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sábado, 22 de septiembre de 2018

¿No seguirá habiendo apegos en nuestro corazón que impide el fructificar de esa semilla?


¿No seguirá habiendo apegos en nuestro corazón que impide el fructificar de esa semilla?

1Corintios 15,35-37.42-49; Sal 55; Lucas 8,4-15

‘Se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo’, comienza diciéndonos hoy el evangelista. Lo venimos observando en el evangelio.
Quieren escucharlo porque les encanta lo que les va diciendo; parece como si una nueva luz, una nueva esperanza se fuera despertando en sus corazones. Al mismo tiempo van viendo los signos que realiza y aunque solo fuera por curiosidad van a conocerle; siempre las cosas extraordinarias nos llaman la atención y aunque sea por curiosidad queremos saber de ellas, aunque luego quizá se nos pase el entusiasmo del primer momento y se olviden. Ya comienza a haber gente más fiel que le sigue por todas partes y se pasan días con El siguiéndole por los caminos y las aldeas, aunque al final sean solo unos pocos los que quedan. A algunos los va llamando con una llamada especial y va encontrando disponibilidad y generosidad en sus corazones para estar con El y para que querer aprender de El.
A todos, sin embargo, quiere hacer pensar Jesús. Lo que les está diciendo es algo importante y no deben olvidar lo que fueron sus primeras palabras cuando comenzó su predicación. Era necesaria una predisposición para dejarse transformar el corazón y hacer que las vidas fueran distintas. Ante esa Buena Noticia que les está dando, que les está anunciando, valga la redundancia, hay que estar dispuesto a creer pero antes que nada a dejar transformar el corazón. Si vamos dejando apegos, si ponemos como condiciones para decir esto me gusta y esto no lo tengo en cuenta, no vale, porque al final terminaremos por dejarlo todo.
Y para que le entiendan bien les propone un ejemplo, les propone una parábola. Es la del hombre que salió a sembrar la buena semilla e iba lanzándola al voleo por todas partes por donde quiera que fuese. La semilla era buena, pero quizá mucha semilla se perdió. El terreno no era todo igual y junto a los campos convenientemente labrados, están los caminos que los atravesaban, o están los setos que los cercaban con sus matojos o sus zarzales, pero también había terrenos no suficientemente labrados ni escardados de pedruscos o matorrales donde la semilla no llego a prender.
La semilla era buena, la voluntad del sembrador era generosa y admirable porque quería abarcar muchos campos, pero no todos los terrenos estaban los necesariamente preparados para recibir la semilla y luego se pudiera coger buena cosecha. Y les viene a decir Jesús a todos aquellos que le seguían, como nos viene a decir a nosotros también, así nos sucede. Ya mencionábamos los entusiasmos primeros pero también los cansancios o las cosas que habían dejado atrás que había que atender, y aunque eran muchos los que lo seguían al final quedaban pocos. Por eso es necesario nuestra positiva predisposición, no solo buenas voluntades, sino decisión y firmeza para permanecer en el camino aunque cueste.
Es lo que nos sigue pasando hoy. ¿Hay respuesta por parte de todos? ¿No  nos encontraremos en tantos incluso campos adversos hoy pero que sin embargo ayer quizá vivieron con entusiasmo su fe? Uno mira y escucha a la gente que nos rodea en su inmensa mayoría que un día estuvieron en una catequesis, recibieron unos sacramentos, quizá frecuentaban la Iglesia y hoy los vemos alejados o incluso haciéndonos la batalla en contra. Siente uno dolor en el alma porque un día ahí cayó la semilla pero han sido tantas las cosas que la han ahogado.
Pero no nos vamos a quedar mirando alrededor, sino que vamos a mirarnos a nosotros mismos. Realmente, ¿cuál es la respuesta que hoy nosotros estamos dando? ¿No seguirá habiendo apegos en nuestro corazón que impide el fructificar de esa semilla? ¿Acaso no nos habremos endurecido por dentro de manera que ya por nuestras rutinas o nuestras malas costumbres, nuestros vicios quizás, hay como una costra en nuestro corazón que nos impide que llegue de verdad la Palabra a nuestra vida para dar una buena respuesta? Muchas preguntas tendríamos que hacernos. Mucho cambio y transformación necesitamos en nuestro corazón.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Es el baremo de Dios, el perfil que Dios se crea para el hombre para que como El seamos siempre compasivos y misericordiosos


