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lunes, 20 de octubre de 2008

La verdadera riqueza de nuestra vida

Ef. 2, 1-16
Sal. 99
Lc. 12, 13-21

‘Así es el que amasa riquezas para sí y no es rico para Dios’. Es la conclusión de la parábola que Jesús propuso. Y ante ello quizá hemos de preguntarnos ¿cuál es la riqueza verdadera que yo busco y por la que yo me afano?
Ya sabemos el evangelio. Alguien que se acerca a Jesús pidiendo que medio en un pleito familiar de herencias. La respuesta de Jesús. ‘Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. Y es entonces cuando les propone la parábola que escuchamos en el evangelio del hombre que ante una gran cosecha, agranda sus bodegas y graneros piense que ya tiene para vivir y disfrutar, pero esa misma noche muere. ‘Lo que has acumulado ¿de quién será?'
Por eso la pregunta que nos hacíamos al principio. Porque es la tentación fácil que todos podemos tener. Si yo fuera rico... si me sacara la lotería... si tuviera suerte... y nos prometemos tantas cosas que haríamos si tuviéramos ese dinero. Andamos agobiados en la vida. Es cierto que tenemos unas necesidades y merecemos todos una vida digna. Pudiera ser que tuviéramos graves problemas por obras que emprendamos o por necesidades en las que nos veamos envueltos. Pero, ¿merece la pena perder la paz? ¿No habrá algo más que pueda en verdad llenar mi vida? ¿No tendremos quizá un cierto apego en nuestro corazón a los bienes o riquezas materiales olvidándonos de algo más importante?
Por eso tendríamos que preocuparnos por procurar la verdadera riqueza de la persona. Que no está en las cosas, que está en lo que realmente somos. Vivimos demasiado envueltos en esa cultura del tener, pero que descubrir que lo verdaderamente importa es el ser. Hay otros valores más importantes. Lo que verdaderamente hará rica a nuestra persona y es lo que tenemos que cultivar. Unos valores de la persona, unos valores espirituales.
Amor, responsabilidad, generosidad, libertad, sensatez, respeto, comprensión y perdón, paz en el espíritu, amor a la justicia, sinceridad y verdad... podríamos hacer una hermosa lista. Es lo que verdaderamente tenemos que cultivar. Es lo que nos dará profundidad a nuestra vida. Cultivemos nuestro espíritu y tengamos una espiritualidad. Y no olvidemos la presencia de Dios en nuestra vida, la fe y nuestra relación con Dios. Valores del espíritu que nos trascienden, que nos hacen mirar más allá, más alto, con más profundidad.
San Pablo en la carta a los efesios que hemos escuchado en la primera lectura nos habla de ‘Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó... así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús...’ La riqueza del amor de Dios, de sentirnos amados de Dios. Algo que nos eleva y que nos da un sentido nuevo. Algo que nos llena de la alegría y de la satisfacción más honda.
Y cuando vivimos todo eso nuestra vida se siente verdaderamente llena y henchida, porque nos sentimos llenos de Dios. Y es Dios el que nos da las satisfacciones más hondas, más permanentes. Es en Dios donde encontramos la fuerza, el motor para vivir todos esos valores. Será el que nos haga mirar entonces esos bienes materiales que necesitamos poseer para cubrir esas nuestras necesidades de un modo distinto. Ya no se nos apegará el corazón a lo material. Por eso es importante lo que decíamos de ese cultivo de una espiritualidad.
Recordemos que Jesús llama en el evangelio dichosos a los pobres en el espíritu, mientras previene a los ricos que amasan riquezas de que esos apegos del corazón lo que hacen es arrastrarnos cada vez más abajo en la vida. ‘A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos’, cantaba María en el Magnificat. Si llevamos los bolsillos de la vida llenos del peso de las cosas materiales no tendremos la agilidad suficiente para nuestro caminar con libertad, mientras si los llevamos repletos de valores del espíritu volaremos en las alas de la generosidad y del amor.

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