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sábado, 18 de enero de 2020

Necesitamos el colirio de Jesús para tener ojos nuevos para ver al que camina a nuestro lado siempre como un hermano en quien hemos de confiar



Necesitamos el colirio de Jesús para tener ojos nuevos para ver al que camina a nuestro lado siempre como un hermano en quien hemos de confiar

1Samuel 9, 1-4. 17-19; 10, 1ª; Sal 20; Marcos 2, 13-17
Nosotros nos lo pensaríamos bien antes de hacer una elección así, lo habremos pensado muchas veces cuando escuchamos este texto del evangelio. No es cuestión de pasar por la calle y al primero que encontremos invitarlo a estar con nosotros sabiendo lo trascendental que pudiera ser esa elección. Somos precavidos, decimos, y nos pensamos las cosas. No tenemos en el grupo de nuestros amigos a cualquiera. Ya me diréis que la gente joven de hoy no tiene esas precauciones y todos les pueden parecer buenos colegas, pero con los golpes de la vida también van aprendiendo y llega un momento en que se toman también sus precauciones.
Y todo esto ¿a qué viene? ¿La gente que nos rodea es así de precavida? ¿O acaso serán cosas que tenemos metidas en la cabeza los que ya somos mayores, quizá por los golpes que hayamos recibido en la vida? Pero a todos los niveles de la sociedad, en las empresas o en el ámbito de la administración pública, en el momento de repartir responsabilidades tenemos unos perfiles, nos gustaría que la gente tuviera un determinado talante, manera de pensar y de actuar, un prestigio – aunque qué fácilmente se enturbian esos prestigios y cómo habrá alguien que esté dispuesto a sacar trapos sucios -, una serie de condiciones según la responsabilidad que se vaya a desempeñar.
Parece que según el criterio de algunos la elección que Jesús hizo aquella mañana cuando venía del lago y atravesaba la ciudad no era muy acertada. ¿Cómo se le ocurría escoger a un publicano para formar parte de su grupo? Por allá andarían los puritanos de siempre haciendo sus juicios y sus condenas, ya que miraban con lupa todo lo que hacía aquel nuevo profeta que había aparecido en medio de ellos. Pero los criterios de Jesús eran bien distintos.
Al paso por la garita del recaudador de impuestos Jesús se había detenido y le había dicho a Leví que se viniera con El. Y Leví, el jefe de publicanos del lug, no se lo pensó dos veces sino que inmediatamente se levantó y lo siguió. Es más, quiso hacer una comida para celebrar ese paso que había dado y en consecuencia en aquella comida estaban también sus antiguos amigos, sus compañeros de profesión.
Mala fama tenían los publicanos, algunos se la habrían ganado con sus trapiches, pero el solo hecho de ser un colaboracionista con el poder imperante en aquellos momentos cobrando los impuestos, ya lo hacía odioso para los judíos, los despreciaban y los consideraban unos pecadores, por eso los llamaban publicanos. Pero Jesús quiso contar con Leví, hacer que formara parte del grupo de los discípulos cercanos y estaría en la lista de los Doce cuando Jesús escogió a los apóstoles.
Y es que Jesús no mira por las apariencias, sino que mira el corazón del hombre. Y es que Jesús cree en el hombre, cree en la persona y es posible que la persona cambie, se pueda comenzar a ser un hombre nuevo. Y es que Jesús no viene a buscar solo a los que ya se consideran justos, sino que Jesús es el médico que viene a sanar a los enfermos, El viene a curar el corazón del hombre, El confía siempre en nosotros a pesar de que tantas veces repitamos nuestro fallo.
¿Serán otros los criterios con que nosotros miremos a los demás? ¿Será desde perfiles interesados desde donde haremos el baremo de los demás, o nos fiaremos de esos nuevos perfiles de Jesús? ¿Cuál será la mirada con que miremos al que está a nuestro lado? Pongámonos el colirio de Jesús en nosotros para tener ojos nuevos con los que mirar al que está a nuestro lado y veámoslo siempre como un hermano al que tenemos que amar y en quien tenemos que confiar.