Es el baremo de Dios, el perfil que Dios se crea para el hombre para que como El seamos siempre compasivos y misericordiosos

Efesios 4, 1-7. 11-13; Sal 18; Mateo 9, 9-13

No hubiera sido el que nosotros habríamos elegido; tenemos nuestras pautas, nos creamos los perfiles de aquellos que quisiéramos estar con nosotros, tenemos muy en cuenta su entorno, la imagen que pueda dar, y vamos separando, desechando, discriminando, escogiendo aquel o aquello que nos puede prestigiar. Así andamos por la vida y no terminamos de aprender a valorar a las personas, destacar sus valores y sus cualidades, estimular para hacer crecer a la persona misma y como consecuencia a quienes estamos a su lado.
No eran esos los criterios de Jesús. Por eso resulta chocante para muchos que Jesús se detenga junto a la garita de un cobrador de impuestos para invitarle a seguirle, a ser de los suyos, de los que siempre estén con El y al final forme parte del grupo de los enviados en su nombre. Es la reacción de los fariseos cuando ven a Jesús luego en casa de aquel publicano participando en sus comidas y banquetes rodeado también de los amigos del publicano.
Los recaudadores de impuestos tenían mala fama entre los judíos. Por una arte eran colaboracionistas con el pueblo invasor para quien cobraban los impuestos a los judíos, pero como sucede tantas veces cuando anda el dinero por medio muchos se aprovechaban para obtener pingues ganancias. Por eso tenían fama de usureros y ladrones. Los había también entre ellos, pero bien sabemos que Jesús nos enseña que no podemos juzgar y condenar a todos por el mismo rasero. Pero en Jesús había algo más.
Lo que nos relata hoy el evangelio es la vocación de Mateo, o Leví, según lo llame uno u otro evangelista. Era un cobrador de impuestos y cuando Jesús pasa junto a su garita o mostrador de cobros le invita a seguirle. Contemplamos la predisposición generosa de Mateo que se levanta y se va con Jesús. Es más luego querrá celebrar ese encuentro con Jesús haciendo una comida a la que invitará a sus compañeros de profesión, que habían sido hasta entonces sus únicos amigos. Pero aquel encuentro con Jesús había significado mucho en su vida. Como un día le sucediera a aquel publicano de Jericó que se subió a la higuera para ver pasar a Jesús pero que termina recibiéndole en su casa y convirtiendo su corazón.
Pero como expresábamos desde el principio por ahí hay quien anda juzgando a Jesús porque ha elegido a Mateo y porque ahora come en su casa rodeado de publicanos y pecadores. ‘¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?’ le dicen los fariseos a los discípulos de Jesús porque más allá no se atreven a llegar en sus criticas. Pero Jesús escucha el corazón de cada hombre y sabe lo que están pensando aquellos fariseos. Jesús lo oyó y dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’.
Es la sabiduría del amor. Es lo que Jesús busca siempre en el corazón del hombre. Es lo que nos está manifestando siempre la presencia de Jesús, su amor, el amor misericordioso y compasivo de Dios que nosotros tenemos que aprender a tener también en nuestro corazón. No son nuestros criterios humanos. No son los baremos o los perfiles que nosotros nos busquemos. Es el baremo de Dios, es el perfil que Jesús quiere para el hombre, al que siempre valora, al que siempre hace crecer, al que siempre dignifica, a quien enseña a actuar siempre en la vida según el actuar de Dios.
Es el mensaje hermoso que hoy podemos recibir de la Palabra de Dios en esta fiesta del apóstol san Mateo que hoy celebramos.

