Ef. 4, 7-16
Sal. 121
Lc. 13, 1-9
‘A cada uno se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo’. No nos faltará nunca la gracia del Señor. No nos faltará y siempre en medida sobreabundante. La medida de Cristo. Y ya sabemos de su generosidad. ‘Se os dará una medida generosa, colmada, rebosante...’ nos dice Jesús en el Evangelio.
Cualquiera que sea nuestra situación, nuestros problemas y nuestras luchas, la misión que se nos haya encomendado o la responsabilidad que hayamos asumido en la vida, nunca nos faltará la gracia del Señor. Bien sabemos lo que Pablo pedía al Señor, verse liberado de aquel aguijón que tenía como clavado en las entrañas de su alma – no sabemos exactamente cuál sería el problema, la tentación o el mal que le aquejaba – y el Señor le respondía: ‘Te basta mi gracia’. Nos lo cuenta él en sus cartas.
No nos faltará esa gracia que necesitamos para ese crecimiento en la fe y en la vida cristiana, como hemos venido reflexionando en estos días. Esas virtudes y valores que nos pedía ayer el apóstol para responder a esa vocación a la que habíamos sido convocados, humildad, amabilidad, comprensión, aceptación mutua y respetuosa, amor, unidad... ‘hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud’. Es la meta a alcanzar y para ello no nos faltará su gracia.
No siempre fácil, porque nos vemos zarandeados por las tentaciones. Pero tenemos la fortaleza del Señor ‘para que ya no seamos como niños, sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina...’ Por eso, como hemos escuchado en el Evangelio hemos de buscar la manera de dar fruto. Nos ha hablado Jesús del hombre que viene a buscar fruto a su higuera, quiere cortarla porque no da fruto, pero el viñador le ruega: ‘Déjala todavía... yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto’. Es la paciencia de Dios que siempre está esperando nuestro fruto y nos acompaña con su gracia. Es la respuesta de conversión que nosotros hemos de dar. ‘Os digo que si no os convertís, todos pereceréis lo mismo’, que dice Jesús en referencia a aquellos sucesos acaecidos en Jerusalén a los que hace referencia el Evangelio de hoy.
Nos ayuda a ello, y es una gracia del Señor, el sentirnos unidos en comunión los unos con los otros. La santidad de cada uno ayuda a la santidad de los demás. El apóstol nos hace la comparación con el cuerpo que tiene muchos miembros, pero que cada uno tiene su función. Cristo es la Cabeza y nosotros somos los miembros y como nos dice: ‘el cuerpo bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento de todo el cuerpo, para la construcción de sí mismo en el amor’.
Así mutuamente nos ayudamos. Porque como nos dice ‘a unos a constituido, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo’.
Cada uno tenemos nuestro lugar, nuestra función, nuestro ministerio y nuestro servicio. Y no son sólo los que tienen una vocación a un servicio especial, sino que cada uno en ese lugar que ocupa en la vida, que es también llamada y vocación si lo miramos con fe; será los padres en la familia en su función de cada al hogar y los hijos, o será el que desempeña un trabajo, sea cual sea; sea el que desempeña una función pública de servicio a la comunidad, o sea cualquiera que aunque por sus años ya no desempeñe un trabajo especial, sin embargo todos con nuestra vida estamos contribuyendo a ese crecimiento del cuerpo, que es la Iglesia.
Pensemos cómo con nuestra santidad personal estamos haciendo crecer la santidad de la Iglesia. Y para ello no nos faltará nunca la gracia del Señor. para que así en todas las cosas siempre podamos dar gloria al Señor.
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sábado, 25 de octubre de 2008
Gracia para llegar a la medida de Cristo en su plenitud
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viernes, 24 de octubre de 2008
Andad como pide la vocación a la que habéis sido convocados
Ef. 3, 14-21
Sal. 32
Lc. 12, 54-59
Ayer pedía san Pablo un crecimiento en la fe y en la vida cristiana. Hoy nos dice más cosas concretas, porque esa fe y esa vida cristiana tiene que traducirse en unas actitudes nuevas, en un estilo de vida distinto, una nueva manera de vivir.
Nos dice el apóstol que andemos como pide la vocación a la que hemos sido convocados. Y nos lo repite dos veces. ‘Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados... como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados’, repite.
¿Cuál es esa vocación y cuál es esa meta? Convocados, tenemos que decir, a ser Asamblea santa. ¿Sabéis lo que significa la palabra Iglesia? Los que han sido convocados a la asamblea, la asamblea convocada. Y nosotros somos Iglesia. Nos ha convocado, nos ha llamado el Señor a una vida nueva y a una salvación que El nos ofrece.
Esa es nuestra meta. Esa es nuestra esperanza. Esa es nuestra vocación. Esa es, entonces, nuestra nueva manera de vivir. Por eso decimos que los cristianos tenemos que vivir en comunión los unos con los otros, vivir en comunidad.
Por eso nos habla de humildad, de amabilidad, de comprensión, de amor y aceptación mutua, de unidad, de paz. ‘Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz’. Todo un programa, un proyecto de vida. Es ese nuevo estilo de nuestro vivir.
Ojalá fuéramos capaces de hacerlo vida en nosotros. El vínculo de la paz. Para saber tratarnos y relacionarnos. Para saber aceptarnos y entendernos – sobrellevarnos no es simplemente aguantarnos, sino aceptanos y respetarnos desde el amor -. Para amarnos de verdad como miembros de una misma comunidad, de una misma familia.
El Evangelio de hoy nos ha hablado precisamente de esa paz que tenemos que saber buscar siempre entre nosotros evitando pleitos y enfrentamientos. Y es que el enfrentamiento siempre producirá una ruptura que luego costará mucho reconstruir. ‘Con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él...’ nos ha dicho Jesús en el Evangelio.
Una razón para ello es la vocación a la que hemos sido llamados, como ya hemos mencionado. Otra razón grande e importante es la unidad de la fe en el misma Señor y Padre, el Bautismo recibido, el Espíritu Santo que nos une. ‘Un solo cuerpo y un solo Espíritu... Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo’. Creemos en el mismo Dios que es nuestro Padre. Nos une la fuerza el Espíritu que es el que crea en nosotros unidad. Y para eso hemos recibido un Bautismo, el mismo Bautismo que nos une a todos para formar todos esa misma y única familia.