viernes, 17 de enero de 2020

Hay limitaciones que nos encierran el alma, nos restan libertad interior, nos hacen sentirnos esclavizados de nuestro yo orgulloso de las que tenemos que dejarnos liberar por Jesús


Hay limitaciones que nos encierran el alma, nos restan libertad interior, nos hacen sentirnos esclavizados de nuestro yo orgulloso de las que tenemos que dejarnos liberar por Jesús

1Samuel 8, 4-7. 10-22ª; Sal 88; Marcos 2, 1-12
Hay tanta gente, pensamos cuando aun de lejos vamos a mucha gente aglomerada en aquel lugar que nos gustaría ir, o que necesitamos ir. Pero no nos gustan las aglomeraciones y nos quedamos a la distancia. Es imposible nos decimos, aunque sea algo que necesitamos, pero no nos vamos a meter en aquel follón, no nos vamos a poner en aquella cola. Ya tendremos oportunidades, y lo dejamos para otro momento.
Nuestra timidez, nuestras pocas ganas de vernos envueltos en medio de tanta gente, la indecisión de si en verdad sería lo que nos conviene en ese momento, el orgullo de que no vean que nosotros también lo necesitábamos, el no querer complicarnos nos hizo perder una oportunidad que no sabemos si se volverá a repetir. Quizá no nos hemos convencido a nosotros mismos y con mil disculpas lo dejamos pasar para otra ocasión.
Momentos de gracia que quizá perdimos. Nos sucede en muchas oportunidades que en la vida se nos ofrecen y no solo es buscar una ganga o unas rebajas, pero también en llamadas que Dios hace a nuestro corazón a la que no respondemos con la prontitud necesaria. Un camino nuevo que se abre delante de nosotros en la vida, una oportunidad que se nos ofrece y que tanto bien nos haría por la riqueza humana y espiritual que recibiríamos, un compromiso al que se nos invita pero que con nuestros miedos no terminamos de responder. Una cosa buena que pudimos hacer a favor de alguien pero que con nuestra timidez o indecisión se quedó a medias y aquel que se pudo beneficiar al final nada recibió sintiéndonos quizá nosotros mismos mal y frustrados por lo que dejamos de hacer.
Aquellos hombres que llevaban el paralítico para que Jesús lo curara se encontraron también con el paso cortado porque era mucha la gente que se aglomeraba a la puerta de Jesús. Quizás les hubiera gustado pasar más desapercibidos, pero tenían el empeño de llevar al amigo o al familiar hasta los pies de Jesús. Pero en su decisión nada los podía detener. No importaba que tuvieran que levantar las tejas del terrado para abrir un hueco y por allí descolgar a Jesús. Aquel hombre tenía que llegar hasta Jesús. Y lo lograron. Grande era su fe.
Lo que sucedió entonces fue algo maravilloso que ni ellos mismos se esperaban. Todos quedarían asombrados, aunque como siempre habría quien pondría sus pegas. Llevaron aquel paralítico hasta Jesús para que Jesús lo curara. Pero Jesús ofrece algo más. ‘Tus pecados quedan perdonados’. No todos lo entienden, porque lo único que esperaban quizás era la curación física de su invalidez. Pero Jesús quiere sanar al hombre desde lo más hondo. Y Jesús puede hacerlo. Ante quienes dicen que aquello es una blasfemia porque solo Dios puede perdonar pecados, Jesús se reafirma en su autoridad y levanta también a aquel hombre de su camilla. ‘Anda, toma tu camilla, y vuelve a tu casa’.
De alguna manera con el comentario que nos hacíamos para introducir esta reflexión creo que nos podemos dar cuenta de cuánta invalidez hay en nuestra vida, cuantas cosas nos paralizan, cuantos egoísmos y orgullos nos encierran. Peor que las limitaciones físicas, porque esas otras limitaciones nos encierran el alma, nos resta verdadera libertad interior, nos sentimos esclavizados de nuestro yo orgulloso, la negrura del pecado llena de oscuridad nuestras vidas.
Es lo que necesitamos que Jesús nos cure. El, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dejemos que tienda su mano para sanarnos, para curarnos desde lo más hondo, para perdonarnos todo ese pecado que hemos dejado meter en nuestra vida. En muchas cosas tendríamos que pensar. Mucha decisión también hemos de tener para ir sin miedo ni cobardía hasta Jesús, para no dejarnos vencer por esos obstáculos que nosotros mismos nos ponemos y no nos dejan avanzar en la vida. No podemos perder esos momentos de gracia que llegan a nosotros.


