Nuestros
miedos y desconfianzas algunas veces van acompañados un poquito de nuestra
soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas
1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45
¿Pedir ayuda cuando estamos en
necesidad? No es una cosa que sea fácil hacerlo. A una primera impresión no nos
parece que esa sea la respuesta. Vemos a la gente pidiendo por nuestras calles
o a las puertas de nuestras Iglesias o lugares públicos, quizá alguien nos
toque a la puerta queriendo mover nuestro corazón a la compasión presentándonos
sus necesidades, pero ¿acaso hemos pensado cómo se siente una persona en su
interior cuando se ve en esa extrema necesidad de tener que acudir a alguien
para que le preste ayuda? Aunque nos encontremos cosas de frescos o caraduras
que tienen cara para todo y se valen de mil recursos para movernos a compasión,
lo normal es que una persona se sienta muy mal en su interior, humillada
interiormente cuando llega a tenernos que presentar su necesidad. Cuidado no
juzguemos por la misma raya cuando veamos a alguien que nos pide ayuda.
Pensemos en nosotros mismos, cómo nos
cuesta reconocer un problema que tengamos y cuanto nos cuesta dar el paso para
pedir un consejo o una ayuda para tratar de resolver ese problema. Nos puede
parecer que nos sentimos inferiores o que ese problema que tengamos marca de
una manera especial nuestra vida y no queremos contar con nadie, que nadie sepa
lo que nos pasa por dentro. Buscamos a alguien de gran confianza y a quien
consideramos de mucha discreción para ir a contarle lo que nos pasa y aun así
parece que hay aspectos que nos cuesta desvelar con mayor claridad. Nos lo
comemos por dentro, lo sufrimos en nuestro interior pero nos cuesta reconocerlo
y pedir una ayuda. Cuántas amarguras de este tipo se
guardan en el corazón que al final hasta nos van agriando el carácter o la
manera de relacionarnos con los demás. Claro que todos somos lo mismo y
los hay que son mucho más reservados y otros que se sienten con la suficiente
libertad y valentía para reconocer y para compartir.
Tener la lepra en Israel, y en general
en todos los pueblos antiguos, era algo muy humillante. En Israel los leprosos
eran considerados como unos malditos y unos impuros de manera que no les
permitían convivir con los que estaban sanos, desgarrándolos de sus familias y
de sus comunidades humanas para condenarlos a vivir en solitario o en lugares
apartados a donde no les estaba permitido llegar los sanos, como ellos mismos
no podían salir de aquellos lugares. La ley incluso les obligaba a ir gritando
cuando se encontraran con alguien que eran impuros para prevenir cualquier tipo
de contacto que les llevara al contagio.
Hoy el evangelio nos habla de un
leproso que se presentó delante de Jesús. Se atrevió. Saltándose todas las
normas y reglas llegó hasta los pies de Jesús, lo que no le estaba permitido.
Pero dio el paso. Y su súplica es sencilla. Es humilde. ‘Si quieres, puedes
limpiarme’. Reconoce su enfermedad, no lo oculta ni lo niega; reconoce que
está yendo mucho más allá de lo que le permite la ley, pero siente la necesidad
de la vida y de la curación; confía en Jesús; sabe que Jesús puede curarlo.
Solo suplica con humildad dejándolo todo en las manos de Jesús. ‘Si
quieres…’
¿Será también nuestro camino? ¿Será la
forma de salir de nuestra cobardía cuando no queremos reconocer nuestra
limitación, nuestro problema, nuestras carencias y nuestra necesidad? ¿Por qué
no confiar en que alguien nos escuchará? ¿Por qué no dar por sentado también la
bondad del corazón de los demás que algo harán, que alguna respuesta nos darán?
Nuestros miedos y desconfianzas, algunas veces van acompañados un poquito de
nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas.
Ataduras que tenemos que romper, lepras del alma que tenemos que curar.
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