Sigamos pidiendo al Señor que nos conceda su Espíritu de amor. Que se derrame sobre nosotros, que invada nuestro corazón.
Sal. 32
Lc. 12, 54-59
Ayer pedía san Pablo un crecimiento en la fe y en la vida cristiana. Hoy nos dice más cosas concretas, porque esa fe y esa vida cristiana tiene que traducirse en unas actitudes nuevas, en un estilo de vida distinto, una nueva manera de vivir.
Nos dice el apóstol que andemos como pide la vocación a la que hemos sido convocados. Y nos lo repite dos veces. ‘Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados... como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados’, repite.
¿Cuál es esa vocación y cuál es esa meta? Convocados, tenemos que decir, a ser Asamblea santa. ¿Sabéis lo que significa la palabra Iglesia? Los que han sido convocados a la asamblea, la asamblea convocada. Y nosotros somos Iglesia. Nos ha convocado, nos ha llamado el Señor a una vida nueva y a una salvación que El nos ofrece.
Esa es nuestra meta. Esa es nuestra esperanza. Esa es nuestra vocación. Esa es, entonces, nuestra nueva manera de vivir. Por eso decimos que los cristianos tenemos que vivir en comunión los unos con los otros, vivir en comunidad.
Por eso nos habla de humildad, de amabilidad, de comprensión, de amor y aceptación mutua, de unidad, de paz. ‘Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz’. Todo un programa, un proyecto de vida. Es ese nuevo estilo de nuestro vivir.
Ojalá fuéramos capaces de hacerlo vida en nosotros. El vínculo de la paz. Para saber tratarnos y relacionarnos. Para saber aceptarnos y entendernos – sobrellevarnos no es simplemente aguantarnos, sino aceptanos y respetarnos desde el amor -. Para amarnos de verdad como miembros de una misma comunidad, de una misma familia.
El Evangelio de hoy nos ha hablado precisamente de esa paz que tenemos que saber buscar siempre entre nosotros evitando pleitos y enfrentamientos. Y es que el enfrentamiento siempre producirá una ruptura que luego costará mucho reconstruir. ‘Con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él...’ nos ha dicho Jesús en el Evangelio.
Una razón para ello es la vocación a la que hemos sido llamados, como ya hemos mencionado. Otra razón grande e importante es la unidad de la fe en el misma Señor y Padre, el Bautismo recibido, el Espíritu Santo que nos une. ‘Un solo cuerpo y un solo Espíritu... Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo’. Creemos en el mismo Dios que es nuestro Padre. Nos une la fuerza el Espíritu que es el que crea en nosotros unidad. Y para eso hemos recibido un Bautismo, el mismo Bautismo que nos une a todos para formar todos esa misma y única familia.
Sigamos pidiendo al Señor que nos conceda su Espíritu de amor. Que se derrame sobre nosotros, que invada nuestro corazón.
jueves, 23 de octubre de 2008
Así llegaréis a vuestra plenitud según la plenitud total de Dios
Ef. 3, 14-21
Sal. 32
Lc. 12, 49-53
Cuando esta mañana era proclamada esta lectura de la carta a los Efesios (3, 14-21), antes de que el lector pudiera decir palabra de Dios para la proclamación final, ya la asamblea de los que estaban participando dijeron todos a una ‘¡Amén!’ ¿Qué había pasado? ¿Se habían equivocado rutinariamente porque pensaban que aquello era la oración litúrgica? En cierto modo, sí, y en cierto modo, no. Me explico, no era la oración litúrgica, pero lo que realmente se había leído era una oración que además tenía una conclusión semejante a la de la oración litúrgica. De ahí esa espontaneidad de la aclamación con el Amén de toda la asamblea.
Efectivamente este texto hoy proclamado es la oración que Pablo hace por la comunidad de Éfeso. ¿Qué es lo que pide? Un crecimiento en la fe y en la vida cristiana. Quizá acostumbrados en nuestras oraciones personales a pedir por cosas concretas, problemas, personas que conocemos, enfermos, difuntos, etc. nos podría parecer extraño que no sea eso lo que se pida, sino ese crecimiento en la fe, como decimos. Y es que es algo que tenemos que saber pedir en nuestra oración.
La fe no es como una marca externa, un pins que nos pongamos como una señal en nuestro exterior. Ya sabemos que la fe es algo que tiene que envolver y marcar hondamente toda nuestra vida. Pero no es algo que se realice de un momento para otro. Por eso, es un camino, un proceso en crecimiento que tiene que haber en nuestra vida. Una respuesta, es cierto, que damos a todo el amor que el Señor nos tiene, pero como todo lo humano esa respuesta será una transformación que paso a paso iremos dando en nuestra vida.
Una respuesta que damos con seguridad y fortaleza. Que hemos de dar con toda seguridad y que hemos de hacerlo con alegría. La alegría de creer, de sentirnos seguros en Aquel de quien nos fiamos, a quien nos confiamos, a quien queremos seguir, por quien queremos hacerlo todo. Una fe proclamada así con toda ese certeza y seguridad frente a las tentaciones y peligros que podamos que ir encontrando.
Una fe que nos hace irnos llenando de Dios día a día. Lo hemos reflexionado muchas veces, como Dios quiere habitar en nosotros y nosotros en Dios. Porque no es ponerlo simplemente a nuestro lado, es meterlo en nuestra vida y nosotros meternos en El, empaparnos de Dios. Porque Dios está con nosotros, en nosotros, y no nos falla nunca.
Una fe que nos irá transformando para que demos frutos. Es lo que nos pide el Señor. Que demos frutos en abundancia. Y esos frutos se ven en el amor. El amor que será entonces nuestra razón de ser, nuestra manera de actuar, lo que vaya haciendo resplandecer nuestra vida.
Así, al unirnos a Cristo, llenanos de su vida, dejarnos inundar por su amor, iremos configurando nuestra personalidad cristiana. Porque ya entonces seremos distintos. Algo nos diferencia en esa fe y en ese amor. Nos hemos configurado con Cristo y nuestro vivir es el vivir a Cristo, es Cristo que vive en mí.
