno, querríamos ayudar a alguien, queríamos quizá estar al lado de alguien en
el proceso de su vida y no habíamos sido capaces de ayudarles de verdad, como
si las cosas se volviesen en nuestra contra. Como tantas veces nos sucede en
muchas cosas de la vida, lo sabemos hacer, pero no fuimos capaces; ahora
pensamos quizás que podíamos haberlo hecho de otra manera, pero en aquel
momento no nos vino la idea y las cosas se quedaron a la mitad o quizás fueron
un fracaso. Sí, sensación de fracaso podemos sentir cuando no avanzamos en la
vida como nosotros quisiéramos, porque no somos capaces de superar ciertos
escollos, porque nos aparece una y otra vez el mismo peligro y la misma tentación
y volvimos a tropezar en la misma piedra. Y así no se cuantas cosas más.
Nos quedamos chafados, frustrados, con sensación de fracaso,
desanimados. Pero el ser humano ha de saber buscar y encontrar recursos para
levantarse de ese desánimo. No podemos perder la fe ni la esperanza.
Humanamente hemos de creer en nosotros mismos, con esa capacidad de superreacción
que siempre ha de haber en la vida; por otra parte hemos de aprender de
nuestros propios errores y fracasos para no tropezar en la misma piedra, pero también
hemos de saber dejarnos conducir. No es que estemos pendientes del juicio de
los demás, de lo que más o menos le agrade a los otros. Es distinto. Siempre abr
alguna persona buena que nos hace una oportuna indicación, siempre habrá una
palabra de animo que nos ayude a sacar fuerzas, siempre abr una mano que se
pose sobre nuestro hombro para levantarnos del desánimo.
Pero todo esto tenemos que verlo con ojos de fe también. La fe no es
una cosa que tengamos guardada en un rincón como un libro que tenemos
amontonado en nuestra biblioteca. La fe tiene que ser algo vivido, algo que sea
motor en nuestro interior, luz en nuestro camino, fuerza en nuestras luchas.
Una fe que nos abre caminos; una fe que nos eleva desde el ras del
suelo de nuestro materialismo; una fe que nos hace mirar a lo alto, no solo
porque nuestras metas han de ser siempre altas, sino porque miramos y nos
apoyamos en aquel que nunca nos fallará.
Es la fe que nos irá haciendo sortear tantos baches o tantos tropiezos
que nos van apareciendo en la vida; es la fe que nos hace sentir paz en nuestro
interior; es la fe que nos abre al amor de Dios queriendo amar nosotros de la
misma manera; es la fe que nos hace constantes en nuestro espíritu de servicio
buscando siempre la mejor manera de ayudar, de amar a cuantos están a nuestro
lado.
Hoy termina Jesús diciéndonos que si tuviéramos fe, aunque sea tan
pequeña como un grano de mostaza, pero es una fe viva, seremos capaces de mover
montañas. No vamos a ir haciendo obras de ingeniería en la vida, pero sí con
nuestra fe podemos ir transformando la faz de nuestro mundo desde el amor. ‘Señor,
aumenta mi fe’, tenemos que pedirle.