Jesús viene también a nosotros en medio de las tormentas y nos dice ‘no temáis, soy yo, aquí estoy’
Hechos 6, 1-7; Sal 32; Juan 6, 16-21
‘Soy yo, no temáis’. ¿Cuántas veces habremos escuchado palabras
semejantes en el evangelio? Y es que la presencia del Señor no es para el temor
sino para la paz.
Nos sentimos, es cierto, sobrecogidos por el misterio, por la
inmensidad de la presencia de Dios. Y es fácil que ante la infinitud de tanta
grandeza nos sintamos anonadados y llenos de temor. Como nos podemos penetrar
en el misterio nos sentimos como ante lo desconocido, ante lo que nos
sorprende, nos supera porque no terminamos de captarlo, de hacerlo nuestro.
Siempre ante lo desconocido sentimos como temor ante lo que hay detrás
de lo que no vemos y podemos palpar con nuestras manos, con nuestros
razonamientos. Queremos como aprehenderlo pero no podemos y nos sentimos
sobrepasados. Nos pasa en tantas ocasiones en la vida. Llegamos a la presencia
de alguien desconocido y nos ponemos alerta para saber quien es, y si se nos
manifiesta con signos de grandeza o de poder la alerta en cierto modo es mayor.
No queremos dejarnos sorprender, aunque quizá en la vida tendríamos que
dejarnos sorprender en más ocasiones para descubrir la novedad de lo que se nos
ofrece.
Decíamos antes que en muchas ocasiones en el evangelio escuchábamos
aquellas palabras ‘no temáis’. Fue la sorpresa de Maria y fueron las
palabras del ángel. Fue el despertar sobresaltado de los pastores de belén y
fueron las palabras y el anuncio del ángel, porque era una buena noticia la que
se les comunicaba. Fue en tantas ocasiones en el evangelio cuando los pecadores
se acercaban a Jesús con humildad y temor y la paz que Jesús les ofrecía con su
perdón y su paz. Fueron los saludos de paz de Cristo resucitado a las mujeres
que habían ido al sepulcro o a los discípulos encerrados en sus temores en el
cenáculo. Y así en tantas ocasiones. Sería interesante hacer un recorrido por
las páginas del evangelio con esta clave.
Hoy son los discípulos que con mucho esfuerzo van atravesando el lago
después que Jesús los embarcara rumbo a Cafarnaún cuando lo de la
multiplicación de los panes en el desierto mientras El se quedaba y se iba a
sola a la montaña a orar. Un día también atravesaban el lago y se levanto
fuerte tormenta pero Jesús estaba durmiendo como su nada allí en medio. Habían
gritado a Jesús y les había recriminado su poca fe, pero les decía que por qué temían
y tenían miedo de zozobrar si El iba con ellos. Ahora con gran esfuerzo porque
se levantaba viento en contra en la noche querían avanzar hacia Cafarnaún con
gran dificultad y aparece Jesús andando sobre el agua. Creen ver un fantasma,
pero ahí están las palabras de Jesús. ‘No temáis, soy yo’.
Con Jesús no hemos de temer. Ni nos tiene que asustar la presencia de
Jesús que nos sale al encuentro allí donde estamos y también en medio de
nuestras dificultades, ni hemos de tener ningún temor de que nos vaya a dejar
solos en la tormenta. La tormenta de nuestra vida tan llena de debilidades y de
pecados, la tormenta de nuestras dudas y de nuestra inconstancia, la tormenta
de la tibieza con que vivimos la vida llena de superficialidades y muchas veces
oscurecidas nuestras metas, la tormenta de las oscuridades de nuestras
soledades en lo humano y que nos parece también en lo divino porque pensamos
que Dios no nos escucha.
Jesús viene a nosotros y nos dice ‘no temáis, soy yo, aquí estoy’.
Abramos los ojos para no confundirnos, para reconocerle, mejor, para sentir
hondamente su presencia siempre en nuestro corazón, para descubrirle también
cuando se nos hace presente a través de los demás. ‘No temáis, soy yo’.