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sábado, 17 de agosto de 2013

Dejemos que los niños lleguen hasta nosotros y nos enseñen a vivir el Reino de Dios

Josué, 24, 14-29; Sal. 15; Mt. 19, 13-15
‘Dejad que los niños se acerquen a mi… le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y los bendijera’. Era una bonita costumbre entre los judíos de presentar las madres a sus hijos a los rabinos para que los bendijeran. Pero por allá andan los apóstoles muy celosos de Jesús, que no quieren que nadie moleste al maestro. Los discípulos les regañaban. Parece que algunas veces los niños nos molestan. Nos los queremos quitar de encima. Cuantas veces hemos escuchado o contemplado actitudes así. ‘Niños, no molestéis a los mayores…’ ‘los niños cuando están hablando los mayores se callan y están quietos…’ o no dejamos que estén en nuestras cosas de mayores o incluso en las cosas de la comunidad.
Pero a Jesús no le molestan. ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. Qué distinta la actitud de Jesús de muchas de nuestras actitudes. Jesús quiere estar con los niños que son una bendición de Dios también para los demás.
No hace mucho hemos escuchado textos paralelos donde Jesús nos decía que había que hacerse como niños y que el que acogiera a un niño lo estaba acogiendo a El. Y ya recientemente hemos reflexionado sobre ello. Para ser grande e importante en el Reino de los cielos hay que hacerse como un niño.
Pero no se nos agota aquí la reflexión. En esta actitud de Jesús con los niños, a los que quiere tener cerca, de los que dice que de los que son como ellos es el Reino de los cielos me parece estar haciendo una lectura de las Bienaventuranzas que Jesús pronunció allá en el monte.
¿Qué nos dice allí? Que de los pobres, de los pequeños, de los sencillos es el Reino de los cielos; y nos dirá que los que son limpios de corazón, verán a Dios; que de los que llenan de mansedumbre su corazón, de los que tienen un corazón lleno de amor y de misericordia, van a poseer el Reino y alcanzarán también misericordia. Lo hemos meditado muchas veces. ¡Qué hermosa lectura podemos hacer de las bienaventuranzas con este texto del encuentro de Jesús con los niños!
¿Qué ve Jesús en los niños que quiere tener cerca de sí? ¿por qué tenemos que hacernos como niños? ¿cómo tenemos que hacernos como niños? ¿Cómo es el corazón de un niño? La ternura de un niño nos cautiva; la limpieza de la mirada de un niño nos enamora; la sonrisa de un niño nos hace sentirnos felices desde lo más hondo de nosotros mismos; la sensación de paz que se siente junto a un niño llena de paz también nuestro corazón. Cuando logremos que  nuestro corazón sea así, estaremos viviendo el Reino de Dios, estaremos sembrando el Reino de Dios a nuestro alrededor.

No es necesario decir nada más. Purifiquemos nuestro corazón de toda malicia; tengamos siempre una mirada limpia; seamos sembradores de paz porque irradie esa paz y esa mansedumbre de nuestro corazón; sepamos acoger siempre con un corazón limpio de malas intenciones a cuantos se acerquen a nosotros; vayamos repartiendo en todo momento amor y llenando de alegría los corazones de los demás. Dejemos que los niños lleguen a nuestra vida y nos enseñen a vivir el Reino de Dios.

viernes, 16 de agosto de 2013

Esfuerzo, responsabilidad, capacidad de sacrificio y deseos de superación camino de cosas grandes

