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sábado, 24 de agosto de 2013

Con san Bartolomé fortalecemos nuestra fe para ser signo de salvación para el mundo

Apoc. 21, 9-14; Sal. 144; Jn. 1, 45-51
‘Afianza en nosotros aquella fe con la que el apóstol san Bartolomé se entregó sinceramente a Cristo’. Es parte de lo que pedimos en la oración litúrgica de esta fiesta de san Bartolomé. Hagámoslo con intensidad cuando estamos celebrando este año de la fe, al que nos convocó el Papa con la intención de que se intensificara nuestra fe, se purificara y se hiciera verdaderamente madura. A eso hemos de tender con nuestras celebraciones, que son celebraciones de la fe. Ese es el programa de vida para el creyente en todo momento, pero en especial en este año.
Fijémonos en los detalles del evangelio. Es conducido hasta Jesús por su amigo Felipe que ya siguiera a Jesús a su invitación. La experiencia que ha tenido Felipe, de la que no nos dan detalles los evangelios tiene que haber sido muy fuerte para insistir con tanto vigor ante su amigo Natanael para que vaya hasta Jesús. ‘Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas lo hemos encontrado: a Jesús, hijo de José, de Nazaret’.
Pero ya conocemos la resistencia de Natanael, pero Felipe insiste. ‘Ven y lo verás’. Y Natanael, nuestro San Bartolomé, se deja conducir. No lo tenía claro. Aparecen incluso las desconfianzas de pueblos vecinos, pues era de Caná: ‘de Nazaret no puede salir nada bueno’. Pero se dejó guiar y encontró a Jesús, se encontró con Jesús.
Habla Jesús de la integridad de Natanael - ‘aquí tenéis a un israelita de verdad’ -, pero sigue la desconfianza - ‘¿de que me conoces?’, le dice - y Jesús le recuerda algo que ha quedado en el secreto del misterio de cada corazón, pero que provoca en Natanael una hermosa profesión de fe: ‘Rabí, Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel’.
Algo profundo había sucedido en el corazón de Natanael que no podía ser otra cosa que un encuentro vivo con Jesús. Sólo desde un encuentro así puede surgir una fe tan grande como ahora lo expresa Natanael. Quien tenía sus reticencias, al final se dejó encontrar por Jesús, se dejó ganar en el corazón por Jesús.
¿Será lo que nosotros necesitamos? Es importante esa experiencia de Jesús, dejar que llegue a nuestro corazón, dejar que nos mire allá en lo más hondo de nosotros mismos, en el secreto de nuestra vida para que así nos dejemos cautivar por Jesús. Hay el peligro de que, aunque porfiemos tantas veces que nosotros tenemos fe, que creemos en Dios, en la Iglesia y en todo, sin embargo sigan habiendo puertas cerradas en nuestro corazón donde no dejamos entrar a Dios. Así esa planta de la fe no puede crecer, no podrá llegar a desarrollarse nunca, porque le falta el encuentro con la luz del Sol verdadero.
Que se afiance en nosotros esa verdadera fe, tenemos que pedir hoy al Señor, con la intercesión de san Bartolomé, para que como él también nos lancemos al mundo como misioneros de esa fe. Es lo que pedíamos también en la oración. ‘Que la Iglesia se presente ante el mundo como sacramento universal de salvación’. Y cuando decimos la Iglesia estamos diciendo nosotros, que somos Iglesia, que pertenecemos a esa comunidad de salvación, que vivimos nuestra fe en esa comunidad de salvación que es la Iglesia.
Tenemos que ser signos de esa salvación para el mundo que nos rodea; nuestra vida, lo que hacemos y lo que vivimos, nuestra manera de pensar y de actuar tienen que dar señales de que somos creyentes, y creyentes en Jesús. Los signos se presentan como indicadores de que vamos a encontrar aquello que representan. Nosotros tenemos que ser signos de esa salvación, porque estamos señalando que hemos sido salvados por esa fe que tenemos en Jesús, de que en El hemos encontrado la salvación y entonces nuestra vida tiene que convertirse en ese signo que les hable de la fe que tenemos a los que nos rodean.
Es importante que el mundo vea ese signo en nosotros para que así puedan acercarse a Jesús. Nuestra tarea es ser ese signo, luego Dios actuará en el corazón de cada hombre y cada hombre dará su respuesta a esa invitación a la fe. Pero no podemos dejar de ser signos, sacramentos de salvación para cuantos nos rodean.

viernes, 23 de agosto de 2013

Con sinceridad y lealtad vamos a Dios para dejarnos instruir en las sendas de su amor