jueves, 16 de enero de 2020

Nuestros miedos y desconfianzas algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas


Nuestros miedos y desconfianzas algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas

1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45
¿Pedir ayuda cuando estamos en necesidad? No es una cosa que sea fácil hacerlo. A una primera impresión no nos parece que esa sea la respuesta. Vemos a la gente pidiendo por nuestras calles o a las puertas de nuestras Iglesias o lugares públicos, quizá alguien nos toque a la puerta queriendo mover nuestro corazón a la compasión presentándonos sus necesidades, pero ¿acaso hemos pensado cómo se siente una persona en su interior cuando se ve en esa extrema necesidad de tener que acudir a alguien para que le preste ayuda? Aunque nos encontremos cosas de frescos o caraduras que tienen cara para todo y se valen de mil recursos para movernos a compasión, lo normal es que una persona se sienta muy mal en su interior, humillada interiormente cuando llega a tenernos que presentar su necesidad. Cuidado no juzguemos por la misma raya cuando veamos a alguien que nos pide ayuda.
Pensemos en nosotros mismos, cómo nos cuesta reconocer un problema que tengamos y cuanto nos cuesta dar el paso para pedir un consejo o una ayuda para tratar de resolver ese problema. Nos puede parecer que nos sentimos inferiores o que ese problema que tengamos marca de una manera especial nuestra vida y no queremos contar con nadie, que nadie sepa lo que nos pasa por dentro. Buscamos a alguien de gran confianza y a quien consideramos de mucha discreción para ir a contarle lo que nos pasa y aun así parece que hay aspectos que nos cuesta desvelar con mayor claridad. Nos lo comemos por dentro, lo sufrimos en nuestro interior pero nos cuesta reconocerlo y pedir una ayuda. Cuántas amarguras de este tipo se guardan en el corazón que al final hasta nos van agriando el carácter o la manera de relacionarnos con los demás. Claro que todos somos lo mismo y los hay que son mucho más reservados y otros que se sienten con la suficiente libertad y valentía para reconocer y para compartir.
Tener la lepra en Israel, y en general en todos los pueblos antiguos, era algo muy humillante. En Israel los leprosos eran considerados como unos malditos y unos impuros de manera que no les permitían convivir con los que estaban sanos, desgarrándolos de sus familias y de sus comunidades humanas para condenarlos a vivir en solitario o en lugares apartados a donde no les estaba permitido llegar los sanos, como ellos mismos no podían salir de aquellos lugares. La ley incluso les obligaba a ir gritando cuando se encontraran con alguien que eran impuros para prevenir cualquier tipo de contacto que les llevara al contagio.
Hoy el evangelio nos habla de un leproso que se presentó delante de Jesús. Se atrevió. Saltándose todas las normas y reglas llegó hasta los pies de Jesús, lo que no le estaba permitido. Pero dio el paso. Y su súplica es sencilla. Es humilde. ‘Si quieres, puedes limpiarme’. Reconoce su enfermedad, no lo oculta ni lo niega; reconoce que está yendo mucho más allá de lo que le permite la ley, pero siente la necesidad de la vida y de la curación; confía en Jesús; sabe que Jesús puede curarlo. Solo suplica con humildad dejándolo todo en las manos de Jesús. ‘Si quieres…’
¿Será también nuestro camino? ¿Será la forma de salir de nuestra cobardía cuando no queremos reconocer nuestra limitación, nuestro problema, nuestras carencias y nuestra necesidad? ¿Por qué no confiar en que alguien nos escuchará? ¿Por qué no dar por sentado también la bondad del corazón de los demás que algo harán, que alguna respuesta nos darán? Nuestros miedos y desconfianzas, algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas. Ataduras que tenemos que romper, lepras del alma que tenemos que curar.