Nos sentiremos felices. Nos sentiremos llevados a la plenitud de nuestro ser. Porque la fe nunca nos anula, sino todo lo contrario, nos eleva, nos hace más grandes, nos da mayor plenitud, nos inunda de felicidad porque nos veremos realizados totalmente en una vida nueva. Como dice el Apóstol ‘así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.
Es la oración que Pablo ha hecho por la comunidad de Éfeso. Recordémosla y entendámoslo ahora tras esta explicación. ‘Os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento... comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.
Que esta sea también nuestra oración para ese crecimiento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Para que así nos sintamos transformados. Para que así lleguemos a esa plenitud de nuestro ser en Dios. Para que así también podamos glorificar al Señor. ‘A El la gloria de la Iglesia y de Cristo Jesús por todas las generaciones, de edad en edad. Amén’.
Sal. 32
Lc. 12, 49-53
Cuando esta mañana era proclamada esta lectura de la carta a los Efesios (3, 14-21), antes de que el lector pudiera decir palabra de Dios para la proclamación final, ya la asamblea de los que estaban participando dijeron todos a una ‘¡Amén!’ ¿Qué había pasado? ¿Se habían equivocado rutinariamente porque pensaban que aquello era la oración litúrgica? En cierto modo, sí, y en cierto modo, no. Me explico, no era la oración litúrgica, pero lo que realmente se había leído era una oración que además tenía una conclusión semejante a la de la oración litúrgica. De ahí esa espontaneidad de la aclamación con el Amén de toda la asamblea.
Efectivamente este texto hoy proclamado es la oración que Pablo hace por la comunidad de Éfeso. ¿Qué es lo que pide? Un crecimiento en la fe y en la vida cristiana. Quizá acostumbrados en nuestras oraciones personales a pedir por cosas concretas, problemas, personas que conocemos, enfermos, difuntos, etc. nos podría parecer extraño que no sea eso lo que se pida, sino ese crecimiento en la fe, como decimos. Y es que es algo que tenemos que saber pedir en nuestra oración.
La fe no es como una marca externa, un pins que nos pongamos como una señal en nuestro exterior. Ya sabemos que la fe es algo que tiene que envolver y marcar hondamente toda nuestra vida. Pero no es algo que se realice de un momento para otro. Por eso, es un camino, un proceso en crecimiento que tiene que haber en nuestra vida. Una respuesta, es cierto, que damos a todo el amor que el Señor nos tiene, pero como todo lo humano esa respuesta será una transformación que paso a paso iremos dando en nuestra vida.
Una respuesta que damos con seguridad y fortaleza. Que hemos de dar con toda seguridad y que hemos de hacerlo con alegría. La alegría de creer, de sentirnos seguros en Aquel de quien nos fiamos, a quien nos confiamos, a quien queremos seguir, por quien queremos hacerlo todo. Una fe proclamada así con toda ese certeza y seguridad frente a las tentaciones y peligros que podamos que ir encontrando.
Una fe que nos hace irnos llenando de Dios día a día. Lo hemos reflexionado muchas veces, como Dios quiere habitar en nosotros y nosotros en Dios. Porque no es ponerlo simplemente a nuestro lado, es meterlo en nuestra vida y nosotros meternos en El, empaparnos de Dios. Porque Dios está con nosotros, en nosotros, y no nos falla nunca.
Una fe que nos irá transformando para que demos frutos. Es lo que nos pide el Señor. Que demos frutos en abundancia. Y esos frutos se ven en el amor. El amor que será entonces nuestra razón de ser, nuestra manera de actuar, lo que vaya haciendo resplandecer nuestra vida.
Así, al unirnos a Cristo, llenanos de su vida, dejarnos inundar por su amor, iremos configurando nuestra personalidad cristiana. Porque ya entonces seremos distintos. Algo nos diferencia en esa fe y en ese amor. Nos hemos configurado con Cristo y nuestro vivir es el vivir a Cristo, es Cristo que vive en mí.
Nos sentiremos felices. Nos sentiremos llevados a la plenitud de nuestro ser. Porque la fe nunca nos anula, sino todo lo contrario, nos eleva, nos hace más grandes, nos da mayor plenitud, nos inunda de felicidad porque nos veremos realizados totalmente en una vida nueva. Como dice el Apóstol ‘así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.
Es la oración que Pablo ha hecho por la comunidad de Éfeso. Recordémosla y entendámoslo ahora tras esta explicación. ‘Os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento... comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.
Que esta sea también nuestra oración para ese crecimiento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Para que así nos sintamos transformados. Para que así lleguemos a esa plenitud de nuestro ser en Dios. Para que así también podamos glorificar al Señor. ‘A El la gloria de la Iglesia y de Cristo Jesús por todas las generaciones, de edad en edad. Amén’.
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miércoles, 22 de octubre de 2008
Vigilancia, responsabilidad, atención, servicio
Vigilancia, responsabilidad, atención, servicio
Ef. 3, 2-12
Salmo: Is 12, 2-6
Lc. 12. 39-48
‘Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación’, hemos dicho con el salmo responsorial. ¿Dónde encontramos esa fuente de Salvación? Tenemos que decir que en Cristo. El es la fuente de la Sabiduría, la fuente de la vida, la fuente de la salvación. ‘Anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo’, decía san Pablo en la carta a los Efesios.
‘Misterio de Cristo... que ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas’. Misterio de Cristo que no sólo nos revela el misterio de Dios, sino que nos revela también el misterio del hombre, el sentido del hombre, lo que tiene que ser la vida del hombre.
Ante la escucha del Evangelio que hoy nos ha sido proclamado quizá tendríamos que preguntarnos. ¿En qué sentido nos tomamos la vida? De diferentes maneras en el Evangelio y en distintos momentos Jesús nos habla de la responsabilidad y de la seriedad con que hemos de tomarnos la vida. Nos propone por ejemplo la parábola de los talentos que tantas veces hemos escuchado y reflexionado del que se fue de viaje y dejó diferentes talentos a sus empleados para que los negociaran y sacaran rendimiento; o la parábola que hemos escuchado hace pocos domingos del viñador que tras preparar su viña la confió a unos labradores para que la trabajaran.
