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sábado, 14 de abril de 2012


Con la presencia de Cristo resucitado todo será distinto

Hechos, 4, 13-21; Sal. 117; Mc. 16, 9-15
El mensaje del evangelio de Marcos sobre la resurrección de Jesús es el más breve de todos los evangelistas. Es prácticamente lo que hoy hemos escuchado. Nos hace un resumen de las distintas apariciones de Cristo resucitado y nos trasmite el envío a la misión. ‘Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación’.
Hemos venido toda esta semana de pascua escuchando los relatos de los distintos evangelistas, y aun nos queda lo que en el domingo de la octava escucharemos. Nos ha venido ayudando la Palabra del Señor que cada día se nos ha proclamado a caldear bien nuestro corazón en nuestra fe y en nuestro entusiasmo por Cristo resucitado.
Todo ha sido como un gran día que se prolonga ocho días, hasta mañana, porque así de grande es lo que estamos celebrando. Con la misma solemnidad y ojalá que con el mismo fervor hemos ido viviendo todas estas celebraciones. Todo esto tiene que ayudarnos a seguir viviendo la intensidad de nuestra fe. Como hemos repetido en más de una ocasión no podemos dejar enfriar el ardor de nuestro corazón. Mantener la tensión espiritual; mantener el espíritu pronto. Y a eso nos ayuda toda la luz que brota de Cristo resucitado que nos llena de luz y nos llena de vida.
Y es bueno que meditemos una y otra vez todos estos textos de la resurrección del Señor. Igual que en la semana de pasión intensamente queríamos contemplar todo el misterio de la pasión y muerte del Señor, ahora hemos de hacer con la misma intensidad este camino de luz que es toda la celebración de la resurrección del Señor.
Aparecen en el texto hoy proclamado las luces que brotan de la resurrección del Señor, pero van apareciendo también al mismo tiempo las sombras que muchas veces se nos meten dentro de nosotros con nuestras dudas e indecisiones. María Magdalena venía con todo su entusiasmo después de haber encontrado con Cristo resucitado y comunicaba la noticia al resto de los discípulos; venían también los discípulos que se habían ido a una finca, Emaús, y comunicaban todo lo que a ellos les había pasado; y en una y otra ocasión los discípulos no acababan de creer, de aceptar que Cristo estuviera resucitado. Necesitan por sí mismos tener la experiencia de la resurrección del Señor. Jesús les echará en cara la incredulidad y la dureza del corazón, pero al final creyeron. Cuando ellos viven la presencia de Cristo resucitado entre ellos todo será distinto.
Nos pasa de manera semejante a nosotros. Queremos creer y nos llenamos de dudas; queremos seguir al Señor con entusiasmo y pronto nos enfriamos; nos prometemos que vamos a vivir la vida nueva, la luz que brota de Cristo resucitado y pronto volvemos a las sombras de la muerte y del pecado.
Necesitamos reafirmar nuestra fe, nuestra confianza, nuestro darnos totalmente a Cristo. Tenemos que vivir con toda intensidad todos los momentos, toda ocasión que tengamos de sentirnos en su presencia, tenemos que aprovechar debidamente la gracia que tienen que ser para nosotros nuestras celebraciones. Tenemos que llenarnos de Cristo resucitado, de su luz, de su vida, de su gracia, de su amor.
Nada nos puede impedir el que vivamos a Cristo resucitado y demos testimonio con nuestra vida y con nuestras palabras. Hemos visto en la lectura de los Hechos cómo querían prohibirles hablar de Jesús, pero ellos no podían callar lo que habían visto y oído, lo que había sido la experiencia grande de su vida. ‘¿Podrá aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a El?’ replicaban los apóstoles ante las prohibiciones. Se sentían fuertes y seguros porque estaban llenos del Espíritu de Cristo resucitado. Así tiene que ser en nuestra vida. Hemos recibido una misión que hemos de cumplir; su evangelio ha de ser anunciado.

