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sábado, 11 de agosto de 2018

No vamos a ir haciendo en nombre de la fe obras de ingeniería en la vida, pero sí con nuestra fe podemos ir transformando la faz de nuestro mundo desde el amor



No vamos a ir haciendo en nombre de la fe obras de ingeniería en la vida, pero sí con nuestra fe podemos ir transformando la faz de nuestro mundo desde el amor

Habacuc 1,12–2,4; Sal 9; Mateo 17,14-20

‘Se lo he traído a tus discípulos y ellos no han podido curarlo’. Allí estaba aquel padre angustiado con la enfermedad de su hijo; era algo muy fuerte que ponía a cada rato en peligro la vida del niño; como a una tabla de salvación acude a Jesús, pero Jesús no está; allí están los discípulos, aquellos a los que Jesús había enviado un día con el poder de curar a los enfermos y expulsar demonios, pero ellos ahora no habían podido hacer nada.
Insisto en este aspecto; ¿cómo se sentirían los discípulos? Impotentes porque le habían pedido aquel para lo que un día Jesús les había dado poder y ahora no habían podido hacer nada. ¿Podrían ellos embarcarse de verdad en aquella ‘aventura’ del Reino de Dios en la que se sentían comprometidos con Jesús?
Sensaciones así tenemos también muchas veces. Queríamos hacer algo bueno, querríamos ayudar a alguien, queríamos quizá estar al lado de alguien en el proceso de su vida y no habíamos sido capaces de ayudarles de verdad, como si las cosas se volviesen en nuestra contra. Como tantas veces nos sucede en muchas cosas de la vida, lo sabemos hacer, pero no fuimos capaces; ahora pensamos quizás que podíamos haberlo hecho de otra manera, pero en aquel momento no nos vino la idea y las cosas se quedaron a la mitad o quizás fueron un fracaso. Sí, sensación de fracaso podemos sentir cuando no avanzamos en la vida como nosotros quisiéramos, porque no somos capaces de superar ciertos escollos, porque nos aparece una y otra vez el mismo peligro y la misma tentación y volvimos a tropezar en la misma piedra. Y así no se cuantas cosas más.
Nos quedamos chafados, frustrados, con sensación de fracaso, desanimados. Pero el ser humano ha de saber buscar y encontrar recursos para levantarse de ese desánimo. No podemos perder la fe ni la esperanza. Humanamente hemos de creer en nosotros mismos, con esa capacidad de superreacción que siempre ha de haber en la vida; por otra parte hemos de aprender de nuestros propios errores y fracasos para no tropezar en la misma piedra, pero también hemos de saber dejarnos conducir. No es que estemos pendientes del juicio de los demás, de lo que más o menos le agrade a los otros. Es distinto. Siempre abr alguna persona buena que nos hace una oportuna indicación, siempre habrá una palabra de animo que nos ayude a sacar fuerzas, siempre abr una mano que se pose sobre nuestro hombro para levantarnos del desánimo.
Pero todo esto tenemos que verlo con ojos de fe también. La fe no es una cosa que tengamos guardada en un rincón como un libro que tenemos amontonado en nuestra biblioteca. La fe tiene que ser algo vivido, algo que sea motor en nuestro interior, luz en nuestro camino, fuerza en nuestras luchas.
Una fe que nos abre caminos; una fe que nos eleva desde el ras del suelo de nuestro materialismo; una fe que nos hace mirar a lo alto, no solo porque nuestras metas han de ser siempre altas, sino porque miramos y nos apoyamos en aquel que nunca nos fallará.
Es la fe que nos irá haciendo sortear tantos baches o tantos tropiezos que nos van apareciendo en la vida; es la fe que nos hace sentir paz en nuestro interior; es la fe que nos abre al amor de Dios queriendo amar nosotros de la misma manera; es la fe que nos hace constantes en nuestro espíritu de servicio buscando siempre la mejor manera de ayudar, de amar a cuantos están a nuestro lado.
Hoy termina Jesús diciéndonos que si tuviéramos fe, aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza, pero es una fe viva, seremos capaces de mover montañas. No vamos a ir haciendo obras de ingeniería en la vida, pero sí con nuestra fe podemos ir transformando la faz de nuestro mundo desde el amor. ‘Señor, aumenta mi fe’, tenemos que pedirle.

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