En el evangelio escuchado ayer y hoy nos habla del servidor que espera la vuelta de su amo a casa: ‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle, apenas venga y llame’. O nos habla del dueño de casa vigilante para que el ladrón no le entre a robar: ‘Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete’. O del administrador fiel y solícito que ha de cuidar de los bienes de su amo y del cuidado de sus cosas: ‘¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?’ Y nos advierte: ‘Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre’.
Vigilancia, responsabilidad, atención, servicio. Es un don que Dios ha puesto en nuestras manos a nuestro cuidado. Con responsabilidad hemos de aceptar ese don que Dios nos ha dado, que es nuestra vida con todos los talentos y cualidades que le acompañan. Vigilancia para no perder ese don, para no dañarlo. Atentos y responsables para el desarrollo de todos esos talentos, de todas esas cualidades de las que Dios me dotó. Atentos porque además no es un don sólo para nosotros mismos, sino que tiene que redundar también en beneficio de los demás, de ese mundo y de esa sociedad en la que vivimos, porque nunca podemos vivir encerrados en nosotros mismos.
Ese don de la vida que no sólo es nuestra vida humana, sino que también es esa vida divina de la gracia que nos regaló desde nuestro Bautismo gracias a la muerte de Jesucristo. Y ¡cómo hemos de cuidar esa vida de gracia! ¡Cómo hemos de protegerla, porque como nos dice san Pedro en sus cartas, el maligno, como león rugiente, está rondando para hacernos perecer!
Hoy termina diciéndonos Jesús en el Evangelio: ‘Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá’. Vigilancia, pues, responsabilidad, atención, servicio. Y siempre dando gracias a Dios por cuánto nos ha dado.
Ef. 3, 2-12
Salmo: Is 12, 2-6
Lc. 12. 39-48
‘Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación’, hemos dicho con el salmo responsorial. ¿Dónde encontramos esa fuente de Salvación? Tenemos que decir que en Cristo. El es la fuente de la Sabiduría, la fuente de la vida, la fuente de la salvación. ‘Anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo’, decía san Pablo en la carta a los Efesios.
‘Misterio de Cristo... que ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas’. Misterio de Cristo que no sólo nos revela el misterio de Dios, sino que nos revela también el misterio del hombre, el sentido del hombre, lo que tiene que ser la vida del hombre.
Ante la escucha del Evangelio que hoy nos ha sido proclamado quizá tendríamos que preguntarnos. ¿En qué sentido nos tomamos la vida? De diferentes maneras en el Evangelio y en distintos momentos Jesús nos habla de la responsabilidad y de la seriedad con que hemos de tomarnos la vida. Nos propone por ejemplo la parábola de los talentos que tantas veces hemos escuchado y reflexionado del que se fue de viaje y dejó diferentes talentos a sus empleados para que los negociaran y sacaran rendimiento; o la parábola que hemos escuchado hace pocos domingos del viñador que tras preparar su viña la confió a unos labradores para que la trabajaran.
En el evangelio escuchado ayer y hoy nos habla del servidor que espera la vuelta de su amo a casa: ‘Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle, apenas venga y llame’. O nos habla del dueño de casa vigilante para que el ladrón no le entre a robar: ‘Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete’. O del administrador fiel y solícito que ha de cuidar de los bienes de su amo y del cuidado de sus cosas: ‘¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?’ Y nos advierte: ‘Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre’.
Vigilancia, responsabilidad, atención, servicio. Es un don que Dios ha puesto en nuestras manos a nuestro cuidado. Con responsabilidad hemos de aceptar ese don que Dios nos ha dado, que es nuestra vida con todos los talentos y cualidades que le acompañan. Vigilancia para no perder ese don, para no dañarlo. Atentos y responsables para el desarrollo de todos esos talentos, de todas esas cualidades de las que Dios me dotó. Atentos porque además no es un don sólo para nosotros mismos, sino que tiene que redundar también en beneficio de los demás, de ese mundo y de esa sociedad en la que vivimos, porque nunca podemos vivir encerrados en nosotros mismos.
Ese don de la vida que no sólo es nuestra vida humana, sino que también es esa vida divina de la gracia que nos regaló desde nuestro Bautismo gracias a la muerte de Jesucristo. Y ¡cómo hemos de cuidar esa vida de gracia! ¡Cómo hemos de protegerla, porque como nos dice san Pedro en sus cartas, el maligno, como león rugiente, está rondando para hacernos perecer!
Hoy termina diciéndonos Jesús en el Evangelio: ‘Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá’. Vigilancia, pues, responsabilidad, atención, servicio. Y siempre dando gracias a Dios por cuánto nos ha dado.
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martes, 21 de octubre de 2008
Ciudadanos del nuevo pueblo de Dios y templo consagrado al Señor
Ef. 2, 12-22
Sal. 84
Lc. 12, 35-38
La carta que san Pablo dirige a los cristianos de Efeso que estamos ahora leyendo de forma continuada es una carta en la que habla a unos cristianos provenientes en su mayoría de la gentilidad aunque también los hay procedentes del judaísmo. Lo comprobemos perfectamente en lo que hoy escuchamos. ‘Erais extranjeros a la ciudadanía de Israel y ajenos a las instituciones portadoras de la promesa’.
Y ahí está ahora el mensaje central que nos quiere trasmitir el apóstol. Por la fe en Jesús ahora todos formamos un solo pueblo. La sangre de Cristo nos ha unido ‘derribando con su cuerpo el muro que los separaba’. ¿Qué es lo que los ha unido para formar un solo pueblo, un solo cuerpo? La cruz de Cristo, su sangre derramada.
Ahora nos viene a decir todos los que creen en Jesús son un hombre nuevo. ‘Cristo es nuestra paz’. Cristo nos ha venido a reconciliar, ‘para crear en él un solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en él, al odio’.
Por supuesto que todo esto que estamos reflexionando con el texto de la Carta a los Efesios nos vale para todos, nos vale para esa vida nueva que todos los que creemos en Jesús tenemos que vivir. Por una parte es un nuevo estilo de vivir el que nosotros hemos de tener. Cristo vino para desterrar el odio de nuestra vida, para llenarnos del amor. No podemos retroceder de nuevo al hombre viejo del odio y del pecado cuando Cristo nos ha redimido y nos ha reconciliado.