jueves, 20 de septiembre de 2018

El amor que Dios nos tiene al ofrecer su amor y su perdón a todo pecador sobrepasa y supera todo lo que nosotros podamos pensar o imaginar


El amor que Dios nos tiene al ofrecer su amor y su perdón a todo pecador sobrepasa y supera todo lo que nosotros podamos pensar o imaginar

1Corintios 15,1-11; Sal 117; Lucas 7,36-50

Hay cosas en la vida que a veces nos desbordan. Sí, tenemos buena voluntad, queremos incluso creer en la gente, pero hay cosas que no comprendemos y nos llenamos de sospechas en nuestro interior y nacen desconfianzas, y hasta tenemos el peligro de irnos distanciando poco a poco de aquello que en principio creíamos. Y no se trata ya de cuando vemos cosas que no son justas pues no las aceptamos y queríamos que las cosas fueran de otra manera, porque rechazamos la injusticia. Es también cuando en un camino que queremos hacer, donde quizá nos está costando dar pasos para superarnos y para avanzar, de repente descubrimos una nueva actitud o una nueva postura que nos deja descolocados.
Cuántas cosas estarían pasando por la mente y el corazón de aquel fariseo que había invitado a comer a Jesús. ¿Por qué lo había invitado? ¿Buscando méritos o para quedar bien? Vamos a pensar por lo positivo y vemos buena voluntad en aquel hombre que algo quizá había sentido en algún momento ante lo que le escuchaba a Jesús. Ya sabemos como en otro momento vemos en el evangelio a un fariseo que va a ver a Jesús de noche, Nicodemo, y reconoce en Jesús algo especial, porque como le dice si Dios no está con El no puede hacer las obras que Jesús realiza.
El fariseo que hoy contemplamos en el evangelio había invitado a Jesús a comer a su casa, seguramente estaría gozoso de la presencia de Jesús y le agradaría escuchar sus palabras. Pero algo sucede que en cierta manera lo desordena todo. No sabemos cómo una mujer pública y pecadora logra entrar a la sala y se postra a los pies de Jesús derramando perfumes y lagrimas que trata de secar con su cabellera.
Podemos pensar en el momento de tensión que se crearía en aquellos momentos y por respeto al invitado no hubo de entrada una reacción violenta. En el interior del corazón de aquel hombre podríamos decir que había una fuerte tormenta. No entendía que Jesús no rechazara a aquella mujer, que se dejara hacer todo lo que le estaba haciendo. Era una mujer pecadora. Ya había sido un atrevimiento por parte de ella de introducirse en su casa, pero aquel hombre justo que era Jesús no podía permitir que la impureza de aquella mujer pudiera mancharle.
Todo lo que estaba sucediendo y la actitud de Jesús con aquella mujer sobrepasaba todas sus posibles expectativas, superaban la buena voluntad que había puesto cuando había invitado a Jesús a su casa. Allí seguían en su corazón sus reticencia, sus ritualismos, todo aquello que conformaba el estilo y el corazón de un fariseo. Y Jesús, según él, no podía ir en contra de todas las leyes y preceptos que se habían impuesto.
Y Jesús conocía muy bien lo que estaba pasando en aquel corazón. Por eso le propone la alegoría o parábola de los dos deudores. ‘¿Cuál le amará más?’ Habría mucho amor en aquel a quien más se le había perdonado. Y allí estaba aquella mujer pecadora, pero allí estaba con sus pecados, es cierto, pero con su mucho amor. Signos de ese amor estaba manifestando en sus lágrimas, en el perfume derramado, en los besos a los pies de Jesús. De alguna manera Jesús le estaba recordando que no había tenido con El los gestos normales de la hospitalidad cuando había llegado a aquella casa. Todo había sido muy formal, pero poco amor se había manifestado, mientras en aquella mujer se estaba expresando todo el amor que había en su corazón aunque fuera pecadora.
No podemos juzgar ni condenar. ¿Quiénes somos nosotros para saber lo que hay en el corazón de la persona? ¿Seremos capaces de calibrar todo el amor que cabe en el corazón de una persona? Somos tan negativos en la vida que siempre vamos viendo por delante los pecados o los defectos sin ser capaces de llegar a la hondura del corazón. Por eso Jesús le dirá a aquella mujer que sus muchos pecados quedan perdonados, que su fe y su amor le han hecho llegar la salvación a su corazón.
Claro que por allá seguirán las reticencias de los fariseos ante el perdón que Jesús ofrece a aquella mujer. ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? ‘¿Quien es éste que hasta perdona pecados?’ Les superaba la presencia del Dios amor que se manifestaba en Jesús.


