Confianza, esperanza, vigilancia… unas actitudes que favorecen la intensidad de la vida cristiana
Sab. 18, 6-9; Sal. 32; Hb. 11, 1-2.8-19; Lc. 12, 32-48
La virtud de la esperanza ha de estar jalonando
continuamente la vida del cristiano. No solo como una esperanza que nos abre a
la trascendencia y al futuro, que no solo nos pueda hacer pensar en la plenitud
de la vida eterna sino como necesaria en el día a día en el que vamos
construyendo nuestra vida cristiana. Es un camino que se nos puede hacer
costoso por muchas razones y nos podemos ver zarandeados por mil peligros y
tentaciones y esa virtud nos sostiene y nos fortalece para ayudarnos a ese
convencimiento de que sí es posible vivir esa vida cristiana a pesar de todas
las dificultades.
De entrada sintamos en nuestro corazón esa palabra de
Jesús que hemos escuchado ya desde el principio del evangelio proclamado. ‘No temas, pequeño rebaño, porque vuestro
Padre ha tenido a bien daros el Reino’. Muchas veces a lo largo del
evangelio escuchamos esta palabra ‘no
temas’, cuando las dudas nos asaltan, cuando los miedos parecen
paralizarnos, cuando nos podamos sentir desorientados y sin saber qué camino
tomar, o cuando tenemos que enfrentarnos a grandes decisiones. Palabra del
ángel a María en Nazaret y a los pastores en Belén; palabra de Jesús resucitado
a las mujeres que habían ido al sepulcro o a los discípulos encerrados en el
cenáculo, y así en distintos momentos. Una palabra de ánimo, de confianza, de
esperanza.
Ahora nos dice Jesús ‘no temas… porque el Padre ha tenido a bien daros el Reino’, porque
es posible, sí, realizar el Reino de Dios en nuestra vida; es un don de Dios y
la gracia nos acompaña para realizarlo y nos llena de fortaleza. Como cuando
les anuncia Jesús dificultades y problemas, persecuciones y tribunales les dirá
también ‘no temáis’ porque el
Espíritu estará con nosotros y pondrá palabras para nuestra defensa y para el
testimonio que hemos de dar.
Esa palabra y ese anuncio de Jesús de que el Padre nos
ha dado el Reino nos llena de esa esperanza en nuestro camino y en nuestra
lucha. Una esperanza que no es pasiva, para dejar que las cosas pasen y lleguen
por sí mismas, sino que nos pone en alerta y vigilancia. ‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas’. No se ciñe la
cintura para ir al descanso, sino cuando se está dispuesto a salir, a emprender
camino o a realizar un trabajo. Es la actitud vigilante que hemos de tener.
Por eso nos habla también de las lámparas encendidas.
Con la lámpara encendida estamos esperando y tenemos la certeza de la pronta
llegada. Es una señal de nuestra espera y de nuestra vigilancia; es la luz que
como faro alumbra el camino y nos señala a donde ir o lo que hay que evitar.
Son los peligros que afrontamos en la vida; son las dificultades para vivir
nuestra vida cristiana amenazados como estamos con tantas tentaciones que
quieren desorientar nuestro camino o arrastrarnos por distintos senderos. Hay
una luz que nos ilumina. Encendida ha de estar la lámpara de nuestra fe que nos
da sentido y nos hace caminar el verdadero camino de la plenitud.
Nos pone ejemplos Jesús, a la manera de pequeñas
parábolas, para hablarnos del sentido y del estilo de esa vigilancia; como el
centinela que está en su puesto de vigía o como el criado que espera que llegue
su señor y ha de abrirle la puerta; como el que está vigilante para que no lo
asalte el ladrón y se preocupa de tener las cosas a buen recaudo impidiendo
todo lo que pudiera facilitar el acceso del que viene a robar; como el que es
el administrador y tiene que ser fiel en su administración y tratar las cosas
con toda responsabilidad de la que un día ha de dar cuenta.’Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le
confió, más se le exigirá’, terminará diciéndonos hoy Jesús.
En la tarea de la construcción de nuestra vida
cristiana, que en fin de cuentas es la respuesta que hemos de dar con nuestra
vida a todo ese misterio de amor en que el Señor nos ha ofrecido su salvación, nos
es necesaria esa esperanza de la que venimos hablando y esa vigilancia. Por
supuesto, cuando tenemos la experiencia de ese encuentro vivo con el Señor y
con la salvación que nos ofrece, nuestro primer impulso es de fervor y
entusiasmo. Queremos responder, queremos ser fieles, queremos darle a nuestra
vida todo ese sentido de amor que aprendemos de Jesús y de su evangelio.
Pero bien sabemos que cuando se va prolongando esa
respuesta y ya no es la tarea de un día o de un momento, sino que es algo que
continuamente hemos de ir viviendo, nos aparecen las tentaciones de los cansancios
que nos hacen perder el ritmo, de las rutinas que nos ahogan, de las cosas que
nos distraen de aquí y de allá atrayéndonos por otros caminos y nuestro fervor
se puede enfriar y la frialdad se nos puede meter en el alma y es entonces
cuando tenemos que cuidar mucho esa actitud de vigilancia con que continuamente
hemos de estar.
Nos cuesta; muchas veces no nos es fácil; aparece de
nuevo el pecado muchas veces en nuestra vida que nos enfría el Espíritu.
Tenemos que tener esperanza que es confianza también en la ayuda de la gracia
del Señor para fortalecernos de verdad en nuestro camino. Fuerte puede ser el
tentador, pero más fuerte es la gracia del Señor. Hemos de saber aprovecharla,
no echarla en saco roto.
La segunda lectura, en la carta a los Hebreos, se nos
ha hablado de la fe que da seguridad y certeza a nuestra vida. ‘Por su fe, son recordados los antiguos’,
nos dice y nos recuerda a Abrahán y a Sara. Dios hacía promesas a Abrahán de
una descendencia numerosa y parecía que aquello no se realizaba nunca, no se
podía realizar. Pero Abrahán confió; confió cuando se dejó llevar por la
palabra del Señor que le llamaba y se puso en camino ‘sin saber a donde iba’, que dice el autor sagrado. Confió cuando
incluso Dios le pedía el sacrificio de su propio hijo, el hijo que era de la
promesa, en quien habían de cumplirse todas las promesas. Sabía El que su Dios
era un Dios de vida y tenía poder para llenarlo de vida para siempre.
Es la fe que nosotros queremos poner también en el
Señor. Tras la experiencia de Jesús podríamos decir que tenemos más razones
para que creer que el mismo Abrahán, porque en Jesús sabemos que está Dios con
nosotros, es Dios con nosotros (Emmanuel), pero además es la prueba suprema del
amor que Dios nos tiene cuando ha muerto por nosotros para que tengamos vida.
Es la fe que nos impulsa y nos da todos los motivos para
confiar en el Señor, pero la que nos impulsa al amor, porque nuestra respuesta
será siempre una respuesta de amor. Es la que impulsa nuestro corazón a la
generosidad y al compartir porque nuestro verdadero tesoro no está en las
bolsas de cosas o bienes que guardemos aquí en este mundo, en esta tierra, sino
que cuando vivimos así desprendidos el tesoro lo tenemos bien guardado en el
cielo. ‘Un tesoro inagotable’, nos
señala Jesús.
‘No temas, pequeño
rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino’. No tememos, tenemos confianza,
tenemos esperanza, estamos vigilantes. El Señor llega a nuestra vida y queremos
en verdad abrirle nuestro corazón.
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