viernes, 13 de abril de 2012


Serán los ojos del amor los que reconocerán a Jesús

Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn. 21, 1-14
¡Cuántas cosas habían sucedido en el lago de Tiberíades! En torno a él se desarrolló en gran parte la actividad de Jesús. Junto al lago pasaría e invitaría a los pescadores que estaban remendando sus redes o arreglando la barca a seguirle para ser pescadores de hombres. Muchas veces en su orilla había anunciado el Reino y allí había realizado hechos prodigiosos como la pesca milagrosa o en sus alrededores la multiplicación de los panes y los peces. Muchas más cosas podríamos recordar.
Ahora junto al lago nos dirá Juan en su evangelio que será la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos. De alguna manera allí habían sido convocados a través de los mensajes recibidos a través de las mujeres en el día de la resurrección. ‘Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’. Ahora se habían ido de pesca y una vez más habían pasado la noche sin coger nada.
A la voz de quien estaba en la orilla – otra vez no lo reconocen  – echarán la red a la derecha de la barca y la redada de peces será grande. Como en la otra ocasión. Entonces Jesús estaba en la barca y Pedro fiándose de la palabra de Jesús echará la red. Ahora se fían también de quien desde la orilla les dice por donde han de echarla.
La lección está ya aprendida porque en el nombre de Jesús será como Pedro levantará al paralítico de la puerta hermosa. ‘No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En el nombre de Jesús echa a andar’, dirá; y nos explicará que en el nombre de Jesús lo ha curado, como hemos escuchado en la primera lectura. ‘Quede bien claro a vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno… a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre se presenta éste sano ante vosotros… bajo el cielo no se  nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos’.
Y serán luego los ojos del amor los que reconocerán a Jesús. Aquel discípulo a quien Jesús tanto quería - y que tanto quería a Jesús, tenemos que decir – será el que le diga a Pedro ‘es el Señor’. El amor hará ahora salvar las distancias para estar pronto a los pies de Jesús. Y el amor será el que encenderá de nuevo la llama de la fe. ‘Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quien era porque sabían bien que era el Señor’, dirá el evangelista.
Que se encienda esa llama del amor en nuestro corazón; que se encienda fuertemente esa luz de la fe; no la dejemos apagar. En el nombre del Señor hemos alcanzado también nosotros la salvación y el perdón de nuestros pecados. Que no se ahogue nunca ese amor en nuestro corazón, que no se nos apague esa luz de la fe. Más bien, hemos de ponerla bien alta, para que no solo nos ilumine a nosotros sino a cuantos  nos rodean. En el nombre de Cristo resucitado hemos de saber ir a los demás para iluminar nuestro mundo.
Las obras del amor que vayamos realizando harán a todos encontrar esa luz; las obras del amor que vayamos realizando también nos ayudarán a mantener encendida siempre en nosotros esa lámpara de la fe. A cuántos tenemos que levantar con nuestro amor; cuantos sufrimientos podemos mitigar con el bien que hagamos a cuantos nos rodean. Cuando estás amando al otro, aunque te cueste, estás haciendo presente a Dios en su vida, le estás anunciando el nombre de Jesús en quien tenemos la salvación.
En el mar de Tiberíades de nuestra vida Cristo quiere seguir saliéndonos al encuentro. Algunas veces parece que está turbio el día y nos cuesta reconocer a quien está en la orilla de nuestra vida. Encendamos la luz del amor en nuestro corazón y se hará de día del todo para nosotros porque nos encontraremos con Jesús. Ahí está siempre el Señor para enseñarnos el camino a seguir y para invitarnos a irnos con El.

jueves, 12 de abril de 2012


Sorpresa, miedo, dudas, alegría se suceden ante la presencia de Cristo resucitado

