Hay
limitaciones que nos encierran el alma, nos restan libertad interior, nos hacen
sentirnos esclavizados de nuestro yo orgulloso de las que tenemos que dejarnos
liberar por Jesús
1Samuel 8, 4-7. 10-22ª; Sal 88; Marcos 2,
1-12
Hay tanta gente, pensamos cuando aun de
lejos vamos a mucha gente aglomerada en aquel lugar que nos gustaría ir, o que
necesitamos ir. Pero no nos gustan las aglomeraciones y nos quedamos a la
distancia. Es imposible nos decimos, aunque sea algo que necesitamos, pero no
nos vamos a meter en aquel follón, no nos vamos a poner en aquella cola. Ya
tendremos oportunidades, y lo dejamos para otro momento.
Nuestra timidez, nuestras pocas ganas
de vernos envueltos en medio de tanta gente, la indecisión de si en verdad
sería lo que nos conviene en ese momento, el orgullo de que no vean que
nosotros también lo necesitábamos, el no querer complicarnos nos hizo perder
una oportunidad que no sabemos si se volverá a repetir. Quizá no nos hemos
convencido a nosotros mismos y con mil disculpas lo dejamos pasar para otra
ocasión.
Momentos de gracia que quizá perdimos. Nos
sucede en muchas oportunidades que en la vida se nos ofrecen y no solo es
buscar una ganga o unas rebajas, pero también en llamadas que Dios hace a
nuestro corazón a la que no respondemos con la prontitud necesaria. Un camino
nuevo que se abre delante de nosotros en la vida, una oportunidad que se nos
ofrece y que tanto bien nos haría por la riqueza humana y espiritual que
recibiríamos, un compromiso al que se nos invita pero que con nuestros miedos
no terminamos de responder. Una cosa buena que pudimos hacer a favor de alguien
pero que con nuestra timidez o indecisión se quedó a medias y aquel que se pudo
beneficiar al final nada recibió sintiéndonos quizá nosotros mismos mal y frustrados
por lo que dejamos de hacer.
Aquellos hombres que llevaban el
paralítico para que Jesús lo curara se encontraron también con el paso cortado
porque era mucha la gente que se aglomeraba a la puerta de Jesús. Quizás les
hubiera gustado pasar más desapercibidos, pero tenían el empeño de llevar al
amigo o al familiar hasta los pies de Jesús. Pero en su decisión nada los podía
detener. No importaba que tuvieran que levantar las tejas del terrado para
abrir un hueco y por allí descolgar a Jesús. Aquel hombre tenía que llegar
hasta Jesús. Y lo lograron. Grande era su fe.
Lo que sucedió entonces fue algo
maravilloso que ni ellos mismos se esperaban. Todos quedarían asombrados,
aunque como siempre habría quien pondría sus pegas. Llevaron aquel paralítico
hasta Jesús para que Jesús lo curara. Pero Jesús ofrece algo más. ‘Tus
pecados quedan perdonados’. No todos lo entienden, porque lo único que
esperaban quizás era la curación física de su invalidez. Pero Jesús quiere
sanar al hombre desde lo más hondo. Y Jesús puede hacerlo. Ante quienes dicen
que aquello es una blasfemia porque solo Dios puede perdonar pecados, Jesús se
reafirma en su autoridad y levanta también a aquel hombre de su camilla.
‘Anda, toma tu camilla, y vuelve a tu casa’.
De alguna manera con el comentario que
nos hacíamos para introducir esta reflexión creo que nos podemos dar cuenta de
cuánta invalidez hay en nuestra vida, cuantas cosas nos paralizan, cuantos
egoísmos y orgullos nos encierran. Peor que las limitaciones físicas, porque
esas otras limitaciones nos encierran el alma, nos resta verdadera libertad
interior, nos sentimos esclavizados de nuestro yo orgulloso, la negrura del
pecado llena de oscuridad nuestras vidas.
Es lo que necesitamos que Jesús nos
cure. El, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dejemos que
tienda su mano para sanarnos, para curarnos desde lo más hondo, para
perdonarnos todo ese pecado que hemos dejado meter en nuestra vida. En muchas
cosas tendríamos que pensar. Mucha decisión también hemos de tener para ir sin
miedo ni cobardía hasta Jesús, para no dejarnos vencer por esos obstáculos que
nosotros mismos nos ponemos y no nos dejan avanzar en la vida. No podemos perder
esos momentos de gracia que llegan a nosotros.
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