El amor que Dios nos tiene al ofrecer su amor y su perdón a todo pecador sobrepasa y supera todo lo que nosotros podamos pensar o imaginar
1Corintios 15,1-11; Sal 117;
Lucas 7,36-50
Hay cosas en la vida que a veces nos desbordan. Sí, tenemos buena
voluntad, queremos incluso creer en la gente, pero hay cosas que no
comprendemos y nos llenamos de sospechas en nuestro interior y nacen
desconfianzas, y hasta tenemos el peligro de irnos distanciando poco a poco de
aquello que en principio creíamos. Y no se trata ya de cuando vemos cosas que
no son justas pues no las aceptamos y queríamos que las cosas fueran de otra
manera, porque rechazamos la injusticia. Es también cuando en un camino que
queremos hacer, donde quizá nos está costando dar pasos para superarnos y para
avanzar, de repente descubrimos una nueva actitud o una nueva postura que nos
deja descolocados.
Cuántas cosas estarían pasando por la mente y el corazón de aquel
fariseo que había invitado a comer a Jesús. ¿Por qué lo había invitado?
¿Buscando méritos o para quedar bien? Vamos a pensar por lo positivo y vemos
buena voluntad en aquel hombre que algo quizá había sentido en algún momento
ante lo que le escuchaba a Jesús. Ya sabemos como en otro momento vemos en el
evangelio a un fariseo que va a ver a Jesús de noche, Nicodemo, y reconoce en
Jesús algo especial, porque como le dice si Dios no está con El no puede hacer
las obras que Jesús realiza.
El fariseo que hoy contemplamos en el evangelio había invitado a Jesús
a comer a su casa, seguramente estaría gozoso de la presencia de Jesús y le agradaría
escuchar sus palabras. Pero algo sucede que en cierta manera lo desordena todo.
No sabemos cómo una mujer pública y pecadora logra entrar a la sala y se postra
a los pies de Jesús derramando perfumes y lagrimas que trata de secar con su
cabellera.
Podemos pensar en el momento de tensión que se crearía en aquellos
momentos y por respeto al invitado no hubo de entrada una reacción violenta. En
el interior del corazón de aquel hombre podríamos decir que había una fuerte
tormenta. No entendía que Jesús no rechazara a aquella mujer, que se dejara
hacer todo lo que le estaba haciendo. Era una mujer pecadora. Ya había sido un
atrevimiento por parte de ella de introducirse en su casa, pero aquel hombre
justo que era Jesús no podía permitir que la impureza de aquella mujer pudiera
mancharle.
Todo lo que estaba sucediendo y la actitud de Jesús con aquella mujer
sobrepasaba todas sus posibles expectativas, superaban la buena voluntad que había
puesto cuando había invitado a Jesús a su casa. Allí seguían en su corazón sus
reticencia, sus ritualismos, todo aquello que conformaba el estilo y el corazón
de un fariseo. Y Jesús, según él, no podía ir en contra de todas las leyes y
preceptos que se habían impuesto.
Y Jesús conocía muy bien lo que estaba pasando en aquel corazón. Por
eso le propone la alegoría o parábola de los dos deudores. ‘¿Cuál le amará
más?’ Habría mucho amor en aquel a quien más se le había perdonado. Y allí
estaba aquella mujer pecadora, pero allí estaba con sus pecados, es cierto,
pero con su mucho amor. Signos de ese amor estaba manifestando en sus lágrimas,
en el perfume derramado, en los besos a los pies de Jesús. De alguna manera Jesús
le estaba recordando que no había tenido con El los gestos normales de la
hospitalidad cuando había llegado a aquella casa. Todo había sido muy formal,
pero poco amor se había manifestado, mientras en aquella mujer se estaba
expresando todo el amor que había en su corazón aunque fuera pecadora.
No podemos juzgar ni condenar. ¿Quiénes somos nosotros para saber lo
que hay en el corazón de la persona? ¿Seremos capaces de calibrar todo el amor
que cabe en el corazón de una persona? Somos tan negativos en la vida que
siempre vamos viendo por delante los pecados o los defectos sin ser capaces de
llegar a la hondura del corazón. Por eso Jesús le dirá a aquella mujer que sus
muchos pecados quedan perdonados, que su fe y su amor le han hecho llegar la salvación
a su corazón.
Claro que por allá seguirán las reticencias de los fariseos ante el perdón
que Jesús ofrece a aquella mujer. ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?
‘¿Quien es éste que hasta perdona pecados?’ Les superaba la presencia
del Dios amor que se manifestaba en Jesús.
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