miércoles, 15 de enero de 2020

Aprovechemos cualquier momento, allí donde estemos, para saber interiorizar, cerremos todas nuestras ventanas para ir a encontrarnos con el Señor

Aprovechemos cualquier momento, allí donde estemos, para saber interiorizar, cerremos todas nuestras ventanas para ir a encontrarnos con el Señor

1Samuel 3, 1-10. 19-20; Sal 39; Marcos 1, 29-39
Qué insufrible se hace el silencio de la soledad cuando no le hemos sabido encontrar un sentido. El silencio de la soledad del enfermo postrado en cama que muchas veces es más duro que la enfermedad misma; es la soledad que se hace silencio insoportable cuando por alguna razón, queriéndolo o no, nos vemos recluidos en un lugar apartado donde se nos hace dificultoso el podernos comunicar con alguien. Una noche más en el hospital se dice el enfermo y se siente solo, y se le hacen largas las horas de la noche cuando no puede conciliar el sueño.
Son soledades impuestas por un motivo o por otro y nos cuesta aceptarlo, parece que tenemos como más deseos de comunicación cuando no podemos hacerlo; y se convierte poco menos que en un martirio del que querríamos vernos liberados. En estos días he escuchado a dos personas distintas por una parte uno que decía ‘otro día más en el hospital, me siento encerrado sin poder salir’, mientras al otro le escuchaba un deseo profundo que tenia dentro de sí ‘qué ganas de hacer un retiro’. Dos formas de enfrentarse al silencio y a la soledad.
Pero hay ocasiones en que buscamos el silencio, la soledad, el aislarnos de lo que nos rodea porque quizás queremos centrarnos en algo más importante. Necesitamos en muchos momentos hacer ese silencio dentro de nosotros mismos, dejar a un lado tantos ruidos que nos aturden; buscamos nuestro yo más profundo o buscamos transcendernos, abrirnos a algo más grande y que nos lleva más allá, levantar nuestro espíritu de esas cosas que van enredando nuestros pies, para sentirnos libres de verdad. Y será en ese silencio que ya no es insufrible ni insoportable donde podemos encontrar esa libertad verdadera para nuestro espíritu.
No vale escudarnos, como a veces lo hacemos, en que no tenemos tiempo, que estamos muy ocupados, que hay muchas cosas que hacer y no encontramos ese hueco. Es cuestión de hacer una verdadera escala de valores en la vida para saber poner en su sitio aquello que realmente nos puede hacer grandes, nos puede hacer crecer de verdad. Y esos silencios, esos espacios de soledad, esos momentos de encontrarnos con nosotros mismos en verdad son una riqueza grande para nuestra vida.
Es lo que contemplamos hoy en el evangelio. Al comenzar Jesús su actividad en Cafarnaún parece que las cosas se desbordan. A la puerta de la casa se agolpan todos aquellos que quieren escuchar la Palabra de salvación de Jesús, todos aquellos que atormentados en su cuerpo o en su corazón quieren encontrar en Jesús la salud y la vida. Pero aquí está el detalle, nos dice el evangelista que de madrugada Jesús se fue al descampado solo para orar. Vendrán al amanecer a buscarle, pero El sabrá dar prioridad a lo que la tiene; ahora marchará por otros lugares, por otras aldeas para seguir haciendo el mismo anuncio. Pero Jesús supo encontrar ese momento de silencio, de soledad, de oración.
Ojalá aprendiéramos bien la lección. Hay el peligro de que aunque hagamos muchas cosas, tengamos todo el tiempo ocupado y ocupado en cosas buenas, al final podamos sentir un vacío interior. Como se suele decir, hay que recargar las pilas, las baterías. Tenemos que llenarnos de Dios, tenemos que saber hacer ese silencio interior para poder escuchar, sentir, disfrutar de la presencia de Dios para poder llevarlo a los demás.
Aprovechemos cualquier momento, allí donde estemos, para saber interiorizar, Aunque estemos envueltos en muchos ruidos externos, en un momento determinado cerremos todas nuestras ventanas para ir a encontrarnos con el Señor. 

