Que el Señor nos abra los ojos de
nuestro corazón para saber tener una mirada de fe y siempre un corazón
misericordioso y compasivo con todos
1Corintios 12,31–13,13; Sal 32;
Lucas 7,31-35
Bien sabemos que no todos miramos con los mismos ojos a las otras personas.
Y también es cierto con que facilidad en ocasiones cambiamos de la opinión o el
aprecio que le tengamos a los demás ya sea porque no nos guste un determinado
gesto que haya realizado en algún momento, ya sea porque no le vemos actuar
como a nosotros nos gustaría, porque en determinadas circunstancias haya tenido
que tomar determinaciones en asuntos que nosotros resolveríamos de otro modo, o
también por las influencias que recibamos de los demás porque siempre hay
alguien cerca de nosotros que trata de desprestigiar a aquellos de los que
nosotros teníamos buena opinión.
Somos muy volubles en nuestras apreciaciones, lo que puede determinar
una pobre personalidad por nuestra parte que fácilmente nos dejamos influir por
la opinión de los otros, y aparecen también nuestros orgullos heridos, nuestro
amor propio y el egoísmo que nos quiere convertir en el centro de todo y que
cuando no lo conseguimos aparecen las descalificaciones, los rumores que se
filtran, y hasta las falsedades que se pueden ir infundiendo en la opinión
publica con tal de quitarnos de en medio a quien no nos gusta o no nos
convence.
Lo estamos viendo cada día en la vida social, lo estamos viendo
demasiado en la vida publica donde ya parece que lo que importe de verdad es el
servicio del ciudadano sino nuestras propias grandezas, prestigios o ganancias.
Así desgraciadamente vamos construyendo nuestra sociedad, por no decir que así
la vamos destruyendo.
En cierto modo de algo de esto nos habla hoy el evangelio. Vemos como
no todos tienen la misma opinión de Jesús. Lo vamos viendo progresivamente en
el evangelio, porque mientras muchos se admiran de sus signos y alaban a Dios
porque ha suscitado u profeta en medio de ellos, otros sin embargo tratan de
desprestigiarlo de la forma que sea.
‘¿A quién se parecen los
hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños,
sentados en la plaza, que gritan a otros: Tocarnos la flauta y no bailáis,
cantamos lamentaciones y no lloráis’. Volubles como los niños en sus juegos que no terminan de
ponerse de acuerdo. Así les sucedía con la visión que tenían del Bautista y con
la visión que ahora muchos se iban haciendo de Jesús. ‘Vino Juan el
Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenía un demonio; viene el
Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Mirad qué comilón y qué borracho,
amigo de publicanos y pecadores’.
Pero ¿no seremos así de alguna manera nosotros también de cara a la
Iglesia, de cara a la figura del Papa, de cara a sus enseñanzas? Tanto nos
sentimos entusiasmados en un momento determinado, como al momento siguiente
juzgamos y criticamos, ya no nos parecen
tan buenas las cosas que se hacen, o la imagen que nos hacemos de la Iglesia. Y
cuando nos toca algo que nos afecte personalmente, porque toque heridas o cicatrices
mal curadas de nuestra vida, enseguida saltamos, nos hacemos nuestras
prevenciones, comenzamos a poner nuestros ‘peros’.
Por no decir como hay en la sociedad sectores deseosos de destruir la
Iglesia y se valdrán de lo que sea para tratar de socavar la apreciación que
tengamos de ella. Cuantas campañas de forma dicta o de forma soterrada, cuanto
abundar en errores o pecados que se hayan podido cometer y cuanto cerrar los
ojos a todo el bien que hayamos podido recibir. Nos gozamos en un día porque se
proclama un año de la misericordia, pero luego vienen los rigorismos de
nuestros juicios y condenas tan lejanos de aquella misericordia anteriormente
proclamada. Y cuidado, que eso no es solo desde el exterior, sino muchas veces
desde el mismo interior de la Iglesia.
Que el señor nos abra los ojos de nuestro corazón para saber tener una
mirada de fe y siempre un corazón misericordioso y compasivo con todos.
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