Josué, 24, 1-13; Sal. 135; Mt. 19, 3-12
Porque las cosas sean difíciles no significa que dejemos de intentarlo. Se suele decir que lo que más cuesta es a lo que mayor valor le damos. Y para conseguir una cosa que es noble y loable hemos de saber poner todo nuestro esfuerzo y también nuestra capacidad de sacrificio.
Algunas veces parece que en la vida queremos andar como entre algodones donde todo sea fácil y cómodo y las cosas las queremos conseguir con el mínimo esfuerzo. Esto que digo tiene aplicación en muchos aspectos de la vida y tendría que hacernos recapacitar en saber tener en cuenta muchos valores que vamos dejando de lado.
Nos hemos acostumbrado a que nos lo den todo hecho y bien masticado y nos hemos ido llenando demasiado de comodidad y rehuimos todo lo que signifique sacrificio. Cuando nos vienen momentos difíciles no estamos preparados para afrontar con valor esas situaciones y parece que anduviéramos por un mundo de derrotados porque no hemos aprendido lo suficiente a luchar y ser capaces de sacrificarnos.
Igual que en esta sociedad del bienestar que nos hemos creado ya nada se recompone, por cualquier motivo damos las cosas por inservibles y enseguida queremos probar algo nuevo y distinto, luego también en cosas que son fundamentales y trascendentales en la vida queremos hacer lo mismo y las relaciones humanas enseguida peligran porque no somos capaces de recomponer, de restaurar, de revisarnos incluso para ver cómo podemos mejorar lo que ya hacemos o lo que son nuestros mutuas relaciones humanas. Ya digo, todo esto en muchos aspectos y facetas de la vida.
Hoy le plantean a Jesús el tema del divorcio y Jesús recuerda lo que con los principios fundamentales e inmutables. Nos recuerda Jesús como Dios está en el origen y fundamento también de lo que ha de ser la estabilidad matrimonial y la indisolubilidad del matrimonio, porque no solo está en juego la relación de amor de dos personas, el hombre y la mujer que se aman y quieren vivir en matrimonio, sino que por medio está también lo que podríamos llamar la presencia y la gracia del Señor que viene a garantizar y fortalecer dicha unión matrimonial.
‘Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre’. Y es que en esa unión del hombre y la mujer en el matrimonio está como fundamento lo que es la voluntad de Dios y lo que Dios viene a garantizar también con su gracia. Por eso para nosotros los cristianos el hecho del amor de un hombre y una mujer no es solo el compromiso de dos partes que se aman sino que por medio está la gracia del Señor que eleva ese amor matrimonial a la categoría sobrenatural de sacramento.
No siempre, incluso entre nosotros los cristianos, tenemos en cuenta y valoramos lo suficiente, quizá por un desconocimiento grande, lo que es la grandeza y la maravilla del matrimonio. No siempre incluso entre nosotros los cristianos tenemos en cuenta ese caudal de gracia con que Dios acompaña esa realidad de la vida humana que es el amor matrimonial cuando lo ha convertido en Sacramento. Más tendríamos que contar con el Señor, dejarnos iluminar por su palabra y por su gracia para así fortalecer esos vínculos sagrados del matrimonio y no lo convirtamos en una cosa de quita y pon, como muchas veces sucede, a ejemplo de tantas cosas que nos suceden en la vida, como decíamos antes, y que no sabemos restaurar debidamente y rehacer para darles el más hondo sentido.

Creo que el tema que nos plantea el evangelio hoy nos daría para extensas y profundas reflexiones y también tendría que ser motivación para una oración más intensa al Señor. Oración para que el Señor nos ilumine y nos haga descubrir esos valores más profundos y nobles que nos ayuden a dar una mayor categoría a nuestra vida. Pero oración también contemplando esa realidad del matrimonio en las diferentes situaciones y circunstancias que contemplamos a nuestro alrededor. Pidamos, sí, por la estabilidad y fortalecimiento en el amor de nuestros matrimonios; pidamos al Señor por aquellos que pasan por especial dificultad; y pidamos por los jóvenes que se preparan al matrimonio para que lo hagan conscientes de su grandeza y conscientes también de cómo han de prepararse debidamente para poder vivirlo en la mayor plenitud.

jueves, 15 de agosto de 2013

María se puso en camino y hoy la contemplamos en la montaña alta de su glorificación

Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal. 44; 1Cor. 15, 20-27; Lc. 1, 39-56
La descripción que nos ha hecho el texto del Apocalipsis, aunque en una clara referencia a la Iglesia, siempre nos ha servido para ver en esta ‘mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas’ la imagen de la Virgen asunta al cielo, que hoy celebramos. De tal manera nos ha servido esta descripción del Apocalipsis que los pintores y los artistas, cuando han querido plasmarnos una imagen de María gloriosa y triunfante en su Inmaculada Concepción o en su Asunción al cielo, han empleado precisamente estos mismos signos e imágenes que nos hablan de su glorificación.
Contemplamos hoy a María en el final de su camino en la tierra pero que es glorificada al ser llevada en cuerpo y alma a los cielos en su gloriosa Asunción. Ya decíamos que las imágenes del Apocalipsis a quien primero quieren describirnos es a la Iglesia y precisamente hoy cuando cantamos la glorificación de María en el prefacio de la plegaria eucarística diremos que ‘ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada… consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra’.
Completó María su peregrinar por esta tierra y es consuelo para nosotros que aun seguimos haciendo ese camino de peregrinos y hoy la contemplamos en ese final de su peregrinación así glorificada y así con ella nos gozamos y felicitamos. Podíamos contemplar y meditar ese peregrinar de María que nos ayude y estimule en nuestro duro peregrinar. ¿No fue también duro el peregrinar de María? Pero ella lo hizo con gozo y esperanza llevada por las alas de la fe y del amor. Fijémonos. Ya veremos como ella en todo momento siempre está abierta a Dios.
En el evangelio hoy hemos escuchado que María se puso en camino. El ángel le había anunciado las maravillas que Dios estaba haciendo en ella que se consideraba a si misma la humilde esclava del Señor. Inundada y poseída por el Espíritu Santo su hijo sería el Hijo del Altísimo, le había anunciado el ángel en Nazaret. Y ¿qué hace María? Ponerse en camino. ‘María se puso en camino y fue aprisa a la montaña’, nos dice el evangelista.
Parece que su meta primera es la montaña de Judea para servir a su prima Isabel que la necesitaría en su maternidad. Pero su camino no se quedó ahí. Hoy la contemplamos subir a la montaña alta de Dios, que no era solo el Tabor del anuncio de la resurrección, sino a la glorificación definitiva y en plenitud con el Señor. Pero fijémonos que María siempre está en camino; primero serían, como hemos mencionado, las montañas de Judea, pero sería el camino de Belén no fácil para una madre a plena gestación y a punto de su alumbramiento y que se vería rodeada de pobreza y soledad, porque solo la cuna de un establo podía dar por cuna a su hijo recién nacido; circunstancias la de Belén que nos hablan de caminos de soledad y pobreza de tantos en el camino de la vida.
En camino como un emigrante desplazado o perseguido va la Sagrada Familia a Egipto para preservar la vida de su hijo recién nacido; en camino la veremos volver a Nazaret o subir a Jerusalén por la pascua con tantas circunstancias que rodean su vida con situaciones semejantes a las que seguimos viviendo los hombres de nuestro tiempo; ¿no podríamos contemplar aquí tantas situaciones y circunstancias semejantes con que nos vamos encontrando también en tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo?
Luego será el camino de María siguiendo a Jesús, pues aunque los evangelios poco nos dicen de María al lado de Jesús en su predicación y vida pública, como le sucede a toda madre, nunca estaría lejos de su Hijo y algunas veces se hará notar su presencia como en Caná con sus ojos abiertos a la necesidad y al servicio, o cuando su presencia servirá para que Jesús nos enseñe a escuchar la Palabra de Dios y plantarla en nuestro corazón como lo hizo siempre María, la que ‘iba guardando todo en su corazón’, como repite varias veces el evangelio en la infancia de Jesús.
 La veremos luego haciendo camino de Pascua, al encuentro de Jesús en la calle de la amargura o de pie firme ante la cruz de Jesús en lo alto del Calvario. ‘Mirad y ved si hay un dolor semejante a mi dolor’, podría decirnos María con el profeta cuando está asumiendo en su propia carne, en su propio corazón todo el misterio pascual de Jesús, en su pasión, muerte y resurrección. Casi mejor quedarnos en silencio sin decir mucho más.
María será la que luego camine con la Iglesia naciente en actitud de oración que nunca es actitud pasiva sino de búsqueda de caminos cuando la vemos con los apóstoles reunidos en el Cenáculo en la espera de Pentecostés. Pero será luego el camino permanente que María seguirá haciendo con la Iglesia a través de los siglos, con nosotros sus hijos, aquellos que Jesús le confió desde la cruz.
Hoy la contemplamos y celebramos en el final de su peregrinación cuando es glorificada en su Asunción al cielo, pero como bien recordábamos lo que luego vamos a expresar en el prefacio ella, ‘figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, es también consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra’.
Sí, la contemplamos en su camino, en su peregrinar que es nuestro mismo camino y peregrinación porque a ella la vemos en situaciones y circunstancias, como decíamos, bien semejantes a las que nosotros seguimos viviendo hoy. En ella contemplamos nuestra misma pobreza y nuestros mismos sufrimientos; cómo podríamos ver retratados en su corazón, reflejados en su corazón de madre todos los sufrimientos de sus hijos. No hay dolor en nuestro corazón que no podamos contemplar en el corazón lleno de amor de María.
Pero la contemplamos la mujer fuerte, la mujer de fe firme y templada en mil adversidades y contratiempos, la mujer de un corazón profundamente lleno de amor, la mujer de un espíritu abierto y siempre dispuesto a servir, a hacer el bien, a buscar solución a los problemas, la mujer orante y abierta siempre a Dios en quien encuentra siempre su fortaleza, la mujer llena e inundada del Espíritu divino.
Es para nosotros, sí, consuelo, estímulo, esperanza, porque además la sentimos a nuestro lado. Es la madre que Jesús quiso darnos desde la cruz cuando quiso ponernos a todos nosotros en su corazón de madre. Nos sentimos amados, nos sentimos muy cerquita de su corazón, como se sienten los hijos junto a su madre, y aunque hoy la contemplamos y celebramos en su glorificación en el cielo, sabemos que ella sigue estando a nuestro lado, sigue alcanzándonos la gracia y la fuerza del Señor.
Como decía la liturgia en su antífona al comienzo de la celebración ‘alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de la Virgen María; de su Asunción se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios’. En su Asunción nos alegramos nosotros porque en ella vemos el camino abierto, si somos capaces de seguir sus pasos, para alcanzar también nosotros esa glorificación en el cielo.