Tenemos que ser ya el hombre nuevo del amor. ¿Por qué entonces seguir permitiendo que tantas veces nuestro corazón siga lleno de rencores y de envidias, de orgullos y de violencias? Esto tiene que ya estar desterrado para siempre de nuestra vida. Cristo ‘vino y trajo la noticia de la paz’, la paz para todos.
Pero sigue diciéndonos cosas hermosas el apóstol. Hay una nueva ciudadanía en nosotros, una nueva dignidad, una nueva forma de mirarnos los unos a los otros, una nueva forma de acercarnos al Señor. ‘Unos y otros podemos acercanos al Padre con un mismo Espíritu’, nos dice. ‘Sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios’. Un nuevo pueblo ha nacido con Cristo y somos ciudadanos de ese pueblo. Ya no somos ni extranjeros ni forasteros. No somos unos extraños los unos para los otros porque formamos parte del mismo pueblo, de la misma comunidad.
Una nueva familia se ha formado a partir de la sangre derramada de Cristo a la que entramos a formar parte desde nuestro bautismo. Somos miembros de la familia de Dios. Recordamos ‘¿quiénes son mi madre y mis hermanos y mi familia?... los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’. Somos nosotros ya esa familia desde el Bautismo. Escuchemos esa Palabra y llevémosla a la vida.
Pero algo más nos dice. Somos edificio de Dios. Edificio fundamentado ‘en el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular’. Cristo es ya el centro de nuestra vida. Unidos a El formamos todos ese edificio que es templo y que es morada de Dios. ‘Por El todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por El también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios por el Espíritu’.
Recordemos nuestro bautismo. Recordemos la unción bautismal que nos ha consagrado para ser esa morada de Dios, para ser ese templo del Espíritu. Con nuestros cuerpos, con toda nuestra vida hemos, pues, de ofrecer un sacrificio agradable al Señor. Toda nuestra vida se hace ofrenda, se hace sacrificio unido al de Cristo, se hace acción de gracias, se hace alabanza para la gloria del Señor.
Es hermoso el mensaje. ¿Somos conscientes de ello? ¿Lo vivimos?
Sal. 84
Lc. 12, 35-38
La carta que san Pablo dirige a los cristianos de Efeso que estamos ahora leyendo de forma continuada es una carta en la que habla a unos cristianos provenientes en su mayoría de la gentilidad aunque también los hay procedentes del judaísmo. Lo comprobemos perfectamente en lo que hoy escuchamos. ‘Erais extranjeros a la ciudadanía de Israel y ajenos a las instituciones portadoras de la promesa’.
Y ahí está ahora el mensaje central que nos quiere trasmitir el apóstol. Por la fe en Jesús ahora todos formamos un solo pueblo. La sangre de Cristo nos ha unido ‘derribando con su cuerpo el muro que los separaba’. ¿Qué es lo que los ha unido para formar un solo pueblo, un solo cuerpo? La cruz de Cristo, su sangre derramada.
Ahora nos viene a decir todos los que creen en Jesús son un hombre nuevo. ‘Cristo es nuestra paz’. Cristo nos ha venido a reconciliar, ‘para crear en él un solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en él, al odio’.
Por supuesto que todo esto que estamos reflexionando con el texto de la Carta a los Efesios nos vale para todos, nos vale para esa vida nueva que todos los que creemos en Jesús tenemos que vivir. Por una parte es un nuevo estilo de vivir el que nosotros hemos de tener. Cristo vino para desterrar el odio de nuestra vida, para llenarnos del amor. No podemos retroceder de nuevo al hombre viejo del odio y del pecado cuando Cristo nos ha redimido y nos ha reconciliado.
Tenemos que ser ya el hombre nuevo del amor. ¿Por qué entonces seguir permitiendo que tantas veces nuestro corazón siga lleno de rencores y de envidias, de orgullos y de violencias? Esto tiene que ya estar desterrado para siempre de nuestra vida. Cristo ‘vino y trajo la noticia de la paz’, la paz para todos.
Pero sigue diciéndonos cosas hermosas el apóstol. Hay una nueva ciudadanía en nosotros, una nueva dignidad, una nueva forma de mirarnos los unos a los otros, una nueva forma de acercarnos al Señor. ‘Unos y otros podemos acercanos al Padre con un mismo Espíritu’, nos dice. ‘Sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios’. Un nuevo pueblo ha nacido con Cristo y somos ciudadanos de ese pueblo. Ya no somos ni extranjeros ni forasteros. No somos unos extraños los unos para los otros porque formamos parte del mismo pueblo, de la misma comunidad.
Una nueva familia se ha formado a partir de la sangre derramada de Cristo a la que entramos a formar parte desde nuestro bautismo. Somos miembros de la familia de Dios. Recordamos ‘¿quiénes son mi madre y mis hermanos y mi familia?... los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’. Somos nosotros ya esa familia desde el Bautismo. Escuchemos esa Palabra y llevémosla a la vida.
Pero algo más nos dice. Somos edificio de Dios. Edificio fundamentado ‘en el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular’. Cristo es ya el centro de nuestra vida. Unidos a El formamos todos ese edificio que es templo y que es morada de Dios. ‘Por El todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por El también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios por el Espíritu’.
Recordemos nuestro bautismo. Recordemos la unción bautismal que nos ha consagrado para ser esa morada de Dios, para ser ese templo del Espíritu. Con nuestros cuerpos, con toda nuestra vida hemos, pues, de ofrecer un sacrificio agradable al Señor. Toda nuestra vida se hace ofrenda, se hace sacrificio unido al de Cristo, se hace acción de gracias, se hace alabanza para la gloria del Señor.
Es hermoso el mensaje. ¿Somos conscientes de ello? ¿Lo vivimos?
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lunes, 20 de octubre de 2008
La verdadera riqueza de nuestra vida
Ef. 2, 1-16
Sal. 99
Lc. 12, 13-21
‘Así es el que amasa riquezas para sí y no es rico para Dios’. Es la conclusión de la parábola que Jesús propuso. Y ante ello quizá hemos de preguntarnos ¿cuál es la riqueza verdadera que yo busco y por la que yo me afano?