Hechos, 3, 11-26; Sal. 8; Jn. 24, 35-48
Sorpresa y hasta en cierto modo miedo, dudas y preguntas en el corazón, alegría que en cierto modo les deja paralizados, y finalmente un gozo grande en el alma porque están sintiendo y viviendo algo nuevo, son los sentimientos que se van sucediendo en los apóstoles en el relato del evangelio que hoy hemos escuchado, que nos habla una vez más de Cristo resucitado que se manifiesta en medio de los discípulos.
Alguien extraño o ajeno a lo que nosotros estamos viviendo y celebrando en estos días de pascua, le podría parecer repetitivo que una y otra vez hablemos, cantemos y celebremos a Cristo resucitado. Lo malo sería también que, incluso entre cristianos y cristianos que se dicen que tienen fe y son religiosos, tengan sentimientos o actitudes semejantes de cansancio ante la celebración que queremos vivir.
Pero es que si consideramos bien todo lo que significa el que Cristo haya resucitado aún nos quedamos cortos en nuestra celebración y en nuestra vivencia. Por eso, como hemos dicho muchas veces, tenemos que despertar nuestra fe de esa modorra rutinaria en la que muchas veces tenemos la tentación de caer y con entusiasmo sigamos viviendo y celebrando nuestra fe en Cristo resucitado.
Es el gran anuncio que tenemos que seguir haciendo en nuestro mundo, porque es lo más grande que nos haya sucedido y ahí encontramos todo el sentido y valor para nuestra vida, y ahí encontramos también toda la fuerza que necesitamos para ese compromiso cristiano en nuestra vida. Que no nos cansemos nunca de proclamar con entusiasmo y valentía nuestra fe.  
El texto que escuchamos hoy en el evangelio es continuación literal y en el tiempo del que escuchamos ayer. Aún estaban comentando los discípulos que habían vuelto de Emaús todo  lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan, cuando ‘se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: Paz a vosotros’.
Ya decíamos al principio de nuestro comentario los distintos sentimientos que se van sucediendo. ‘Llenos de miedo por la sorpresa, nos dice el evangelista, creían ver un fantasma’. Tendrá que convencerles Jesús. ‘¿Por qué os alarmáis?’ Les muestra las manos y los pies. Allí están las señales de su pasión y crucifixión. En el evangelio de Juan cuando se nos narra esta aparición falta uno de los discípulos que poco menos que luego exigirá meter sus dedos en las llagas de las manos y su mano en la llaga del costado. Ya lo escucharemos en otra ocasión. Ahora Jesús incluso les pedirá algo de comer. ‘Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado y El lo tomó y comió delante de ellos’, nos dice el evangelista con todo detalle.
Les explicará, como ya lo hizo con los discípulos del camino de Emaús, que todo estaba anunciado en la Escritura. Les abrirá el entendimiento para que entiendan, pero explica con todo detalla. ‘Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto’.
De nuevo la misión que nos confía. No podemos callar. Somos testigos que tenemos que anunciar la fe que vivimos y que nos trae la salvación para que la salvación llegue a todos. Es nuestro compromiso. No nos podemos quedar paralizados ante todo lo que estamos viviendo, sino todo lo contrario. Ya le escucharemos el envío que hará para que vayamos a todas partes, a todo el mundo a anunciar el evangelio.
No nos podemos callar y no podemos dejar de vivirlo con toda intensidad. Es que desde Cristo resucitado nos sentimos transformados, nos sentimos hombres nuevos llenos de la gracia que Cristo nos ha regalado. Y el entusiasmo y la alegría de la fe tenemos que manifestarlo para que el mundo crea. 