miércoles, 19 de septiembre de 2018

Que el Señor nos abra los ojos de nuestro corazón para saber tener una mirada de fe y siempre un corazón misericordioso y compasivo con todos


Que el Señor nos abra los ojos de nuestro corazón para saber tener una mirada de fe y siempre un corazón misericordioso y compasivo con todos

1Corintios 12,31–13,13; Sal 32; Lucas 7,31-35

Bien sabemos que no todos miramos con los mismos ojos a las otras personas. Y también es cierto con que facilidad en ocasiones cambiamos de la opinión o el aprecio que le tengamos a los demás ya sea porque no nos guste un determinado gesto que haya realizado en algún momento, ya sea porque no le vemos actuar como a nosotros nos gustaría, porque en determinadas circunstancias haya tenido que tomar determinaciones en asuntos que nosotros resolveríamos de otro modo, o también por las influencias que recibamos de los demás porque siempre hay alguien cerca de nosotros que trata de desprestigiar a aquellos de los que nosotros teníamos buena opinión.
Somos muy volubles en nuestras apreciaciones, lo que puede determinar una pobre personalidad por nuestra parte que fácilmente nos dejamos influir por la opinión de los otros, y aparecen también nuestros orgullos heridos, nuestro amor propio y el egoísmo que nos quiere convertir en el centro de todo y que cuando no lo conseguimos aparecen las descalificaciones, los rumores que se filtran, y hasta las falsedades que se pueden ir infundiendo en la opinión publica con tal de quitarnos de en medio a quien no nos gusta o no nos convence.
Lo estamos viendo cada día en la vida social, lo estamos viendo demasiado en la vida publica donde ya parece que lo que importe de verdad es el servicio del ciudadano sino nuestras propias grandezas, prestigios o ganancias. Así desgraciadamente vamos construyendo nuestra sociedad, por no decir que así la vamos destruyendo.
En cierto modo de algo de esto nos habla hoy el evangelio. Vemos como no todos tienen la misma opinión de Jesús. Lo vamos viendo progresivamente en el evangelio, porque mientras muchos se admiran de sus signos y alaban a Dios porque ha suscitado u profeta en medio de ellos, otros sin embargo tratan de desprestigiarlo de la forma que sea.
‘¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros: Tocarnos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis’. Volubles como los niños en sus juegos que no terminan de ponerse de acuerdo. Así les sucedía con la visión que tenían del Bautista y con la visión que ahora muchos se iban haciendo de Jesús.  ‘Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenía un demonio; viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores’.
Pero ¿no seremos así de alguna manera nosotros también de cara a la Iglesia, de cara a la figura del Papa, de cara a sus enseñanzas? Tanto nos sentimos entusiasmados en un momento determinado, como al momento siguiente juzgamos y criticamos, ya no  nos parecen tan buenas las cosas que se hacen, o la imagen que nos hacemos de la Iglesia. Y cuando nos toca algo que nos afecte personalmente, porque toque heridas o cicatrices mal curadas de nuestra vida, enseguida saltamos, nos hacemos nuestras prevenciones, comenzamos a poner nuestros ‘peros’.
Por no decir como hay en la sociedad sectores deseosos de destruir la Iglesia y se valdrán de lo que sea para tratar de socavar la apreciación que tengamos de ella. Cuantas campañas de forma dicta o de forma soterrada, cuanto abundar en errores o pecados que se hayan podido cometer y cuanto cerrar los ojos a todo el bien que hayamos podido recibir. Nos gozamos en un día porque se proclama un año de la misericordia, pero luego vienen los rigorismos de nuestros juicios y condenas tan lejanos de aquella misericordia anteriormente proclamada. Y cuidado, que eso no es solo desde el exterior, sino muchas veces desde el mismo interior de la Iglesia.
Que el señor nos abra los ojos de nuestro corazón para saber tener una mirada de fe y siempre un corazón misericordioso y compasivo con todos.