Nos sentimos elevados, impulsados a lo alto, que ‘aspirando siempre a las realidades divinas, como decíamos en la oración, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo… que nuestros corazones, abrazados en tu amor, vivan siempre orientados a Dios… y por la intercesión de la Virgen Madre, que ha subido a los cielos, lleguemos a la gloria de la resurrección’.

miércoles, 14 de agosto de 2013

En el nombre del amor buscamos mutuamente lo bueno y nos ayudamos a conseguirlo

Deut. 34, 1-12; Sal. 65; Mt. 18, 15-20
Toda la vida del cristiano, como toda la vida de la Iglesia ha de estar informada por el amor. Sin el amor, y un amor al estilo de Jesús, ni tendríamos derecho a llamarnos cristianos, ni la Iglesia sería Iglesia. Es el distintivo que Jesús quiso que tuviera nuestra vida. Pero, como bien sabemos, no es amor de teoría, sino un amor que envuelve y da sentido a toda nuestra vida, a lo que hacemos y a lo que vivimos, a nuestra manera de pensar y a nuestra manera de actuar. Es el amor el que tiene que brillar, y de qué manera, en las relaciones de los hermanos, en nuestras mutuas relaciones.
Hoy Jesús en el evangelio nos habla de un aspecto en el que se ha de manifestar ese amor, el de la corrección fraterna. Cuando nos queremos de verdad no podemos permitir, aun con todo el respeto que le tenemos a la persona y a sus decisiones, que el mal se introduzca en nuestra vida. De ahí que tiene que surgir ese deseo tan hermoso de que el hermano que va errado en la vida reconduzca su camino, vuelva por las sendas del bien.
Sin embargo, reconocemos que es un tema muy delicado. Claro que delicado tiene que ser siempre nuestro amor. Aquí podríamos recordar aquella descripción tan bonita que nos hace del amor san Pablo en la carta a los Corintios. Recordamos que nos decía que ‘el amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia; no es grosero ni egoísta… que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta…’
Nos cuesta hacer esa corrección fraterna, porque comenzamos por aquello otro que nos dice Jesús también en el evangelio. Antes que fijarte en la paja del ojo de tu hermano, trata de reconocer la viga que tienes en el tuyo. Por eso no vamos nunca presumiendo de buenos, sino siempre con la mayor humildad; no vamos avasallando al hermano porque haya cometido un error ni desde la violencia, sino que nos acercamos a él con delicadeza, con paciencia, con mucha capacidad de comprensión, creyendo siempre en la persona y en su capacidad de regenerarse.
Es por eso los pasos que nos señala Jesús de ir a solas con él primero que nada, nunca como el que se siente superior o seguro de si mismo, sino con mucho cariño y con mucha humildad; si no conseguimos que nos haga caso, nos podemos valer luego de alguien, pero que sea de mucha confianza y tenga también mucha capacidad de delicadeza. Nos cuesta, nos llenamos de miedo desde nuestras propias debilidades, pero hemos de saber poner todo nuestro amor en juego, que siempre con amor nos podemos ganar el corazón de los demás. Y creo además que siempre hemos de saber ir invocando primero la fuerza y la gracia del Señor, la asistencia del Espíritu Santo para tan delicada labor.
Pero sepamos también con humildad y mucho amor aceptar la corrección que nos haga el hermano. Pensemos que quien nos corrige nos ama, porque se preocupa de nosotros y querrá siempre nuestro bien. Sintamos gozo en el corazón porque haya hermanos que nos quieran así y busquen nuestro bien. Démosle gracias al Señor porque haya hermanos que así nos quieran. Bajémonos de ese caballo del orgullo en el que podemos fácilmente subirnos para no querer reconocer nuestros errores. A aquellos que así se preocupan por mí debería de quererlos más.
Finalmente fijémonos en otro aspecto que nos señala Jesús hoy en el evangelio. El sentido y el valor de la oración en común. ‘Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’.