Ya sabemos el evangelio. Alguien que se acerca a Jesús pidiendo que medio en un pleito familiar de herencias. La respuesta de Jesús. ‘Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Y es entonces cuando les propone la parábola que escuchamos en el evangelio del hombre que ante una gran cosecha, agranda sus bodegas y graneros piense que ya tiene para vivir y disfrutar, pero esa misma noche muere. ‘Lo que has acumulado ¿de quién será?'
Por eso la pregunta que nos hacíamos al principio. Porque es la tentación fácil que todos podemos tener. Si yo fuera rico... si me sacara la lotería... si tuviera suerte... y nos prometemos tantas cosas que haríamos si tuviéramos ese dinero. Andamos agobiados en la vida. Es cierto que tenemos unas necesidades y merecemos todos una vida digna. Pudiera ser que tuviéramos graves problemas por obras que emprendamos o por necesidades en las que nos veamos envueltos. Pero, ¿merece la pena perder la paz? ¿No habrá algo más que pueda en verdad llenar mi vida? ¿No tendremos quizá un cierto apego en nuestro corazón a los bienes o riquezas materiales olvidándonos de algo más importante?
Por eso tendríamos que preocuparnos por procurar la verdadera riqueza de la persona. Que no está en las cosas, que está en lo que realmente somos. Vivimos demasiado envueltos en esa cultura del tener, pero que descubrir que lo verdaderamente importa es el ser. Hay otros valores más importantes. Lo que verdaderamente hará rica a nuestra persona y es lo que tenemos que cultivar. Unos valores de la persona, unos valores espirituales.
Amor, responsabilidad, generosidad, libertad, sensatez, respeto, comprensión y perdón, paz en el espíritu, amor a la justicia, sinceridad y verdad... podríamos hacer una hermosa lista. Es lo que verdaderamente tenemos que cultivar. Es lo que nos dará profundidad a nuestra vida. Cultivemos nuestro espíritu y tengamos una espiritualidad. Y no olvidemos la presencia de Dios en nuestra vida, la fe y nuestra relación con Dios. Valores del espíritu que nos trascienden, que nos hacen mirar más allá, más alto, con más profundidad.
San Pablo en la carta a los efesios que hemos escuchado en la primera lectura nos habla de ‘Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó... así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús...’ La riqueza del amor de Dios, de sentirnos amados de Dios. Algo que nos eleva y que nos da un sentido nuevo. Algo que nos llena de la alegría y de la satisfacción más honda.
Y cuando vivimos todo eso nuestra vida se siente verdaderamente llena y henchida, porque nos sentimos llenos de Dios. Y es Dios el que nos da las satisfacciones más hondas, más permanentes. Es en Dios donde encontramos la fuerza, el motor para vivir todos esos valores. Será el que nos haga mirar entonces esos bienes materiales que necesitamos poseer para cubrir esas nuestras necesidades de un modo distinto. Ya no se nos apegará el corazón a lo material. Por eso es importante lo que decíamos de ese cultivo de una espiritualidad.
Recordemos que Jesús llama en el evangelio dichosos a los pobres en el espíritu, mientras previene a los ricos que amasan riquezas de que esos apegos del corazón lo que hacen es arrastrarnos cada vez más abajo en la vida. ‘A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos’, cantaba María en el Magnificat. Si llevamos los bolsillos de la vida llenos del peso de las cosas materiales no tendremos la agilidad suficiente para nuestro caminar con libertad, mientras si los llevamos repletos de valores del espíritu volaremos en las alas de la generosidad y del amor.
Sal. 99
Lc. 12, 13-21
‘Así es el que amasa riquezas para sí y no es rico para Dios’. Es la conclusión de la parábola que Jesús propuso. Y ante ello quizá hemos de preguntarnos ¿cuál es la riqueza verdadera que yo busco y por la que yo me afano?
Ya sabemos el evangelio. Alguien que se acerca a Jesús pidiendo que medio en un pleito familiar de herencias. La respuesta de Jesús. ‘Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Y es entonces cuando les propone la parábola que escuchamos en el evangelio del hombre que ante una gran cosecha, agranda sus bodegas y graneros piense que ya tiene para vivir y disfrutar, pero esa misma noche muere. ‘Lo que has acumulado ¿de quién será?'
Por eso la pregunta que nos hacíamos al principio. Porque es la tentación fácil que todos podemos tener. Si yo fuera rico... si me sacara la lotería... si tuviera suerte... y nos prometemos tantas cosas que haríamos si tuviéramos ese dinero. Andamos agobiados en la vida. Es cierto que tenemos unas necesidades y merecemos todos una vida digna. Pudiera ser que tuviéramos graves problemas por obras que emprendamos o por necesidades en las que nos veamos envueltos. Pero, ¿merece la pena perder la paz? ¿No habrá algo más que pueda en verdad llenar mi vida? ¿No tendremos quizá un cierto apego en nuestro corazón a los bienes o riquezas materiales olvidándonos de algo más importante?
Por eso tendríamos que preocuparnos por procurar la verdadera riqueza de la persona. Que no está en las cosas, que está en lo que realmente somos. Vivimos demasiado envueltos en esa cultura del tener, pero que descubrir que lo verdaderamente importa es el ser. Hay otros valores más importantes. Lo que verdaderamente hará rica a nuestra persona y es lo que tenemos que cultivar. Unos valores de la persona, unos valores espirituales.
Amor, responsabilidad, generosidad, libertad, sensatez, respeto, comprensión y perdón, paz en el espíritu, amor a la justicia, sinceridad y verdad... podríamos hacer una hermosa lista. Es lo que verdaderamente tenemos que cultivar. Es lo que nos dará profundidad a nuestra vida. Cultivemos nuestro espíritu y tengamos una espiritualidad. Y no olvidemos la presencia de Dios en nuestra vida, la fe y nuestra relación con Dios. Valores del espíritu que nos trascienden, que nos hacen mirar más allá, más alto, con más profundidad.
San Pablo en la carta a los efesios que hemos escuchado en la primera lectura nos habla de ‘Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó... así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús...’ La riqueza del amor de Dios, de sentirnos amados de Dios. Algo que nos eleva y que nos da un sentido nuevo. Algo que nos llena de la alegría y de la satisfacción más honda.