martes, 18 de septiembre de 2018

Sepamos detenernos ante tantos cortejos que pasan junto a nosotros en los caminos de la vida y tender nuestra mano; detenernos y mirar al corazón


Sepamos detenernos ante tantos cortejos que pasan junto a nosotros en los caminos de la vida y tender nuestra mano; detenernos y mirar al corazón

1Corintios 12,12-14.27-31ª; Sal 99;  Lucas 7,11-17

Cuántas veces parece que estamos esperando que llegue alguien a nuestro lado para sentirnos distintos, para que se nos levante el ánimo y nos sintamos como renovados. Hay ocasiones en que parece que vamos como muertos por la vida, se nos acaban las ganas, todo nos parece oscuro, perdemos la ilusión pero llegará alguien a nuestro lado que con una palabra nos despierta, algo así como que nos remueve para que despertemos de ese letargo en que nos hemos metido y del que parece que no queremos salir.
Siempre hay quien tiene esa palabra acertada, que nos anima con su presencia, que nos hace mirar las cosas con otros ojos y los densos nubarrones de las preocupaciones y las desesperanzas desaparecen llenando de luz nuestra vida. Parece como si volviéramos a renacer, es en cierto modo un resucitar.
Eso que quizá hemos experimentado nosotros cuando hemos tenido la suerte de tener ese buen amigo que sabe en el momento oportuno poner su mano sobre nuestro hombro, creo que tenemos que darnos cuenta que hemos de saber hacerlo con los demás.
Algunas veces vamos tan ensimismados en nosotros mismos, pensando quizás solo en nuestros problemas que no somos sensibles para ver el llanto de tantos a nuestro alrededor en sus soledades, en su abandono porque se abandonan a si mismos o porque se sienten abandonados de los demás. ¿No tendríamos que ser sensibles a esas lagrimas que calladamente surcan los rostros de tantos alrededor nuestro?
Hay muchos que están necesitando esa mano nuestra sobre el hombro, esa mirada que llegue al alma, esa sonrisa que suaviza la tensión de nuestros rostros, esa palabra que se puede convertir en luz, en despertador de nuestras conciencias. Hoy que tanto utilizamos las redes sociales para estar conectados sepamos aprovecharlas para lo bueno y siempre hay mensaje ilusionante que podemos trasmitir. Serán mensajes que hacemos llegar directamente a nuestros amigos pensando en ellos, pensado en su vida, o pueden ser mensajes que dejemos ahí en la red y que alguien puede en un momento determinado leer y puede ayudarle a salir de las sombras en que quizá se vea envuelto.
Me ha surgido toda esta reflexión a partir de lo que escuchamos en el evangelio de hoy. Llegó Jesús a Naim y en ese momento sacaban a enterrar a un muchacho hijo único de una madre que era viuda. El silencio roto por los llantos y lamentos de aquella madre desconsolada y que ahora tan abandonada se veía era lo que se palpaba en aquella comitiva de muerte. Jesús se detiene y hace detener el cortejo, se acerca junto al féretro mientras seguramente la mirada se posaba sobre el corazón atormentado de aquella madre. Pero allí no podían seguir reinando las sombras. Es la mano tendida hacia el cuerpo difunto de aquel muchacho y la palabra de Jesús que lo levanta. ‘Muchacho, a ti te lo digo, levántate’. Y el joven se levantó y se lo entregó a su madre.
Detenernos ante tantos cortejos que pasan junto a nosotros en los caminos de la vida. Detenernos y tender nuestra mano; detenernos y mirar al corazón para descubrir la pena y el dolor; detenernos para tener la palabra de vida, el gesto que nos acerca, la presencia que acompaña de una forma distinta. Pasamos tan rápido por los caminos de la vida y aun aceleramos el paso cuando sospechamos que puede haber un sufrimiento. No es lo que nos enseña Jesús. No tiene que ser ese nuestro estilo y nuestra manera de actuar. Dejemos de tener tantas prisas en la vida, que ni nos enteramos de quien está junto a nosotros.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Sepamos aceptar y creer en esa Palabra de Vida que nos sana y que nos salva y que encontramos en Jesús