Qué importante que nos sintamos unidos por el amor; que importante y qué valor grande tiene nuestra oración comunitaria, porque nos asegura que Jesús está en medio de nosotros; qué importante que nos sintamos en comunión, será la forma como manifestemos ante el mundo que Cristo está en medio nuestro. ‘Allí estoy yo en medio de ellos’, nos dice Jesús. Por nuestro amor y nuestra comunión hagamos presente a Jesús en medio del mundo para que el mundo crea.

martes, 13 de agosto de 2013

Una pregunta que le hacen a Jesús que nos viene bien a nosotros

Deut. 31, 1-8, Sal.: Deut. 32, 3-12; Mt. 18, 1-5.10.12-14
‘¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?’ Una pregunta que le hacen a Jesús y que comprendemos en medio de las ambiciones humanas que anidan en el corazón del hombre y que afloran tantas veces en nuestros deseos y sentimientos.
Quizá nosotros nos atreveríamos con gran osadía a juzgar a los discípulos y hasta nos atreveríamos a recordarles cómo tantas veces Jesús a lo largo del evangelio les iba enseñando cuáles eran las verdaderas grandezas y cómo había que purificar que purificar el corazón de esos deseos por cuanto el camino del discípulo de Jesús ha de ir por otros derroteros y estilos.
Y digo que sería una osadía por nuestra parte, porque en el fondo en nosotros afloran también muchas veces esos deseos y ambiciones. Pensemos en lo que sigue sucediendo hoy en el mundo en que vivimos y de lo que fácilmente nosotros podemos contagiarnos. Cosas que suceden en todos los ámbitos de nuestra vida social, y cuidado no nos suceda también entre nosotros los cristianos y en la Iglesia.
Los que son fuertes y arrolladores parecen ser los que dominan; en todos los ámbitos de la vida social contemplamos esa carrera por el poder, por estar por encima, por el prestigio, por la acaparamiento ambiciosa de bienes porque así pensamos que tenemos más poder o tenemos todas las cosas resueltas, por las grandezas humanas, y como los que son débiles los vamos dejando a un lado, los que nos parecen menos capacitados los arrinconamos en la vida y así no se cuantas cosas más. Surgen orgullos y violencias, aparecen los traspiés que nos echamos unos a otros y nos creamos un mundo de discriminaciones, de injusticias, de falsedad e hipocresía porque si no tenemos poder al menos queremos aparentarlo.
No juzguemos la pregunta de los discípulos, sino tratemos nosotros de aprender la lección que Jesús quiere darnos. ¿Qué respuesta da Jesús? Ya lo hemos escuchado. Pone en medio de ellos un niño. ‘Os digo, que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos’.
Es el camino de los pequeños, de los sencillos; es el camino de la mansedumbre y la humildad; es el camino donde quitamos toda malicia y vamos siempre con corazón puro de malas intenciones y liberado de ambiciones llenas de orgullo. ‘Si no os volvéis como niños…’ nos dice el Señor. Es la sencillez de los niños que irradian bondad, inspiran confianza.
Pero nos dice más. No es solo hacerse como niños sino también saber acoger a un niño. ‘El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí’. Dice mucho esto de saber acoger a un niño. No se trata solo de acoger a un niño, que eran en verdad poco valorados en aquel tiempo, sino que viene a significar como hemos de saber acoger a los pequeños, a los sencillos, a los que nos parece que no valen, a los que podamos considerar ignorantes, débiles o desamparados.
‘Cuidado, nos dice, con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de Dios’. Cuidado, tenemos que plantearnos, porque hacemos tantas discriminaciones en la vida, miramos por encima del hombro a los que nos parecen menores o prescindimos fácilmente de los que no nos caen bien. Podíamos unir esto que nos dice Jesús aquí con lo que nos dirá en otro lugar. ‘Todo lo que hicisteis con uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis’.
Termina proponiéndonos la parábola de la oveja perdida y aquí nos la trae san Mateo no por la misericordia de Jesús que busca al pecador que se ha alejado de la casa del Padre, que por supuesto no descartamos, sino desde el sentido de buscar y acoger al más pequeño o al que vemos más indefenso y perdido en la vida.