martes, 14 de enero de 2020

Aprendamos nosotros a llenar nuestra vida de palabras de verdad, porque siempre sean palabras de vida, palabras que ayuden a encontrar la grandeza y dignidad de la persona


Aprendamos nosotros a llenar nuestra vida de palabras de verdad, porque siempre sean palabras de vida, palabras que ayuden a encontrar la grandeza y dignidad de la persona

1Samuel 1, 9-20; Sal. 1 Sam 2, 1-8; Marcos 1, 21-28
Las palabras nos cansan y nos aburren; las gastamos de tal manera que le hacemos perder su sentido y su significado. La palabra tendría que decirnos la verdad de lo que llevamos dentro, pero bien sabemos cómo las utilizamos para ocultar la verdad, cuántas mentiras discurren como ríos que lo inundan todo desde nuestras palabras humanas, que terminan siendo inhumanas porque la mentira destruye y solo busca manipular y destruir la verdad del hombre.
No queremos ser negativos pero nos sentimos aterrados con tal torrente de palabras falsas y mentirosas. Las queremos llenar de encantos pero lo que queremos es engañar para conquistar y para manipular. Y somos manipulados por las palabras llenas de vanidad y falsedad de los poderosos que quieren engañarnos diciéndonos que buscan nuestro bien cuando solo buscan sus intereses, y nos confunden las palabras que se llenan de promesas que saben que no van a cumplir para poner como una pantalla y por detrás cada cual solo busca sus intereses o su poder. Lo escuchamos todos los días, los medios de multiplicación camuflan esas mentiras pero si somos un poco sensatos nos damos cuenta enseguida de tanto engaño. Podríamos poner tantos nombres y tantas circunstancias… abramos un poquito los ojos y lo veremos claramente.
Tenemos que buscar la que es verdadera palabra que nos lleva o nos comunica la verdad. Es esa palabra que vemos sincera salir del corazón del hombre y que solo refleja la bondad que se lleva en el interior, en el corazón de cada persona, que es la verdad de su vida. Tenemos que saber sintonizar con esa palabra y con esa verdad porque sería lo único que nos conduciría por los caminos de la plenitud de la persona.
Hoy nos dice el evangelio que Jesús había ido a la sinagoga a enseñar y la gente estaba asombrada porque enseñaba con autoridad y no como los escribas… y más tarde dirá que ese modo de enseñar es nuevo. No son palabras huecas y vacías. Hablaba del Reino de Dios pero, podríamos decir, no conceptos como aprendidos de memoria, sino que a sus palabras acompañaban las señales. Lo vemos hoy en el evangelio.
Anunciar el Reino de Dios es anunciar que en ese reino Dios tiene que ser el único Señor de la vida y del hombre. El hombre no puede ser dominado por el mal, sino que ha de sentirse liberado desde lo más hondo. Y la Palabra de Jesús no nos engaña, ahí están los signos que realiza que manifiestan ese poder y señorío de Dios que lo que hará siempre es buscar el bien del hombre, la mayor dignidad de la persona. Por veremos a Jesús liberando a los oprimidos por el mal, como anunciaba en la sinagoga de Nazaret cuando proclamaba aquel texto de Isaías.
Hoy hay un hombre poseído por un espíritu impuro, nos dice el evangelista. Y Jesús poniéndolo en medio libera a aquel hombre de aquella posesión maligna. Será cuando la gente se quede admirada de su autoridad porque hasta los espíritus inmundos le obedecen.
Aprendamos nosotros a llenar nuestra vida de palabras de verdad, porque siempre nuestras palabras sean palabras de vida, palabras que nos ayuden a encontrar esa grandeza de la persona, palabras que salgan de lo más hondo de nosotros mismos, pero de un corazón lleno de bondad y de bien, y nuestras palabras mostrarán el amor y nuestras palabras harán siempre el bien.