Sepamos aceptar y creer en esa Palabra de Vida que nos sana y que nos salva y que encontramos en Jesús

1Corintios 11,17-26.33; Sal 39; Lucas 7,1-10

El valor de la palabra, el valor de la palabra dada y empeñada. Los que ya peinamos canas tenemos esa experiencia muy metida en nuestra memoria y en nuestro ser. Recordamos a nuestros mayores que no necesitaban papeles ni documentos, firmas ni notarios para hacer cualquier transacción; bastaba la palabra dada y aquello era ley. Se respetaba la palabra porque era una palabra veraz, era una palabra dada con honradez y eso estaba por encima de todo. Los que ya tenemos algunos años recordaremos muchas anécdotas de este tipo en nuestros padres, en nuestros abuelos, en nuestros vecinos. No había engaño, se mantenía la fidelidad a la palabra dada.
Me sirve este recuerdo para iniciar la reflexión sobre lo que escuchamos hoy en el evangelio. Y es que se realza sobremanera el valor y la fuerza de la Palabra, una palabra que sana y que salva, una palabra que nos llena de vida y que ilumina nuestro caminar. Ya no es una simple palabra humana con todo el valor y riqueza que tiene en si misma sino que es una palabra de salvación.
Todos conocemos el episodio; el centurión que tiene enfermo un criado al que aprecia mucho, pero que sabiendo que en Jesús puede estar la salvación del muchacho no se atreve a ir por si mismo a hacerle le petición de Jesús. Ha sido un hombre bueno que a pesar de ser del ejercito dominante sin embargo ha hecho muchas cosas buenas a favor de los judíos. Serán los principales de la ciudad los que vengan con la embajada a Jesús para pedirle que cure al muchacho y Jesús se pone en camino para su casa.
Ponerse en camino con prontitud cuanto nos tiene que decir para cuantas cosas tenemos que hacer en la vida. Jesús no lo deja para otro momento, para cuando llegue la ocasión porque pase por la cercanía de la casa del centurión. Jesús se pone en camino, cuánto nos dice.
Pero ahí comienza a resplandecer con más intensidad la fe y la humildad de aquel hombre. Cuando se entera que Jesús viene a su casa le envía otros mensajeros, él no es digno de que Jesús llegue a su casa. Y ya no se trataría de la incomodidad que podría significar para un judío piadoso el entrar en la casa de un gentil. La humildad de aquel hombre va más allá, porque va llena de fe. Basta tu Palabra.
Se basa quizás en sus experiencias humanas de mando en donde está acostumbrado que siempre se obedecen sus ordenes, pero aquí es algo más. Es la humildad de no sentirse digno. Es el reconocimiento, aunque el fuera un pagano, del poder divino de Jesús. Basta tu Palabra.
Es la Palabra por cuanto fue hecho todo lo que existe, que nos dirá san Juan al principio de su evangelio; es la Palabra que es Luz y que es Vida, aunque nosotros los hombres rechacemos tantas veces esa luz prefiriendo las tinieblas. Tendremos que aprender a reconocer la Palabra de Jesús. Reconocerla y abrir nuestro corazón a esa Palabra, a esa vida, a esa luz, a esa salvación que nos ofrece. Es la Palabra que sanó al criado del centurión de su enfermedad o de sus limitaciones, pero es la Palabra que nos sana a nosotros de las limitaciones, de las sombras, de tantas muertes que llevamos dentro de nosotros.
Cuidado que nos contagiemos del mundo que nos rodea. No se cree en la palabra y no solo en el sentido de lo que comenzábamos diciendo al principio, sino que no se quiere creer en la Palabra de Jesús y que en ella podemos encontrar la salvación. Vivimos en un mundo de descreídos, un mundo que se cierra a lo divino y a lo sobrenatural, un mundo que quiere darle explicaciones a todo, pero que no es capaz de reconocer el Misterio que solo en Dios podemos descifrar. Y nosotros los cristianos tenemos el peligro de ir contagiando de esas cosas, de ese sentido, de esos razonamientos que son incapaces de descubrir el misterio de Dios y el misterio de la salvación que nos ofrece.
Tengamos fe en la Palabra. Comencemos, si queremos, por revalorizar nuestras palabras humanas desde la rectitud y sinceridad de nuestras vidas, pero sepamos aceptar y creer en esa Palabra de Vida que nos salva y que encontramos en Jesús.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Hay preguntas cuya respuesta nos compromete como la que nos plantea hoy Jesús en el evangelio ‘vosotros, ¿quién decís que soy yo?’