Muchas preguntas quizá nos provoca en lo hondo de nosotros mismos este texto del evangelio sobre las actitudes con que vamos por la vida y por la acogida y valoración que somos capaces de hacer de los demás sean quienes sean. Es un estilo bien distinto el que nos plantea Jesús que no terminamos de asumir los que nos decimos sus seguidores. Por eso, como decíamos al principio, siguen aflorando tantos orgullos y ambiciones en nuestro corazón. Qué distinta sería nuestra vida y qué distintas serían nuestras mutuas relaciones si escucháramos de verdad este evangelio de Jesús. 

lunes, 12 de agosto de 2013

Que sirvas al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma

Deut. 10, 12-22; Sal. 147; Mt. 17, 21-26
En la primera lectura hemos venido escuchando últimamente texto del Antiguo Testamento, y en concreto del Pentateuco. Es llamado también el libro de la Ley, la Torá, y se compone de los primeros cinco libros del Antiguo Testamento, Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En ellos está contenida la ley mosaica, después que en el Éxodo se nos haya trasmitido como Dios le dio la ley de los diez mandamientos en lo Alto del Sinaí y se realizó la Alianza.
De ellos hemos venido escuchando diversos pasajes y hoy en concreto hemos escuchado del Deuteronomio, que lo hubiéramos escuchado en los últimos días de la semana pasada, si no hubieran sido las fiestas especiales que tuvimos con lecturas propias. En concreto en el correspondiente al sábado escuchábamos lo que era el primer y principal mandamiento de la ley del Señor, el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Un texto que cada judío se sabia de memoria y repetía muchas veces al día como una oración y que nos trasmite Jesús cuando vienen los letrados a preguntarle cual es el mandamiento principal de la ley del Señor.
El Deuteronomio está presentado como si fueran grandes discursos de Moisés en los que fuera recordando al pueblo a su entrada en la tierra prometida lo que era la ley del Señor que habían de cumplir. Hoy insiste en lo mismo invitando al temor del Señor, a seguir sus caminos y amarle. ‘Que sirvas al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, y los mandatos que yo te mando hoy para tu bien’.  Fijémonos en lo hermoso que nos dice, todo el mandamiento del Señor es para nuestro bien, lo que busca siempre es el bien y la felicidad del hombre.
Les da un motivo precioso. Es el Señor de cielo y tierra, ‘con todo, solo de vuestros padres se enamoró el Señor, los amó y de su descendencia os escogió a vosotros entre todos los pueblos, como sucede hoy’. El Señor se enamoró de su pueblo y lo escogió para que fuera su pueblo. No nos falta nunca el amor del Señor a pesar de que no siempre le respondemos como tendríamos que responder.
Nos recuerda lo que vamos a escuchar en el evangelio de san Juan: ‘tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo unigénito…’ Así es el amor del Señor, se enamora de nosotros porque nos quiere; no hacen falta más motivos, es el amor gratuito del Señor por su pueblo, por nosotros. Nosotros tenemos la gran prueba en Jesús que se dio y se entregó por nosotros.
Pero eso ha de tener sus consecuencias en nosotros, la conversión del corazón al Señor. ‘Circuncidad vuestros corazones, no endurezcáis vuestra cerviz…’ Es nuestro corazón el que tenemos que purificar y transformar para que lo llenemos de amor y así amemos como ama el Señor. No podemos endurecer nuestro corazón, hemos de vivir siempre abiertos al amor del Señor.
El Señor que ‘ama el huérfano y a la viuda, ama al forastero, dándole pan y vestido’ es nuestro modelo, es nuestra razón y nuestro motivo. Así tenemos nosotros que amar, así todos tienen que caber en nuestro corazón. Nadie puede ser excluido, pero aquellos que son los más pobres y dependientes tendrán que ser nuestros preferidos como lo son del Señor.