miércoles, 11 de abril de 2012


Sentemos a Jesús en la mesa de nuestro corazón desde la acogida y el amor

Hechos, 3, 1-10; Sal. 104; Lc. 24, 13-35
‘Dos discípulos iban andando aquel mismo día a una aldea llamada Emaús… Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo…’
Cuando nos llenamos de dudas por dentro y de desconfianza qué oscuridad se nos pone en los ojos que hasta nos impide ver y comprender lo más conocido. No estaban muy seguros en lo que habían de creer. La muerte de Jesús había sido algo muy duro de asimilar. Costaba entender y aceptar las palabras de Jesús. Aunque venga alguien que nos trate de ayudar y nos ilumine con respuestas, seguimos en la duda y la desconfianza y no terminamos de creer por mucho que les digan.
Algo así les pasaba a aquellos dos discípulos que desalentados marchaban a Emaús. No les servía que las mujeres hubieran ido al sepulcro y lo encontraran vacío y vinieron diciendoles que unos ángeles les habian anunciado que Jesús había resucitado. ‘Nosotros esperábamos que el fuera el futuro libertador de Israel’, comentan, pero como si ya se les hubieran agotado todas las esperanzas. Esperábamos, dicen, pero parece que ya no esperan.
Y Jesús estaba con ellos. Y les explicaba todo lo que había sucedido porque así estaba anunciado en las Escrituras. ‘Comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a El en toda la Escritura’. Allí estaban corroborando todo lo sucedido la ley y los profetas, los dos pilares de la fe judía. Y seguían con los ojos cerrados para reconocerle. Aunque luego reconozcan que el corazón comenzaba a ardeles por dentro seguían con las esperanzas perdidas y la fe bien lejos de sus corazones.
Les sirvió que de lo que habían aprendido del Maestro quedaban las buenas costumbres de la hospitalidad. No querían que siguiera adelante porque comenzaba a anochecer y los caminos no eran seguros. ‘Le apremiaron diciendo: Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída’.
Sería cuando se sentó a la mesa y partió el pan… entonces ‘se les abrieron los ojos y lo reconocieron’. Correrían de nuevo a Jerusalén aunque ahora no importaba que fuera tarde y el camino se hiciese en la noche. Ellos llevaban ya luz suficiente en sus corazones. ‘Era verdad, ha resucitado el Señor…’ En Jerusalén ya contaban lo mismo porque Jesús se había aparecido ya a Simón. ‘Ellos contaron lo que les había sucedido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan’.
El Señor está haciendo el camino también a nuestro lado y muchas veces no lo reconocemos. Serán las dudas y las desconfianzas que se nos meten por dentro, o será en ocasiones que nos cerramos al amor y a la gracia. De tantas maneras el Señor nos va hablando una y otra vez. Su Palabra es proclamada continuamente a nuestro lado y son muchas las señales que el Señor va dejando de su presencia a nuestro lado.
Pero tenemos cerrados los ojos. Estamos entretenidos en nuestras cosas. Pareciera que hubiera cosas más importantes para nosotros que Jesús y su Palabra. Nos cuesta desprendernos de nosotros mismos, de nuestras ideas, de nuestros prejuicios contra los otros, de esos orgullos que se nos meten por dentro, superar esas pasiones que nos dominan, poner voluntad para arrancarnos de nuestro pecado, y no dejamos sitio en nuestro corazón para el Señor.
Abramos las puertas de nuestro corazón. Comencemos a iluminarlo poniendo un poquito de más amor en lo que hacemos o en nuestro trato y relación con los demás. Abramos las puertas de la hospitalidad sabiendo acoger con sencillez, con humildad y con amor a los que pasan a nuestro lado. Cuando sepamos escuchar al otro, ser comprensivo con él, poniendo amabilidad en nuestra vida estaremos sentando a Jesús en la mesa de nuestro corazón.
Ojalá sepamos reconocerle. El está ahora mismo dispuesto a explicarnos las Escrituras y a partir el pan para nosotros. Ahora mismo se nos está dando en la Eucaristía.