lunes, 13 de enero de 2020

Jesús viene allí donde estamos y hacemos nuestra vida pero nos invita a ver otros horizontes y otro sentido que dé profundidad a nuestras vidas


Jesús viene allí donde estamos y hacemos nuestra vida pero nos invita a ver otros horizontes y otro sentido que dé profundidad a nuestras vidas

1Samuel 1, 1-8; Sal 115; Marcos 1, 14-20
Como hemos dicho se ha terminado ya el tiempo de la Navidad y de la Epifanía y comienza en la liturgia lo que llamamos el tiempo Ordinario. Ahora es el tiempo que media hasta que el miércoles de ceniza iniciemos la Cuaresma como camino que nos conduce hasta la Pascua, y cuando terminen las celebraciones pascuales todo ese tiempo hasta llegar a iniciar un nuevo ciclo. Bien sabemos que el ritmo de nuestra vida cristiana se centra en la Pascua y en consecuencia la liturgia con la que celebramos nuestra fe y el misterio de Cristo.
Durante el tiempo ordinario en el evangelio iremos leyendo de forma ordenada y continuada los distintos evangelios, que nos ayudarán a ir penetrándonos más y más del mensaje del Reino de Dios alimentando así el camino de nuestra vida cristiana. Como en la vida, que tenemos momentos de especiales celebraciones y tenemos en consecuencia especiales motivos para ese sentido de fiesta que ha de acompañar la vida del cristiano, pero cuando nos salimos de esos momentos especiales continuamos con lo que podríamos decir es nuestra alimentación ordinaria y donde mejor la vamos a encontrar que en el evangelio y toda la Palabra de Dios.
Iremos, pues, como repasando esos distintos momentos de la vida de Cristo con sus palabras, sus signos y milagros, con sus gestos y el ejemplo de su vida para lo que ha de ser nuestra vida. Cuando amamos algo de verdad aunque repetidamente se nos ofrezca nunca nos cansamos de rumiarlo en nuestro corazón y es lo que tenemos que saber hace con la Palabra de Dios. Siempre encontraremos esa luz que necesitamos, esa palabra certera que llega a la realidad de nuestra vida para denunciarnos acaso algunos rumbos que vamos tomando que no son los mejores y nos hacen corregir actitudes y posturas, mejorar los gestos de nuestra vida, hacer brillar mejor esos signos que con nuestra vida vamos realizando.
En ese principio del evangelio de Marcos nos encontramos con unos momentos de la vida de Jesús en Galilea que recientemente hemos ya también meditado. Jesús anuncia la Buena Nueva del Evangelio, invita a la gentes a convertir su corazón a Dios, se acerca allí donde están, donde hacen su vida, porque siempre Jesús vendrá en nuestra búsqueda allí donde estamos, nos invita a seguirle dándole un valor y un sentido nuevo a eso que cada día hacemos.
Hoy contemplamos a Jesús en la orilla del lago, donde los pescadores después de su tarea repasan y reparan sus redes, donde preparan todo lo necesario para otro día u otra noche de pesca; y Jesús va caminando entre ellos haciéndoles ver nuevos horizontes que van mucho más allá de ese lago que les rodea y donde hacen su vida o de esas mismas tareas que realizan. Hay otra pesca, hoy otro sentido de vida, hay algo más que puede dar de verdad sentido a nuestra existencia, hay algo que va a dar profundidad a sus vidas.
Y Jesús les invita a seguirle, a estar con El, a descubrir esas nuevas luces y esos nuevos horizontes. Algo que tendrá que cambiar en el corazón, porque otras actitudes nuevas de disponibilidad tiene que haber cuando encontramos el amor de verdad. Es a lo que Jesús va invitando a aquellos pescadores de Galilea. ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’, y en aquellos corazones encuentra apertura y disponibilidad. ¿Cuál sería nuestra respuesta a la invitación de Jesús?

domingo, 12 de enero de 2020

Aquel Jesús envuelto pañales y adorado por los pastores, a quien buscan los magos de oriente, ungido por el Espíritu es el Hijo amado del Padre y nuestra salvación