Y nos invita a vivir unidos al Señor, ‘te pegarás a El’ nos dice, porque esa fe que tenemos en el Señor es nuestro orgullo y nuestra grandeza. Y es que Dios ha hecho proezas, ha hecho maravillas a favor de su pueblo. Así tenemos que reconocer cuantas maravillas realiza el Señor por nosotros, porque nos ama; cómo nos cuida y nos proteja, como siempre es esa luz que nos guía y en El encontramos esa fortaleza. El Señor es nuestra alegría y nuestra paz.

domingo, 11 de agosto de 2013

Confianza, esperanza, vigilancia… unas actitudes que favorecen la intensidad de la vida cristiana

Sab. 18, 6-9; Sal. 32; Hb. 11, 1-2.8-19; Lc. 12, 32-48
La virtud de la esperanza ha de estar jalonando continuamente la vida del cristiano. No solo como una esperanza que nos abre a la trascendencia y al futuro, que no solo nos pueda hacer pensar en la plenitud de la vida eterna sino como necesaria en el día a día en el que vamos construyendo nuestra vida cristiana. Es un camino que se nos puede hacer costoso por muchas razones y nos podemos ver zarandeados por mil peligros y tentaciones y esa virtud nos sostiene y nos fortalece para ayudarnos a ese convencimiento de que sí es posible vivir esa vida cristiana a pesar de todas las dificultades.
De entrada sintamos en nuestro corazón esa palabra de Jesús que hemos escuchado ya desde el principio del evangelio proclamado. ‘No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino’. Muchas veces a lo largo del evangelio escuchamos esta palabra ‘no temas’, cuando las dudas nos asaltan, cuando los miedos parecen paralizarnos, cuando nos podamos sentir desorientados y sin saber qué camino tomar, o cuando tenemos que enfrentarnos a grandes decisiones. Palabra del ángel a María en Nazaret y a los pastores en Belén; palabra de Jesús resucitado a las mujeres que habían ido al sepulcro o a los discípulos encerrados en el cenáculo, y así en distintos momentos. Una palabra de ánimo, de confianza, de esperanza.
Ahora nos dice Jesús ‘no temas… porque el Padre ha tenido a bien daros el Reino’, porque es posible, sí, realizar el Reino de Dios en nuestra vida; es un don de Dios y la gracia nos acompaña para realizarlo y nos llena de fortaleza. Como cuando les anuncia Jesús dificultades y problemas, persecuciones y tribunales les dirá también ‘no temáis’ porque el Espíritu estará con nosotros y pondrá palabras para nuestra defensa y para el testimonio que hemos de dar.
Esa palabra y ese anuncio de Jesús de que el Padre nos ha dado el Reino nos llena de esa esperanza en nuestro camino y en nuestra lucha. Una esperanza que no es pasiva, para dejar que las cosas pasen y lleguen por sí mismas, sino que nos pone en alerta y vigilancia. ‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas’. No se ciñe la cintura para ir al descanso, sino cuando se está dispuesto a salir, a emprender camino o a realizar un trabajo. Es la actitud vigilante que hemos de tener.
Por eso nos habla también de las lámparas encendidas. Con la lámpara encendida estamos esperando y tenemos la certeza de la pronta llegada. Es una señal de nuestra espera y de nuestra vigilancia; es la luz que como faro alumbra el camino y nos señala a donde ir o lo que hay que evitar. Son los peligros que afrontamos en la vida; son las dificultades para vivir nuestra vida cristiana amenazados como estamos con tantas tentaciones que quieren desorientar nuestro camino o arrastrarnos por distintos senderos. Hay una luz que nos ilumina. Encendida ha de estar la lámpara de nuestra fe que nos da sentido y nos hace caminar el verdadero camino de la plenitud.