martes, 10 de abril de 2012


Un anuncio que nos convoca e invita a la fe y que hace crecer a la Iglesia

Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
‘Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías’. Es el anuncio de Pedro en la mañana de Pentecostés. Es el anuncio que escuchamos nosotros gozosos mientras seguimos celebrando la resurrección del Señor, mientras seguimos celebrando la Pascua, pero que es el eje y centro de nuestra fe y de toda nuestra vida cristiana.
Es el anuncio que nos convoca, que nos invita a la conversión constante al Señor y que hace crecer la Iglesia. ‘Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos?’ Yo sinceramente me pregunto qué fuerza tenía la Palabra de Dios que anunciaba Pedro para que la gente se sintiera así inmediatamente impulsada a hacer lo que fuera para confesar aquella fe. Es por supuesto la fuerza de la propia Palabra del Señor. Pero, pienso, que tiene que ser también el convencimiento, la firmeza, la alegría y el entusiasmo con que Pedro proclamaba aquella palabra. Lo cual, confieso, me interpela a mí mismo el primero sobre la fuerza de convicción que ha de tener el anuncio que yo también tengo que hacer con la gracia del Señor.
La respuesta de Pedro es clara: ‘Convertios y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados y recibiréis el Espíritu Santo’. Creer en el Señor Jesús, muerto y resucitado y volver nuestra vida totalmente a El. Proclamar nuestra fe con toda nuestra vida queriendo así llenarnos de verdad de su vida. Es a lo que nos sentimos invitados también nosotros.
Un anuncio, como decíamos también, que hace crecer la Iglesia. Eran muchos los que aceptaban la Palabra del Señor y se bautizaban. Es el anuncio que nos convoca, que sigue convocando e invitando a la fe y a la conversión. Es el anuncio misionero que en todo momento tenemos que seguir haciendo. No fue fácil para Pedro enfrentarse a toda aquella multitud para hablarles tan claramente como ahora lo hacía, cuando antes había negado a su Maestro. Pero allí estaba con la fuerza del Espíritu. Fuerza del Espíritu del Señor que a nosotros también nos acompaña y nos fortalece. Tenemos que saber dejarnos encontrar por el Señor y dejarnos inundar con la fuerza de su Espíritu.
Es lo que contemplamos hoy en el evangelio. Qué distinta era la postura de María Magdalena antes y después de encontrarse con el Señor.  Primero solo eran lágrimas y desconsuelo. ‘Se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto’, es su respuesta. Es cierto que estaría dispuesta a cargar incluso con el cuerpo de Jesús con tal de encontrarlo. Es lo que responde a quien está a su lado y ella confunde con el encargado del huerto. ‘Si tú te lo has llevado, dime donde lo has puesto y yo lo recogeré’.
Pero no será así como se encuentre con el Señor. Jesús está allí, y la llama por su nombre. ‘Jesús le dice: María’. Y ella lo reconoce: ‘¡Maestro!’ Y su tristeza se convierte en alegría, sus lágrimas se transformar para ahora convertirse en mensajera de buena nueva. ‘María fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y me ha dicho esto’.
¡Qué importante ese encuentro con el Señor! Qué importante que abramos los ojos del corazón para reconocer al Señor. El también nos llama por nuestro nombre. También a nosotros nos está manifestando su amor para venir a hacerse presente en nuestra vida. También a nosotros nos está confiando la misión de ser testigos, apóstoles, misioneros de su nombre a los que nos rodean.
Sigamos viviendo con intensidad esta fiesta de pascua. Vivamos el entusiasmo de nuestra fe que se ha de traslucir en nuestra vida, en nuestras palabras, en ese anuncio que hacemos también a los demás. Que no se nos merme la alegría de la pascua, porque esa alegría se transformará en el amor con que tratemos a los demás y nos convirtamos por nuestras obras de amor en verdaderos testigos de Cristo resucitado.