Hay preguntas cuya respuesta nos compromete como la que nos plantea hoy Jesús en el evangelio ‘vosotros, ¿quién decís que soy yo?’

Isaías 50, 5-10; Sal. 114; Santiago 2, 14-18;  Marcos 8, 27-35

Supongamos que la pregunta es para que nos la hagamos a nosotros mismos, ¿quién soy yo? Dicen que la mayor sabiduría está en conocerse a uno mismo. Tarea que no es fácil, porque incluso decimos que nos conocemos y nos es difícil dar una definición de nosotros mismos; a lo más nos ponemos a decir cosas sueltas y aisladas con lo que al final no terminamos de dar una definición de nosotros mismos.
Como decíamos de may arranca la sabiduría de nuestra vida, porque es saber quienes somos, pero saber de nuestras metas y de nuestras ilusiones, como saber de las limitaciones que tenemos que superar y que nos ayuden a esa necesaria madurez de nuestra vida. Es importante saber quien soy. Una pregunta y una respuesta comprometida.
Pero si hemos hecho ese supuesto para iniciar nuestra reflexión es por la importancia que tiene la pregunta que Jesús hace a sus discípulos. ¿Quién dice la gente que soy yo?’ pero que tras la respuesta inicial recogiendo la opinión de la gente - ¿una encuesta como se hace hoy para saber la valoración que tenemos de nuestros personajes públicos, como estamos acostumbrados hoy a ver en nuestra sociedad? – la pregunta se revierte buscando una respuesta más personal de aquellos que están más cerca de Jesús. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
Ya en distintos momentos a lo largo del evangelio vemos la sorpresa de la gente, las alabanzas en que prorrumpen cuando le ven realizar los signos que realiza, la admiración por sus palabras y por su sabiduría, aunque al mismo tiempo vamos viendo también cómo hay quien le rechaza, le hace oposición y veremos al final que incluso le llevan a la muerte. ‘Nadie ha hablado igual… la mano de Dios está con El… un gran profeta ha aparecido entre nosotros… ¿de donde saca esa sabiduría?...’ son algunas cosas que vamos escuchando a lo largo del evangelio.
Ahora ante la pregunta de Jesús los discípulos dirán que algunos le tienen como un profeta, un gran profeta como fue Elías, o que algunos piensan que es algo así como una reencarnación de Juan Bautista a quien no hace poco Herodes ha decapitado. Admiten la admiración de las gentes pero no todos lo tienen claro. Por eso la pregunta de Jesús va directa a los discípulos más cercanos, a aquellos que ha elegido como sus apóstoles, sus enviados, aquellos que más frecuentemente están con El y escuchan incluso en particular las explicaciones del Maestro.
Como suele suceder ante preguntas comprometidas pienso que se haría silencio en torno a Jesús porque cada uno estaría buscando en su interior respuesta o las palabras apropiadas para expresar lo que sienten por Jesús. Será el impulsivo Pedro el que se adelante a todos como tantas veces para hacer una afirmación rotunda que es todo un acto de fe. ‘Tú eres el Mesías’. Los otros evangelistas al narrarnos el episodio ampliarán las palabras de Pedro, proclamándolo como ‘el Hijo del Dios vivo’. Marcos es más escueto.