Nos pone ejemplos Jesús, a la manera de pequeñas parábolas, para hablarnos del sentido y del estilo de esa vigilancia; como el centinela que está en su puesto de vigía o como el criado que espera que llegue su señor y ha de abrirle la puerta; como el que está vigilante para que no lo asalte el ladrón y se preocupa de tener las cosas a buen recaudo impidiendo todo lo que pudiera facilitar el acceso del que viene a robar; como el que es el administrador y tiene que ser fiel en su administración y tratar las cosas con toda responsabilidad de la que un día ha de dar cuenta.’Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá’, terminará diciéndonos hoy Jesús.
En la tarea de la construcción de nuestra vida cristiana, que en fin de cuentas es la respuesta que hemos de dar con nuestra vida a todo ese misterio de amor en que el Señor nos ha ofrecido su salvación, nos es necesaria esa esperanza de la que venimos hablando y esa vigilancia. Por supuesto, cuando tenemos la experiencia de ese encuentro vivo con el Señor y con la salvación que nos ofrece, nuestro primer impulso es de fervor y entusiasmo. Queremos responder, queremos ser fieles, queremos darle a nuestra vida todo ese sentido de amor que aprendemos de Jesús y de su evangelio.
Pero bien sabemos que cuando se va prolongando esa respuesta y ya no es la tarea de un día o de un momento, sino que es algo que continuamente hemos de ir viviendo, nos aparecen las tentaciones de los cansancios que nos hacen perder el ritmo, de las rutinas que nos ahogan, de las cosas que nos distraen de aquí y de allá atrayéndonos por otros caminos y nuestro fervor se puede enfriar y la frialdad se nos puede meter en el alma y es entonces cuando tenemos que cuidar mucho esa actitud de vigilancia con que continuamente hemos de estar.
Nos cuesta; muchas veces no nos es fácil; aparece de nuevo el pecado muchas veces en nuestra vida que nos enfría el Espíritu. Tenemos que tener esperanza que es confianza también en la ayuda de la gracia del Señor para fortalecernos de verdad en nuestro camino. Fuerte puede ser el tentador, pero más fuerte es la gracia del Señor. Hemos de saber aprovecharla, no echarla en saco roto.
La segunda lectura, en la carta a los Hebreos, se nos ha hablado de la fe que da seguridad y certeza a nuestra vida. ‘Por su fe, son recordados los antiguos’, nos dice y nos recuerda a Abrahán y a Sara. Dios hacía promesas a Abrahán de una descendencia numerosa y parecía que aquello no se realizaba nunca, no se podía realizar. Pero Abrahán confió; confió cuando se dejó llevar por la palabra del Señor que le llamaba y se puso en camino ‘sin saber a donde iba’, que dice el autor sagrado. Confió cuando incluso Dios le pedía el sacrificio de su propio hijo, el hijo que era de la promesa, en quien habían de cumplirse todas las promesas. Sabía El que su Dios era un Dios de vida y tenía poder para llenarlo de vida para siempre.
Es la fe que nosotros queremos poner también en el Señor. Tras la experiencia de Jesús podríamos decir que tenemos más razones para que creer que el mismo Abrahán, porque en Jesús sabemos que está Dios con nosotros, es Dios con nosotros (Emmanuel), pero además es la prueba suprema del amor que Dios nos tiene cuando ha muerto por nosotros para que tengamos vida.
Es la fe que nos impulsa y nos da todos los motivos para confiar en el Señor, pero la que nos impulsa al amor, porque nuestra respuesta será siempre una respuesta de amor. Es la que impulsa nuestro corazón a la generosidad y al compartir porque nuestro verdadero tesoro no está en las bolsas de cosas o bienes que guardemos aquí en este mundo, en esta tierra, sino que cuando vivimos así desprendidos el tesoro lo tenemos bien guardado en el cielo. ‘Un tesoro inagotable’, nos señala Jesús.

‘No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino’. No tememos, tenemos confianza, tenemos esperanza, estamos vigilantes. El Señor llega a nuestra vida y queremos en verdad abrirle nuestro corazón.