Si
amamos de verdad porque nos hemos dejado inundar por la luz del amor de Dios,
nuestras obras serán obras de luz
Hechos 5, 17-26; Sal 33; Juan 3, 16-21
¿Nos importa que los que están
alrededor nuestro vean las cosas que hacemos o preferimos hacerlas a ocultas?
Por supuesto no tenemos que ir por la vida alardeando de lo que hacemos
dejándonos llevar por la vanidad. Ni hacemos las cosas para que los demás las
vean; sería arrogancia, vanidad, orgullo pretender dar lecciones a los otros.
Pero cuando hacemos cosas buenas, dentro de un espíritu de sencillez y de
humildad, no nos importa que los demás vean lo que hacemos.
Lo que ocultamos más bien son aquellas
cosas que consideramos vergonzosas, no queremos que los demás se enteren de
nuestra malicia o nuestra maldad, de nuestros vicios o de las corruptelas que
haya en nosotros – aunque haya también quien quiera alardear de esas cosas –
más bien intentamos que permanezcan ocultas. Nos cuesta, por otra parte,
reconocer lo malo que hacemos, nuestra maldad o nuestro pecado.
Sin vanidades ni autocomplacencias lo
que tendría que resplandecer en nuestra vida son las obras de la luz, como nos
dice el evangelio, porque – y entramos en el ámbito de nuestra fe – con ellas
hemos de dar gloria al Señor. Ojalá todo lo que hagamos fuera siempre para la
mayor gloria de Dios.
De esto nos habla Jesús hoy en el
evangelio, como colofón al diálogo que había mantenido con Nicodemo. ‘El juicio consiste en esto: que
la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque
sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no
se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que
realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están
hechas según Dios’.
Aprendamos
a dejarnos iluminar por la luz de Dios para que resplandezcan nuestras buenas
obras. Es que con esa luz de Dios, con esa mirada de Dios en nosotros nos
sentiremos impulsados siempre al bien. Cuando nuestra mirada se turbia porque
nuestro corazón está también turbio lo que va a resplandecer en nosotros es la
malicia de nuestro actuar. De lo que hay en el corazón habla la boca, la maldad
de nuestro corazón se va a reflejar en aquello que hagamos.
Como ya
nos dirá Jesús en otro momento del evangelio la maldad y la impureza no entra
de fuera, por la boca, sino que brota de nuestro corazón lleno de tinieblas y
de oscuridades. Son los malos deseos que brotan del corazón. Pero si nuestro
corazón está iluminado con la luz de Dios desaparecerán esas tinieblas,
lograremos controlar esos malos deseos o esas maldades que brotan en nosotros
como tentación.
Es muy
importante la primera sentencia que escuchamos en el evangelio de Dios. Cuando
consideramos cuanto es el amor que Dios nos tiene nos sentiremos impulsados de
la misma manera al amor. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna’. Amemos con ese amor de Dios y en nuestro corazón no habrán sombras
sino que todo será vida y será luz y así será glorificado nuestro Padre del
cielo.
No iremos entonces por la vida
ocultándonos, porque si amamos de verdad porque nos hemos dejado inundar por la
luz del amor de Dios, nuestras obras serán obras de luz que no tenemos por qué
ocultar.
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