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lunes, 12 de agosto de 2013

Que sirvas al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma

Deut. 10, 12-22; Sal. 147; Mt. 17, 21-26
En la primera lectura hemos venido escuchando últimamente texto del Antiguo Testamento, y en concreto del Pentateuco. Es llamado también el libro de la Ley, la Torá, y se compone de los primeros cinco libros del Antiguo Testamento, Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En ellos está contenida la ley mosaica, después que en el Éxodo se nos haya trasmitido como Dios le dio la ley de los diez mandamientos en lo Alto del Sinaí y se realizó la Alianza.
De ellos hemos venido escuchando diversos pasajes y hoy en concreto hemos escuchado del Deuteronomio, que lo hubiéramos escuchado en los últimos días de la semana pasada, si no hubieran sido las fiestas especiales que tuvimos con lecturas propias. En concreto en el correspondiente al sábado escuchábamos lo que era el primer y principal mandamiento de la ley del Señor, el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Un texto que cada judío se sabia de memoria y repetía muchas veces al día como una oración y que nos trasmite Jesús cuando vienen los letrados a preguntarle cual es el mandamiento principal de la ley del Señor.
El Deuteronomio está presentado como si fueran grandes discursos de Moisés en los que fuera recordando al pueblo a su entrada en la tierra prometida lo que era la ley del Señor que habían de cumplir. Hoy insiste en lo mismo invitando al temor del Señor, a seguir sus caminos y amarle. ‘Que sirvas al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, y los mandatos que yo te mando hoy para tu bien’.  Fijémonos en lo hermoso que nos dice, todo el mandamiento del Señor es para nuestro bien, lo que busca siempre es el bien y la felicidad del hombre.
Les da un motivo precioso. Es el Señor de cielo y tierra, ‘con todo, solo de vuestros padres se enamoró el Señor, los amó y de su descendencia os escogió a vosotros entre todos los pueblos, como sucede hoy’. El Señor se enamoró de su pueblo y lo escogió para que fuera su pueblo. No nos falta nunca el amor del Señor a pesar de que no siempre le respondemos como tendríamos que responder.
Nos recuerda lo que vamos a escuchar en el evangelio de san Juan: ‘tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo unigénito…’ Así es el amor del Señor, se enamora de nosotros porque nos quiere; no hacen falta más motivos, es el amor gratuito del Señor por su pueblo, por nosotros. Nosotros tenemos la gran prueba en Jesús que se dio y se entregó por nosotros.
Pero eso ha de tener sus consecuencias en nosotros, la conversión del corazón al Señor. ‘Circuncidad vuestros corazones, no endurezcáis vuestra cerviz…’ Es nuestro corazón el que tenemos que purificar y transformar para que lo llenemos de amor y así amemos como ama el Señor. No podemos endurecer nuestro corazón, hemos de vivir siempre abiertos al amor del Señor.
El Señor que ‘ama el huérfano y a la viuda, ama al forastero, dándole pan y vestido’ es nuestro modelo, es nuestra razón y nuestro motivo. Así tenemos nosotros que amar, así todos tienen que caber en nuestro corazón. Nadie puede ser excluido, pero aquellos que son los más pobres y dependientes tendrán que ser nuestros preferidos como lo son del Señor.

Y nos invita a vivir unidos al Señor, ‘te pegarás a El’ nos dice, porque esa fe que tenemos en el Señor es nuestro orgullo y nuestra grandeza. Y es que Dios ha hecho proezas, ha hecho maravillas a favor de su pueblo. Así tenemos que reconocer cuantas maravillas realiza el Señor por nosotros, porque nos ama; cómo nos cuida y nos proteja, como siempre es esa luz que nos guía y en El encontramos esa fortaleza. El Señor es nuestra alegría y nuestra paz.

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