Un anuncio que nos convoca e invita a la fe y que hace crecer a la Iglesia
Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
‘Todo Israel esté
cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha
constituido Señor y Mesías’.
Es el anuncio de Pedro en la mañana de Pentecostés. Es el anuncio que
escuchamos nosotros gozosos mientras seguimos celebrando la resurrección del
Señor, mientras seguimos celebrando la Pascua, pero que es el eje y centro de
nuestra fe y de toda nuestra vida cristiana.
Es el anuncio que nos convoca, que nos invita a la
conversión constante al Señor y que hace crecer la Iglesia. ‘Estas palabras les traspasaron el corazón,
y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer,
hermanos?’ Yo sinceramente me pregunto qué fuerza tenía la Palabra de Dios
que anunciaba Pedro para que la gente se sintiera así inmediatamente impulsada
a hacer lo que fuera para confesar aquella fe. Es por supuesto la fuerza de la
propia Palabra del Señor. Pero, pienso, que tiene que ser también el
convencimiento, la firmeza, la alegría y el entusiasmo con que Pedro proclamaba
aquella palabra. Lo cual, confieso, me interpela a mí mismo el primero sobre la
fuerza de convicción que ha de tener el anuncio que yo también tengo que hacer
con la gracia del Señor.
La respuesta de Pedro es clara: ‘Convertios y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo para que se
os perdonen los pecados y recibiréis el Espíritu Santo’. Creer en el Señor
Jesús, muerto y resucitado y volver nuestra vida totalmente a El. Proclamar
nuestra fe con toda nuestra vida queriendo así llenarnos de verdad de su vida.
Es a lo que nos sentimos invitados también nosotros.
Un anuncio, como decíamos también, que hace crecer la
Iglesia. Eran muchos los que aceptaban la Palabra del Señor y se bautizaban. Es
el anuncio que nos convoca, que sigue convocando e invitando a la fe y a la
conversión. Es el anuncio misionero que en todo momento tenemos que seguir
haciendo. No fue fácil para Pedro enfrentarse a toda aquella multitud para hablarles
tan claramente como ahora lo hacía, cuando antes había negado a su Maestro.
Pero allí estaba con la fuerza del Espíritu. Fuerza del Espíritu del Señor que
a nosotros también nos acompaña y nos fortalece. Tenemos que saber dejarnos
encontrar por el Señor y dejarnos inundar con la fuerza de su Espíritu.
Es lo que contemplamos hoy en el evangelio. Qué
distinta era la postura de María Magdalena antes y después de encontrarse con
el Señor. Primero solo eran lágrimas y
desconsuelo. ‘Se han llevado a mi Señor y
no sé donde lo han puesto’, es su respuesta. Es cierto que estaría
dispuesta a cargar incluso con el cuerpo de Jesús con tal de encontrarlo. Es lo
que responde a quien está a su lado y ella confunde con el encargado del huerto. ‘Si tú te lo has llevado, dime donde lo
has puesto y yo lo recogeré’.
Pero no será así como se encuentre con el Señor. Jesús
está allí, y la llama por su nombre.
‘Jesús le dice: María’. Y ella lo reconoce: ‘¡Maestro!’ Y su tristeza se convierte en alegría, sus lágrimas se
transformar para ahora convertirse en mensajera de buena nueva. ‘María fue y anunció a los discípulos: He
visto al Señor y me ha dicho esto’.
¡Qué importante ese encuentro con el Señor! Qué
importante que abramos los ojos del corazón para reconocer al Señor. El también
nos llama por nuestro nombre. También a nosotros nos está manifestando su amor
para venir a hacerse presente en nuestra vida. También a nosotros nos está
confiando la misión de ser testigos, apóstoles, misioneros de su nombre a los
que nos rodean.
Sigamos viviendo con intensidad esta fiesta de pascua.
Vivamos el entusiasmo de nuestra fe que se ha de traslucir en nuestra vida, en
nuestras palabras, en ese anuncio que hacemos también a los demás. Que no se
nos merme la alegría de la pascua, porque esa alegría se transformará en el
amor con que tratemos a los demás y nos convirtamos por nuestras obras de amor
en verdaderos testigos de Cristo resucitado.
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