Y cuando vivimos todo eso nuestra vida se siente verdaderamente llena y henchida, porque nos sentimos llenos de Dios. Y es Dios el que nos da las satisfacciones más hondas, más permanentes. Es en Dios donde encontramos la fuerza, el motor para vivir todos esos valores. Será el que nos haga mirar entonces esos bienes materiales que necesitamos poseer para cubrir esas nuestras necesidades de un modo distinto. Ya no se nos apegará el corazón a lo material. Por eso es importante lo que decíamos de ese cultivo de una espiritualidad.
Recordemos que Jesús llama en el evangelio dichosos a los pobres en el espíritu, mientras previene a los ricos que amasan riquezas de que esos apegos del corazón lo que hacen es arrastrarnos cada vez más abajo en la vida. ‘A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos’, cantaba María en el Magnificat. Si llevamos los bolsillos de la vida llenos del peso de las cosas materiales no tendremos la agilidad suficiente para nuestro caminar con libertad, mientras si los llevamos repletos de valores del espíritu volaremos en las alas de la generosidad y del amor.
domingo, 19 de octubre de 2008
Constructores solidarios de un mundo mejor
Is. 45, 1.4-6; Sal. 95; 1Ts. 1, 1-5; Mt. 22, 15-21
Algunas veces parece que nos sentimos confundidos al ver los derroteros por los que camina nuestra sociedad y nuestro mundo. Hay quizá muchas cosas que no nos gustan o que desearíamos que fueran de otra manera, pero tenemos el peligro de que el árbol no nos deje ver el bosque. Porque quizá lo más llamativo que podamos tener delante no nos agrada, eso nos puede hacer pensar que todo lo que sucede en nuestra sociedad es de la misma característica. No somos capaces, o nos cegamos de tal manera, que no vemos tantas cosas buenas que, a pesar de todo, pueda haber en nuestra sociedad, o en las otras personas.
Creo que la Palabra de Dios de este domingo pueda darnos luz en estas situaciones y nos pueda llevar también a un compromiso muy concreto con la sociedad en la que vivimos arrancando precisamente desde nuestra fe. La primera lectura nos ha hablado de Ciro, rey de Persia. Un rey pagano que en nada se acercaba en su fe a Yavé, el Dios de Israel. Pero Dios se vale de él para que los judíos alcancen la liberación de la cautividad que tantos años les había tenido lejos de su tierra y puedan volver a su patria y reconstruir el templo y la ciudad de Jerusalén. Vemos incluso que el profeta le llama el ‘Ungido del Señor..., a quien lleva de la mano, le llama por su nombre y le da un título, auque no me conocías’, que le dice.
Se convierte en un instrumento de Dios para liberación de los judíos. Así se vale el Señor de todo lo bueno y lo justo que pueda haber en las personas de buena voluntad y que actúan con rectitud. En ellas, aunque no lo sepan, también se dan tantas veces semillas del Reino de Dios. Gentes generosas que podemos tener a nuestro lado y que son para nosotros y para los demás mediaciones del amor de Dios.
El evangelio también es luz que nos ilumina. Como hemos escuchado los fariseos y los herodianos se pusieron de acuerdo para comprometer a Jesús. Van con buenas palabras hasta Jesús, aunque Jesús les desenmascara. ‘Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea...’ Son palabras, es cierto, que nos están definiendo la rectitud de Jesús en su actuar y en lo que nos dice. Actitudes que bien tenemos que aprender para nosotros.
El planteamiento que le hacen es sobre el impuesto que han de pagar al César. Ya conocemos la respuesta de Jesús. ‘¿De quién son esta cara y esta inscripción?... Del Cesar... Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. Una respuesta llena de sabiduría. Pero ¿significará eso que hay contraposición entre la sociedad civil y el Reino de Dios que Jesús nos anuncia?
Vivimos en este mundo y en medio de esta sociedad. Y ahí precisamente tenemos que ser constructores también de la convivencia y de la armonía entre todos, de la justicia, del orden social y de la paz de nuestra sociedad y de nuestro mundo. Tenemos que decir que no está reñida esa contribución que hemos de hacer a nuestra sociedad en todo lo que sea bueno y justo con nuestra fe en Dios y nuestra condición de cristianos. Sino más bien tenemos que considerar todo lo contrario, es una exigencia del compromiso de nuestra fe.
Tenemos que aprender a valorar todo lo que es bueno y es justo, la contribución que toda persona hace a la paz y a la convivencia, al desarrollo y al bienestar de nuestra sociedad y de todas las personas por encima de que sus creencias coincidan o no con las nuestras. Hemos de reconocer que hoy las contrapuestas ideologías partidistas nos hacen pensar muchas veces que todo lo que hace el otro que no piensa como nosotros, siempre es malo. Y creo que es un fuerte error y me atrevo a decir muchas veces da la impresión de una falta de madurez en nuestros razonamientos y apreciaciones cuando pensamos así.
No es una mezcolanza ni sincretismo innecesario sino valoración de todo lo bueno que pueda haber en los demás. Nos creemos muchas veces redentores tan insustituibles que pensamos que sólo nosotros sabemos hacer las cosas bien. Y eso pasa en muchas situaciones de la vida, y nos sucede a veces también en los mismos grupos de Iglesia.
No dejaremos a un lado, ni tenemos por qué ocultarlos sino todo lo contrario, nuestra fe, nuestros principios morales, el sentido de nuestra vida, sino que precisamente manifestándonos como somos desde nuestra fe podemos y tenemos que hacer la mejor contribución. Y es que nuestra sociedad necesita cristianos comprometidos que sean verdaderamente testigos. Cristianos como aquellos que alababa san Pablo de la comunidad de Tesalónica: ‘Recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor’. Nos lo está recordando continuamente el Papa en sus mensajes.
Cuando este domingo estamos celebrando el Domund, el domingo de las misiones, y recordamos y celebramos ese compromiso que tenemos de ser misioneros, de propagar nuestra fe, este puede ser un primer paso que demos en nuestro compromiso misionero.
Al hablar de las misiones, nuestro pensamiento se va a lo que podríamos llamar las avanzadillas de la Iglesia, los llamados países de misión donde por primera vez se ha de anunciar el Evangelio. Claro que tenemos que pensar en ello y poner toda nuestra contribución y compromiso para que el Evangelio sea anunciado en todas partes.