lunes, 9 de abril de 2012


Todos nosotros somos testigos

Hechos, 2, 14.22-32; Sal. 15; Mt. 28, 8-15
‘Dios resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testigos’. Es el mensaje que oiremos repetidamente en estos días en la Palabra del Señor.
Se nos van ofreciendo textos por una parte en esta semana en los evangelios de cada día que nos van narrando las distintas apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos. Y en la primera lectura por otra parte iremos escuchando el texto de los Hechos de los Apóstoles durante todo este tiempo de Pascua, y en estos días diversos hechos del comienzo de la predicación de los Apóstoles con el anuncio repetido del mensaje central de la resurrección de Jesús.
Decíamos que es el mensaje que oiremos repetidamente en la palabra de Dios, el mensaje de la resurrección de Jesús. Pero es que por otra parte tendríamos que decir que es el mensaje que también nosotros tenemos que ir haciendo una y otra con nuestra palabra y nuestra vida. Es el mensaje central de nuestra fe, de manera que nos llegará a decir san Pablo que si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe. Esa es la afirmación capital de nuestra fe, como nos decía Pedro en su discurso, ‘Dios resucitó a Jesús y todos nosotros somos testigos’.
Cuando dice todos nosotros somos testigos, en primer lugar se está refiriendo al testimonio de los discípulos que fueron testigos de la resurrección de Jesús. Pero en ese nosotros hemos de estar incluidos nosotros. Alguien podría pensar, que nosotros no estuvimos allí; pero tenemos que decir que la fe nos hace testigos; testigos porque por la fe hay algo muy profundo que nosotros podemos vivir y es la presencia de Cristo resucitado en nuestra vida, en la Iglesia, y en la vida de tantos cristianos que lo son en medio del mundo con su palabra y su vida.
Por la fe podemos llegar a vivencias hondas, que nos hacen sentir esa presencia de Dios en nuestra vida, en nuestro corazón. La fe no es una ilusión ni un sueño; la fe nos da una certeza y es la seguridad de que el Señor se hace presente en nuestra vida. Abriendo los ojos a la fe podemos descubrirlo, sentirlo, vivirlo, por ejemplo en nuestras celebraciones. No son un simple rito que realizamos. Son algo vivo, que pertenece a nuestra vida, que implica nuestra  vida. Y, maravilla de Dios, El se hace sentir presente en nuestra vida. Eso nos exige actuar desde la fe, abrir los ojos a la fe, dejarnos conducir por la fuerza del Espíritu del Señor.
En el evangelio se nos narran dos hechos. Por un lado nos habla de cómo ‘Jesús salió al encuentro’ de aquellas mujeres que habían ido al sepulcro, se lo habían encontrado vacío y unos ángeles les habían dicho que Jesús había resucitado y no había que buscar entre los muertos al que estaba vivo. ‘Impresionadas y llenas de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos cuando de pronto Jesus les salió al encuentro’.
La invitación de Jesús es a la alegría y a confiar, a no tener miedo. ‘Alegraos’, les dice. ‘No tengáis miedo’. Y les confía la misión de irlo a anunciar a los discípulos que han de ir a Galilea donde Jesús se les manifestará. Aquellas mujeres serán testigos y apóstoles. Testigos porque el Señor resucitado les sale al encuentro; apóstoles porque llevan una misión y la misión es ir a dar testimonio. Tendrán la alegría del Señor y también su fortaleza para cumplir la misión.
El otro hecho que nos narra hoy el evangelista es el engaño y soborno de los guardias para que no sean testigos. Ellos han sido testigos del momento. Pero los tratan de hacer callar con el engaño de que han de decir que los discípulos se robaron el cuerpo de Jesús. El maligno que quiere seguir manifestando su poder con el engaño y la mentira. Pero el anuncio de la resurrección del Señor será algo más fuerte y luminoso y la noticia correrá por los espacios y a través de los tiempos. La luz no se puede apagar, la verdad no se puede acallar. La mentira siempre estará en la sombra, pero  nosotros estamos llamados a vivir en la luz. Es lo que nos hace testigos.

domingo, 8 de abril de 2012


¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’

