Aquel
Jesús envuelto pañales y adorado por los pastores, a quien buscan los magos de
oriente, ungido por el Espíritu es el Hijo amado del Padre y nuestra salvación
Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos 10,
34-38; Mateo 3, 13-17
Hoy volvemos al Jordán. Allí, junto al
desierto, donde Juan preparaba los caminos del Señor, invitaba a la penitencia
y a la conversión y bautizaba en las aguas del Jordán a quienes daban señales
de arrepentimiento y de conversión. La gente acudía de todas partes – lo
escuchamos durante el tiempo del Adviento que era el tiempo de Juan – y le
preguntaban qué habían de hacer. Invitaba a la responsabilidad y a la justicia,
invitaba al amor y al compartir solidario, invitaba a purificar el corazón para
recibir al que había de venir.
En medio de aquellas largas filas de
quienes arrepentidos buscaban recibir aquel bautismo que los purificara
encontramos hoy a Jesús. ¿Formaría Jesús parte de aquel grupo que estaban
cercanos a Juan escuchando su Palabra o acaso de los esenios que más abajo en las
orillas del mar Muerto vivían una vida de ascetismo y oración? No tenemos datos
para ello, pero conocidas para Jesús serían aquellas montañas del desierto de
Judá porque en lo que luego se llamaría monte de la cuarentena Jesús se
retiraría cuarenta días al silencio, al ayuno y a la oración como encuentro con
Dios para ser consciente de verdad en lo que sería su misión. Sería el lugar de
la crisis interior, de los interrogantes profundos y de las tentaciones como se
nos narrará más tarde en el evangelio.
Allí estaba Jesús, como decíamos, con
los que quería recibir el bautismo. Ya conocemos el corto diálogo entre Juan
que no quiere bautizarle al reconocerle y Jesús que le insiste en que cumplamos
con toda justicia. Será a partir del bautismo cuando se abran los cielos para
manifestarse la gloria de Dios sobre Jesús. ‘Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron
los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba
sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco’.
Aquel Jesús que hemos contemplado recién nacido,
adorado por los pastores como el Salvador, tal como les anunciaron los ángeles,
ante quienes se postraron los Magos venido de Oriente que buscaban un recién
nacido rey de los judíos, pero ante el que le ofrecen sus ofrendas, un
reconocimiento también que son de que es Dios y hombre verdadero, ahora es
presentado desde el cielo como el Hijo Amado de Dios, lleno del Espíritu Santo
que bajaba sobre él como una paloma y se posaba sobre él, pero que tiene todas
las complacencias del Padre y a quien hemos de escuchar. ‘Ungido por Dios con la
fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él’, como anunciaba Pedro
según lo escuchado en la segunda lectura.
Es toda una teofanía, una manifestación de la
gloria de Dios que se hace visible, por eso lo celebramos en este tiempo de la
Epifanía del Señor. Es el ungido con el
Espíritu del Señor y que será enviado a llevar la buena noticia a los pobres y
el año de gracia del Señor, como se proclamará en la sinagoga de Nazaret con
las palabras del profeta y con la ratificación que Jesús mismo hace. ‘Hoy se
cumple esta Escritura que acabáis de oír’, dirá entonces y de alguna manera
nos está diciendo hoy también, porque así podemos contemplar a Jesús.
Es importante esta fiesta del Bautismo de Jesús
que hoy celebramos. Hoy contemplamos como Jesús está sellado con el Espíritu
Santo para manifestársenos como verdadero Hijo de Dios y como nuestra auténtica
salvación. Es el principio de un nuevo bautismo que no será ya solo el que nos
purifique de nuestros pecados para tener un corazón bien dispuesto como era la misión
del bautismo de Juan, sino que ahora en el nombre de Jesús seremos bautizados
en el agua y en el Espíritu, como le dirá más tarde a Nicodemo, para que
comencemos a ser ese hombre nuevo renacido a vida nueva. Así comenzamos a ser
hijos de Dios, no nacidos de la carne, ni de deseos de carne, ni de deseo de varón,
sino de Dios. ‘A cuántos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a
los que creen en su nombre’.
Una fiesta con la que concluimos la Navidad – ya
mañana comenzaremos el llamado tiempo ordinario - que nos hace contemplar la
gloria de Dios que se manifiesta en Jesús, su Hijo, pero que nos hace
contemplar también nuestra grandeza que por el agua y el Espíritu en el Bautismo
nos hace a nosotros partícipes de esa vida de Dios porque nos hace hijos de
Dios.
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