Pero la respuesta es comprometida. Como se nos dirá en el evangelio de Mateo Pedro ha sido capaz de hacer esa afirmación de fe, no por si mismo, sino porque ha sentido la revelación de Dios Padre en su corazón. En el evangelio de Marcos, que hoy estamos contemplando la respuesta comprometida de Pedro a proclamarlo el Mesías tendrá una reacción por parte de Jesús prohibiéndoles que eso se lo digan a la gente. En la concepción del Mesías que había entre las gentes, con los resentimientos nacionalistas que Vivian entonces bajo el dominio de Roma y con los distintos movimientos rebeldes que aparecían por un lado y por otro, el reconocer que Jesús era el Mesías podía llevarles por caminos que no eran precisamente lo que Jesús quería cuando anunciaba la llegada del Reino de Dios. Por eso la prohibición de Jesús.
Pero como hemos venido diciendo desde esta comprometedora pregunta de Jesús las cosas habían de tenerse claras. Por eso Jesús les explica y nos insiste el evangelista que se los explicaba con toda claridad. El sentido del Mesías era otro; era un camino de entrega, era un camino que nos abría a nueva vida; era un camino de sacrificio porque era un camino de amor; seria un camino de dolor y de sufrimiento, de muerte pero que nos llevaría a la vida. Les constaba entender. ‘El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días’.
Tanto les costaba entender que si Pedro antes había sido el primero en hacer su confesión de fe, ahora era el que insistía para quitarle esa idea de la cabeza a Jesús. Jesús querrá apartarlo de El porque es como una tentación. ‘Me tientas como Satanás’, de alguna manera le estaba diciendo. Allá en el monte de la cuarentena el tentador le ofrecía otros caminos, pero Jesús los rechazó. Ahora Pedro quiere apartarlo de ese camino que les conduce a Jerusalén y Jesús querrá apartado de El.
Pero es que ese camino de Jesús de entrega, de amor hasta los mayores límites, o hasta donde no hay límite, será el camino que tenemos que seguir los que queremos hacer su camino. Hay que tomar también el camino de la cruz, de la entrega, del amor. ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará’.
Decíamos que es importante y que es sabiduría el saber dar respuesta a la pregunta de ‘¿quién soy yo?’. Encontremos la sabiduría de Jesús, la sabiduría de la cruz cuando sepamos dar respuesta a esa pregunta referida a Jesús. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Es importante la respuesta, que no pueden ser palabras aprendidas de memoria, o en las que repitamos lo que otros nos dicen. Tiene que ser mi respuesta, mi respuesta personal, en la que implico mi vida, en la que me siento comprometido, con la que voy a encontrar el sentido de mi vida y de mi ser.
Nos quedamos callados quizás en principio, pero tratemos de encontrar esa respuesta, esa sabiduría del Evangelio de Jesús.