Aquel Jesús envuelto pañales y adorado por los pastores, a quien buscan los magos de oriente, ungido por el Espíritu es el Hijo amado del Padre y nuestra salvación

Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos 10, 34-38; Mateo 3, 13-17
Hoy volvemos al Jordán. Allí, junto al desierto, donde Juan preparaba los caminos del Señor, invitaba a la penitencia y a la conversión y bautizaba en las aguas del Jordán a quienes daban señales de arrepentimiento y de conversión. La gente acudía de todas partes – lo escuchamos durante el tiempo del Adviento que era el tiempo de Juan – y le preguntaban qué habían de hacer. Invitaba a la responsabilidad y a la justicia, invitaba al amor y al compartir solidario, invitaba a purificar el corazón para recibir al que había de venir.
En medio de aquellas largas filas de quienes arrepentidos buscaban recibir aquel bautismo que los purificara encontramos hoy a Jesús. ¿Formaría Jesús parte de aquel grupo que estaban cercanos a Juan escuchando su Palabra o acaso de los esenios que más abajo en las orillas del mar Muerto vivían una vida de ascetismo y oración? No tenemos datos para ello, pero conocidas para Jesús serían aquellas montañas del desierto de Judá porque en lo que luego se llamaría monte de la cuarentena Jesús se retiraría cuarenta días al silencio, al ayuno y a la oración como encuentro con Dios para ser consciente de verdad en lo que sería su misión. Sería el lugar de la crisis interior, de los interrogantes profundos y de las tentaciones como se nos narrará más tarde en el evangelio.
Allí estaba Jesús, como decíamos, con los que quería recibir el bautismo. Ya conocemos el corto diálogo entre Juan que no quiere bautizarle al reconocerle y Jesús que le insiste en que cumplamos con toda justicia. Será a partir del bautismo cuando se abran los cielos para manifestarse la gloria de Dios sobre Jesús.  ‘Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco’.
Aquel Jesús que hemos contemplado recién nacido, adorado por los pastores como el Salvador, tal como les anunciaron los ángeles, ante quienes se postraron los Magos venido de Oriente que buscaban un recién nacido rey de los judíos, pero ante el que le ofrecen sus ofrendas, un reconocimiento también que son de que es Dios y hombre verdadero, ahora es presentado desde el cielo como el Hijo Amado de Dios, lleno del Espíritu Santo que bajaba sobre él como una paloma y se posaba sobre él, pero que tiene todas las complacencias del Padre y a quien hemos de escuchar. ‘Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él’, como anunciaba Pedro según lo escuchado en la segunda lectura.
Es toda una teofanía, una manifestación de la gloria de Dios que se hace visible, por eso lo celebramos en este tiempo de la Epifanía del Señor.  Es el ungido con el Espíritu del Señor y que será enviado a llevar la buena noticia a los pobres y el año de gracia del Señor, como se proclamará en la sinagoga de Nazaret con las palabras del profeta y con la ratificación que Jesús mismo hace. ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, dirá entonces y de alguna manera nos está diciendo hoy también, porque así podemos contemplar a Jesús.
Es importante esta fiesta del Bautismo de Jesús que hoy celebramos. Hoy contemplamos como Jesús está sellado con el Espíritu Santo para manifestársenos como verdadero Hijo de Dios y como nuestra auténtica salvación. Es el principio de un nuevo bautismo que no será ya solo el que nos purifique de nuestros pecados para tener un corazón bien dispuesto como era la misión del bautismo de Juan, sino que ahora en el nombre de Jesús seremos bautizados en el agua y en el Espíritu, como le dirá más tarde a Nicodemo, para que comencemos a ser ese hombre nuevo renacido a vida nueva. Así comenzamos a ser hijos de Dios, no nacidos de la carne, ni de deseos de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios. ‘A cuántos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre’.
Una fiesta con la que concluimos la Navidad – ya mañana comenzaremos el llamado tiempo ordinario - que nos hace contemplar la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús, su Hijo, pero que nos hace contemplar también nuestra grandeza que por el agua y el Espíritu en el Bautismo nos hace a nosotros partícipes de esa vida de Dios porque nos hace hijos de Dios.