Serán los ojos del amor los que reconocerán a Jesús
Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn. 21, 1-14
¡Cuántas cosas habían sucedido en el lago de
Tiberíades! En torno a él se desarrolló en gran parte la actividad de Jesús.
Junto al lago pasaría e invitaría a los pescadores que estaban remendando sus
redes o arreglando la barca a seguirle para ser pescadores de hombres. Muchas
veces en su orilla había anunciado el Reino y allí había realizado hechos
prodigiosos como la pesca milagrosa o en sus alrededores la multiplicación de
los panes y los peces. Muchas más cosas podríamos recordar.
Ahora junto al lago nos dirá Juan en su evangelio que
será la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos. De alguna manera
allí habían sido convocados a través de los mensajes recibidos a través de las
mujeres en el día de la resurrección. ‘Id
a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’. Ahora se
habían ido de pesca y una vez más habían pasado la noche sin coger nada.
A la voz de quien estaba en la orilla – otra vez no lo
reconocen – echarán la red a la derecha
de la barca y la redada de peces será grande. Como en la otra ocasión. Entonces
Jesús estaba en la barca y Pedro fiándose de la palabra de Jesús echará la red.
Ahora se fían también de quien desde la orilla les dice por donde han de
echarla.
La lección está ya aprendida porque en el nombre de
Jesús será como Pedro levantará al paralítico de la puerta hermosa. ‘No tengo oro ni plata, pero te doy lo que
tengo. En el nombre de Jesús echa a andar’, dirá; y nos explicará que en el
nombre de Jesús lo ha curado, como hemos escuchado en la primera lectura. ‘Quede bien claro a vosotros y a todo Israel
que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno… a quien Dios resucitó de entre
los muertos; por su nombre se presenta éste sano ante vosotros… bajo el cielo
no se nos ha dado otro nombre que pueda
salvarnos’.
Y serán luego los ojos del amor los que reconocerán a
Jesús. Aquel discípulo a quien Jesús tanto quería - y que tanto quería a Jesús,
tenemos que decir – será el que le diga a Pedro ‘es el Señor’. El amor hará
ahora salvar las distancias para estar pronto a los pies de Jesús. Y el amor
será el que encenderá de nuevo la llama de la fe. ‘Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quien era porque
sabían bien que era el Señor’, dirá el evangelista.
Que se encienda esa llama del amor en nuestro corazón;
que se encienda fuertemente esa luz de la fe; no la dejemos apagar. En el
nombre del Señor hemos alcanzado también nosotros la salvación y el perdón de
nuestros pecados. Que no se ahogue nunca ese amor en nuestro corazón, que no se
nos apague esa luz de la fe. Más bien, hemos de ponerla bien alta, para que no
solo nos ilumine a nosotros sino a cuantos
nos rodean. En el nombre de Cristo resucitado hemos de saber ir a los
demás para iluminar nuestro mundo.
Las obras del amor que vayamos realizando harán a todos
encontrar esa luz; las obras del amor que vayamos realizando también nos
ayudarán a mantener encendida siempre en nosotros esa lámpara de la fe. A
cuántos tenemos que levantar con nuestro amor; cuantos sufrimientos podemos
mitigar con el bien que hagamos a cuantos nos rodean. Cuando estás amando al
otro, aunque te cueste, estás haciendo presente a Dios en su vida, le estás
anunciando el nombre de Jesús en quien tenemos la salvación.
En el mar de Tiberíades de nuestra vida Cristo quiere
seguir saliéndonos al encuentro. Algunas veces parece que está turbio el día y
nos cuesta reconocer a quien está en la orilla de nuestra vida. Encendamos la
luz del amor en nuestro corazón y se hará de día del todo para nosotros porque
nos encontraremos con Jesús. Ahí está siempre el Señor para enseñarnos el
camino a seguir y para invitarnos a irnos con El.
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