Ef. 4, 7-16
Sal. 121
Lc. 13, 1-9
‘A cada uno se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo’. No nos faltará nunca la gracia del Señor. No nos faltará y siempre en medida sobreabundante. La medida de Cristo. Y ya sabemos de su generosidad. ‘Se os dará una medida generosa, colmada, rebosante...’ nos dice Jesús en el Evangelio.
Cualquiera que sea nuestra situación, nuestros problemas y nuestras luchas, la misión que se nos haya encomendado o la responsabilidad que hayamos asumido en la vida, nunca nos faltará la gracia del Señor. Bien sabemos lo que Pablo pedía al Señor, verse liberado de aquel aguijón que tenía como clavado en las entrañas de su alma – no sabemos exactamente cuál sería el problema, la tentación o el mal que le aquejaba – y el Señor le respondía: ‘Te basta mi gracia’. Nos lo cuenta él en sus cartas.
No nos faltará esa gracia que necesitamos para ese crecimiento en la fe y en la vida cristiana, como hemos venido reflexionando en estos días. Esas virtudes y valores que nos pedía ayer el apóstol para responder a esa vocación a la que habíamos sido convocados, humildad, amabilidad, comprensión, aceptación mutua y respetuosa, amor, unidad... ‘hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud’. Es la meta a alcanzar y para ello no nos faltará su gracia.
No siempre fácil, porque nos vemos zarandeados por las tentaciones. Pero tenemos la fortaleza del Señor ‘para que ya no seamos como niños, sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina...’ Por eso, como hemos escuchado en el Evangelio hemos de buscar la manera de dar fruto. Nos ha hablado Jesús del hombre que viene a buscar fruto a su higuera, quiere cortarla porque no da fruto, pero el viñador le ruega: ‘Déjala todavía... yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto’. Es la paciencia de Dios que siempre está esperando nuestro fruto y nos acompaña con su gracia. Es la respuesta de conversión que nosotros hemos de dar. ‘Os digo que si no os convertís, todos pereceréis lo mismo’, que dice Jesús en referencia a aquellos sucesos acaecidos en Jerusalén a los que hace referencia el Evangelio de hoy.
Nos ayuda a ello, y es una gracia del Señor, el sentirnos unidos en comunión los unos con los otros. La santidad de cada uno ayuda a la santidad de los demás. El apóstol nos hace la comparación con el cuerpo que tiene muchos miembros, pero que cada uno tiene su función. Cristo es la Cabeza y nosotros somos los miembros y como nos dice: ‘el cuerpo bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento de todo el cuerpo, para la construcción de sí mismo en el amor’.
Así mutuamente nos ayudamos. Porque como nos dice ‘a unos a constituido, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo’.
Cada uno tenemos nuestro lugar, nuestra función, nuestro ministerio y nuestro servicio. Y no son sólo los que tienen una vocación a un servicio especial, sino que cada uno en ese lugar que ocupa en la vida, que es también llamada y vocación si lo miramos con fe; será los padres en la familia en su función de cada al hogar y los hijos, o será el que desempeña un trabajo, sea cual sea; sea el que desempeña una función pública de servicio a la comunidad, o sea cualquiera que aunque por sus años ya no desempeñe un trabajo especial, sin embargo todos con nuestra vida estamos contribuyendo a ese crecimiento del cuerpo, que es la Iglesia.
Pensemos cómo con nuestra santidad personal estamos haciendo crecer la santidad de la Iglesia. Y para ello no nos faltará nunca la gracia del Señor. para que así en todas las cosas siempre podamos dar gloria al Señor.
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