Juan 20, 1-9
‘¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’
Así bellamente proclaman los versos de la secuencia la resurrección del Señor en esta mañana luminosa de la Pascua. ‘¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’
El evangelio que hemos escuchado nos lo ha relatado. Las mujeres habían ido al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, nos narraban los otros evangelistas. Juan nos habla de María Magdalena que cuando encuentra ‘quitada la losa del sepulcro echa a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería… Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo  han puesto…’ Es su primera impresión. Es lo primero que comunicará a los apóstoles que corren también al sepulcro.
Ya hemos escuchado. Cuando ven las vendas en el suelo, el sudario doblado aparte creen, pero no que se hayan llevado el cuerpo de Jesús, sino que la palabra de Jesús en verdad se ha cumplido. Era verdad, ha resucitado el Señor. Leemos el evangelio no en un solo texto, sino que en el conjunto de los evangelistas corroboramos todos los datos. Y tenemos que decir con los versos de la secuencia, en labios de María Magdalena, que más tarde tendrá la experiencia del encuentro con el Señor resucitado ‘¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’
Es lo que desde anoche, cuando en la Vigilia Pascual celebramos la resurrección del Señor, nos hemos venido repitiendo y nos ha llenado de alegría. Ha crecido  nuestra fe, se ha consolidado la esperanza, nos hemos puesto en el nuevo camino del amor.
Verdaderamente ha resucitado el Señor. Es lo que ha sido fundamento de nuestra fe y lo que generación tras generación desde aquellos primeros testigos de la resurrección la Iglesia ha continuado proclamando.
Es lo que da sentido último y profundo a toda nuestra vida. Es lo que sustenta toda nuestra fe y todo nuestro actuar cristiano. Es lo que nos ha hecho testigos de la luz y de la vida; es lo que en verdad nos compromete a ser testigos de Cristo con nuestro amor y con todo  nuestro compromiso cristiano.
Es lo que dio fuerza a los mártires que fueron capaces de dar su vida por la fe en Jesús. Es lo que ha dado y sigue dando empuje a tantos cristianos que como  misioneros se han lanzado por el mundo en el anuncio del evangelio.
Es lo que da fuerza y coraje para luchar por un mundo nuevo y mejor transformado desde el amor. ¡Cuántos cristianos, anónimos muchas veces, van dando testimonio de la resurrección del Señor con su palabra, con su trabajo, con su compromiso!
Es lo que nos da sentido para no perder nunca la esperanza y la alegría de vivir aunque la vida pueda llenarse de nubarrones por los problemas y dificultades que nos aparezcan o el dolor y el sufrimiento nos envuelvan. ¡Qué ejemplo más hermoso hemos tenido en nuestro recordado don Felipe – obispo emérito de Tenerife - en su enfermedad y que el Señor precisamente en la tarde del Viernes Santo ha querido llevarse a participar ya de la pascua eterna del cielo!
Es la gracia que sustenta el trabajo de tantos cristianos comprometidos por los demás y que generosamente comparten lo que son y lo que tienen porque no soportan el sufrimiento de tantos en sus carencias y necesidades en momentos difíciles. Compromisos con los pobres, con los enfermos, con los ancianos, con los discapacitados, con los enfermos de SIDA, con los esclavizados en el mundo de la droga, con los últimos del mundo y de la sociedad…
Es lo que nos convierte en levadura buena que quiere hacer fermentar la masa de nuestro mundo para que vayan brotando cada vez más las flores y los frutos del amor, suscitando almas generosas y desprendidas para hacer el bien y ser capaces de sacrificarse por los otros.
Es la fuerza de Cristo resucitado que inunda nuestras vidas y quiere rebosar sobre nuestro mundo para hacerlo mejor. Y cuando estamos celebrando el triunfo de Cristo en su resurrección tenemos que hacer ese cántico también a tantos comprometidos desde su fe para anunciar con su vida la Buena Nueva de Jesús en este mundo concreto en que vivimos.
Y es que los cristianos ni nos encerramos en nosotros mismos, ni sólo nos contentamos en cantar nuestra alegría. No somos seres utópicos que nos contentemos con soñar, sino que sabemos arremangarnos para trabajar por hacer un mundo mejor, por sembrar la semilla de la fe y del amor en medio del mundo.
La luz de Cristo resucitado que hoy ilumina nuestras vidas es fuerza y es gracia que nos pone en camino, que implica toda nuestra vida, que nos hace ser mejores nosotros superando tentaciones y egoísmos, que nos convierte en fermento de nuestro mundo, que nos hace ir sembrando las semillas de los valores del evangelio en el amplio campo que nos rodea.
La luz y la fuerza de Cristo resucitado no nos hace quedarnos con los brazos cruzados sino que nos compromete hondamente para ser siempre y en todo lugar esos testigos entusiastas y convencidos de nuestra fe, de que Cristo verdaderamente ha resucitado.
Hoy estamos celebrando con gozo grande el día de la Resurrección del Señor. Es la Pascua. Hemos venido queriendo abrir nuestro corazón a lo largo de toda la cuaresma para este momento pascual, para acoger de verdad a Dios que llega a nuestra vida en la muere y resurrección de Jesús para inundarnos de su vida y de su salvación, de su gracia y de su amor. Todos esos pasos que hemos ido dando, que en ocasiones habrán podido ser costosos en esa tarea de superación, nos traen a que ahora vivamos esta alegría de la pascua, a que ahora podamos cantar con tanto entusiasmo que Cristo resucitó, a que repitamos una y otra vez sin cansarnos el aleluya de la resurrección.
‘Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da tus fieles parte en tu victoria santa’, proclamamos con la secuencia. Estamos celebrando, sí, la victoria de Cristo resucitado, pero que es celebrar también nuestra victoria en El en la medida que nos unimos a El, en la medida en que participamos plenamente de su muerte y resurrección, en la medida en que queremos vivir en su amor y por su amor. Hemos de resucitar con Cristo. Hemos de dejarnos transformar por la luz de Cristo resucitado para vivir la vida nueva de la gracia.
Vivamos el gozo de la resurrección del Señor. Que por el entusiasmo de nuestra alegría y nuestra fe todos puedan conocer de verdad que Cristo verdaderamente ha resucitado. Feliz pascua de resurrección. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’