Con
el testimonio de nuestra vida tenemos que facilitar hoy el encuentro de los
demás con Jesús y el evangelio
1Corintios 15, 1-8; Sal 18; Juan 14, 6-14
‘Señor, muéstranos al Padre y nos
basta…’ le pedía Felipe a Jesús. Les
costaba asimilar las palabras de Jesús. A nosotros ahora quizá nos puede
parecer muy claro. Pero era algo nuevo y distinto lo que estaban escuchando. Y
cuando escuchamos algo nuevo que nos sorprende por su novedad, porque nos hace
cambiar nuestros esquemas mentales, la forma en que estábamos acostumbrados a
ver las cosas también nos cuesta asimilar, digerir. Es como un alimento nuevo y
fuerte que nunca hemos comido, tenemos que irlo saboreando poco a poco para
encontrar esas nuevas sensaciones, esa nueva visión de las cosas.
Jesús acababa de decirles ‘si
me conocéis a mi, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis
visto’. Pero costaba entender. A Jesús lo conocían, con El llevaban mucho
tiempo, pero les hablaba de Dios, les decía que conociéndole a El conocerían
también a Dios; y estaba además esa forma nueva de llamar a Dios, porque Jesús
les hablaba del Padre, mientras ellos en su religión judía ni se atrevían a
mencionar el nombre de Dios para no profanarlo.
Y ahora
Jesús les dice que cómo es esto que después de tanto tiempo que están con El no
acaban de conocerle ni de comprender sus palabras. Bien sabemos que necesitarán
la presencia y la fuerza del Espíritu para comprenderlo todo, como les diría
más tarde Jesús. ‘Cuando venga el Espíritu de la verdad El os lo enseñará
todo’. Pero ahora siguen con sus dudas y con sus
interrogantes interiores que son mucho más que las palabras que puedan
balbucir. Por eso Jesús terminará diciéndoles que ‘quien me ha visto a mí ha
visto al Padre’.
Parece que le damos vueltas y vueltas a
las palabras de Jesús, pero bien necesitamos nosotros rumiarlas muy bien.
Porque tenemos que fortalecer nuestra fe. Porque tenemos que sentirnos muy
seguros con nuestra fe en Jesús. Porque vamos a encontrar mucha gente que no
comprenda estas cosas y nosotros tenemos que iluminar también sus vidas con
nuestra presencia, con nuestras obras, con nuestra vida. Porque esa fe que
tenemos en Jesús para creer en sus palabras tiene que transformar nuestra vida,
tiene que darnos un nuevo sentido de vivir. Y reconozcamos que muchas veces no
terminamos de dar ese nuevo sentido de vida a nuestra existencia.
Estamos celebrando hoy a dos apóstoles,
Felipe y Santiago el Menor. Poco sabemos de lo que fue su vida a partir de su
dispersión por el mundo para anunciar el evangelio, pero sobre todo de Felipe
encontramos un par de retazos en el evangelio que podrían ayudarnos. Felipe es
llamado directamente por Jesús y pronto se va con El.
Pero es que inmediatamente en esa misma
página del evangelio lo contemplamos ya como misionero. Será quien se encuentre
a Natanael y le hable de Jesús hasta convencerlo a pesar de sus reticencias
para que venga también a conocer a Jesús. Más tarde nos encontraremos que unos
gentiles se dirigen a Andrés y Felipe para decirlos que quieren conocer al
Maestro y ellos los llevan ante Jesús, podríamos decir que les facilitan el
encuentro con Jesús.
¿No tendría que ser algo así nuestra
vida? Siempre misioneros, siempre apóstoles, siempre anunciando el nombre de
Jesús a pesar de las reticencias que encontremos en nuestro mundo, siempre
facilitando a través del testimonio de nuestra vida que otros puedan
encontrarse con Jesús.
Vivimos en nuestra Iglesia un estado de
misión. Algo que nunca puede faltar, pero que en nuestro tiempo queremos de una
manera especial intensificar, pero no solo pensando en países lejanos sino en
nuestra periferia particular de aquellos que nos rodean que necesitan de
nuestro testimonio para encontrarse con el evangelio, para encontrarse con
Jesús. Es la tarea misionera en la que está empeñada nuestra Iglesia en este
hoy de nuestra vida y de nuestra historia.
Creemos que ya todo el mundo está
convertido al evangelio, pero bien sabemos que no es así. Que en este sentido
nuestros tiempos son difíciles, pero que ahí está donde hemos de encender
nuestra luz, o mejor, la luz de Jesús que reflejamos con nuestra vida para
hacer el anuncio del evangelio al mundo que nos rodea. No cejemos en nuestro
empeño misionero.
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