Pero es que no todos estamos llamados a ir a esos llamados países o lugares de misión, pero todos sí tenemos que ser misioneros, y tenemos que serlo en nuestros ambientes concretos, en esa sociedad concreta, que está ahí a nuestro lado, o en la que estamos viviendo, donde se necesita también ese testimonio de nuestra fe.
Y lo podemos hacer y lo tenemos que hacer, aprendiendo a valorar también todo lo bueno que hay en los demás y que hay en nuestra sociedad, además de poner nuestra contribución concreta para que nuestra sociedad sea cada vez más concorde con ese Reino de Dios que nos anuncia e instaura Jesús.
Algunas veces parece que nos sentimos confundidos al ver los derroteros por los que camina nuestra sociedad y nuestro mundo. Hay quizá muchas cosas que no nos gustan o que desearíamos que fueran de otra manera, pero tenemos el peligro de que el árbol no nos deje ver el bosque. Porque quizá lo más llamativo que podamos tener delante no nos agrada, eso nos puede hacer pensar que todo lo que sucede en nuestra sociedad es de la misma característica. No somos capaces, o nos cegamos de tal manera, que no vemos tantas cosas buenas que, a pesar de todo, pueda haber en nuestra sociedad, o en las otras personas.
Creo que la Palabra de Dios de este domingo pueda darnos luz en estas situaciones y nos pueda llevar también a un compromiso muy concreto con la sociedad en la que vivimos arrancando precisamente desde nuestra fe. La primera lectura nos ha hablado de Ciro, rey de Persia. Un rey pagano que en nada se acercaba en su fe a Yavé, el Dios de Israel. Pero Dios se vale de él para que los judíos alcancen la liberación de la cautividad que tantos años les había tenido lejos de su tierra y puedan volver a su patria y reconstruir el templo y la ciudad de Jerusalén. Vemos incluso que el profeta le llama el ‘Ungido del Señor..., a quien lleva de la mano, le llama por su nombre y le da un título, auque no me conocías’, que le dice.
Se convierte en un instrumento de Dios para liberación de los judíos. Así se vale el Señor de todo lo bueno y lo justo que pueda haber en las personas de buena voluntad y que actúan con rectitud. En ellas, aunque no lo sepan, también se dan tantas veces semillas del Reino de Dios. Gentes generosas que podemos tener a nuestro lado y que son para nosotros y para los demás mediaciones del amor de Dios.
El evangelio también es luz que nos ilumina. Como hemos escuchado los fariseos y los herodianos se pusieron de acuerdo para comprometer a Jesús. Van con buenas palabras hasta Jesús, aunque Jesús les desenmascara. ‘Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea...’ Son palabras, es cierto, que nos están definiendo la rectitud de Jesús en su actuar y en lo que nos dice. Actitudes que bien tenemos que aprender para nosotros.
El planteamiento que le hacen es sobre el impuesto que han de pagar al César. Ya conocemos la respuesta de Jesús. ‘¿De quién son esta cara y esta inscripción?... Del Cesar... Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. Una respuesta llena de sabiduría. Pero ¿significará eso que hay contraposición entre la sociedad civil y el Reino de Dios que Jesús nos anuncia?
Vivimos en este mundo y en medio de esta sociedad. Y ahí precisamente tenemos que ser constructores también de la convivencia y de la armonía entre todos, de la justicia, del orden social y de la paz de nuestra sociedad y de nuestro mundo. Tenemos que decir que no está reñida esa contribución que hemos de hacer a nuestra sociedad en todo lo que sea bueno y justo con nuestra fe en Dios y nuestra condición de cristianos. Sino más bien tenemos que considerar todo lo contrario, es una exigencia del compromiso de nuestra fe.
Tenemos que aprender a valorar todo lo que es bueno y es justo, la contribución que toda persona hace a la paz y a la convivencia, al desarrollo y al bienestar de nuestra sociedad y de todas las personas por encima de que sus creencias coincidan o no con las nuestras. Hemos de reconocer que hoy las contrapuestas ideologías partidistas nos hacen pensar muchas veces que todo lo que hace el otro que no piensa como nosotros, siempre es malo. Y creo que es un fuerte error y me atrevo a decir muchas veces da la impresión de una falta de madurez en nuestros razonamientos y apreciaciones cuando pensamos así.
No es una mezcolanza ni sincretismo innecesario sino valoración de todo lo bueno que pueda haber en los demás. Nos creemos muchas veces redentores tan insustituibles que pensamos que sólo nosotros sabemos hacer las cosas bien. Y eso pasa en muchas situaciones de la vida, y nos sucede a veces también en los mismos grupos de Iglesia.
No dejaremos a un lado, ni tenemos por qué ocultarlos sino todo lo contrario, nuestra fe, nuestros principios morales, el sentido de nuestra vida, sino que precisamente manifestándonos como somos desde nuestra fe podemos y tenemos que hacer la mejor contribución. Y es que nuestra sociedad necesita cristianos comprometidos que sean verdaderamente testigos. Cristianos como aquellos que alababa san Pablo de la comunidad de Tesalónica: ‘Recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor’. Nos lo está recordando continuamente el Papa en sus mensajes.
Cuando este domingo estamos celebrando el Domund, el domingo de las misiones, y recordamos y celebramos ese compromiso que tenemos de ser misioneros, de propagar nuestra fe, este puede ser un primer paso que demos en nuestro compromiso misionero.
Al hablar de las misiones, nuestro pensamiento se va a lo que podríamos llamar las avanzadillas de la Iglesia, los llamados países de misión donde por primera vez se ha de anunciar el Evangelio. Claro que tenemos que pensar en ello y poner toda nuestra contribución y compromiso para que el Evangelio sea anunciado en todas partes.
Pero es que no todos estamos llamados a ir a esos llamados países o lugares de misión, pero todos sí tenemos que ser misioneros, y tenemos que serlo en nuestros ambientes concretos, en esa sociedad concreta, que está ahí a nuestro lado, o en la que estamos viviendo, donde se necesita también ese testimonio de nuestra fe.
Y lo podemos hacer y lo tenemos que hacer, aprendiendo a valorar también todo lo bueno que hay en los demás y que hay en nuestra sociedad, además de poner nuestra contribución concreta para que nuestra sociedad sea cada vez más concorde con ese Reino de Dios que nos anuncia e instaura Jesús.
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