Rut, 1, 1.3-6.14-16.22; Sal. 145; Mt. 22, 34-40
‘Dios mío, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad’, le hemos pedido al Señor en la aclamación del aleluya antes del Evangelio. Con sinceridad nos ponemos ante Dios y queremos dejarnos enseñar y conducir por su Espíritu. Lo menos que podemos hacer es ir con sinceridad ante Dios. Seamos en verdad leales, fieles, sinceros.
Hemos escuchado en el evangelio que ‘los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba’. ¿Le interesaba la pregunta que le estaba haciendo a Jesús? ¿en verdad quería aprender de Jesús? Esta postura con falta de sinceridad me recuerda a personas que vienen preguntando por aquí y por allá, preguntan a uno y preguntan a otro, pero lo que quieren es que se les dé la respuesta que les satisfaga, lo que ellos esperan oír. ¿Van con sinceridad y con deseos de aprender, de encontrar la verdad? Van a poner a prueba como fueron aquellos fariseos a preguntar a Jesús.
La respuesta ellos la conocían porque lo que estaban preguntando era lo que todo buen judío se sabía muy bien. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ La respuesta de Jesús no puede ser otra. Les recuerda el mandamiento de Dios que bien conocían desde el Deuteronomio y desde el Levítico. ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este es el mandamiento principal y primero’. Y Jesús añade: ‘El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo’.
Ahí está el fundamento de todo, en el amor; en fin de cuentas no es sino una respuesta de amor al Amor con mayúsculas, al Amor que nos tiene Dios que es amor. Ahí tenemos que centrar toda nuestra vida. Por eso les dice lo que para todo buen judío puede ser el argumento más profundo. ‘Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas’. Bien es sabido que ese era el fundamento de la fe y de la religiosidad judía: la ley y los profetas. Ahí se centraba todo. Recordemos que en la transfiguración de Jesús en el Tabor aparecen Moisés y Elías, como signos de la ley y los profetas.
El amor a Dios y el amor al prójimo es el compendio de toda la Escritura. De este amor cobran valor y significado todos los demás preceptos. Por eso nos diría san Agustín en sus comentarios, ‘Ama y haz lo que quieras’; es que amando estamos cumpliendo todos los mandamientos del Señor; si amamos nunca haremos nada malo, porque no haremos daño a nadie, sino todo lo contrario porque lo amamos siempre estaríamos buscando su bien. ¿Cómo puede amar a alguien y hacerle daño? ¿cómo puedes amar a alguien y robarle, o mentirle, o tratarlo mal, o despreciarlo, o no sentir compasión por su necesidad o por su dolor? Amamos y nuestro corazón tiene que hacerse compasivo y misericordioso como el corazón de Dios.
Amar es cumplir la ley entera, que nos diría san Pablo. Y amamos con todo nuestro ser; no a cachitos, no por partes, no haciéndonos reservas. Amamos con todo el corazón. Así a Dios, pero cuando amamos así a Dios necesariamente tenemos que amar al prójimo de la misma manera. ‘El segundo es semejante a él’, nos decía Jesús. O sea que tenemos que amar al prójimo con la misma intensidad para que haya verdadero amor de Dios.

Vayamos con sinceridad a Dios, con un corazón abierto a la acción y al amor de Dios; con un corazón disponible para amar como ama Dios; con un corazón que se deja instruir por el Señor; con un corazón leal y sincero. 

jueves, 22 de agosto de 2013

María, Reina y Señora nos compromete a hacer un mundo nuevo

Is. 9, 1-6; Sal. 112; Lc. 1, 26-38
Fue el Papa Pío XII el que en 1954 instituyó esta fiesta de la Virgen, Reina del Universo, estableciéndola en el último día de mayo. Pero con la reforma litúrgica a partir del Concilio el Papa Pablo VI la trasladó a este día en que ahora la celebramos, el 22 de agosto, que viene a ser como una octava de la fiesta de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos, que celebrábamos hace ocho días. Si decíamos el día de la Asunción que estábamos celebrando la glorificación de María, ahora contemplándola en la gloria del cielo en nuestro amor y devoción la proclamamos como Reina y Señora del Universo.
Jesús es el único Señor y Rey del universo, tenemos que reconocer como lo celebramos el último domingo del año litúrgico. El que siendo de categoría divina, se rebajó, se hizo hombre, y se sometió a la muerte como un hombre cualquiera, pero como nos enseña san Pablo Dios lo levantó y lo puso sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo y toda lengua proclame Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre. Por la resurrección de entre los muertos Dios lo constituyó Señor y Mesías, proclamaba Pedro en Pentecostés.
Jesús nos había enseñado que el que se humilla será ensalzado y así contemplamos glorificado al Hijo de Dios. María se proclamó a sí misma la última, la esclava - ‘aquí está la esclava del Señor… se fijó en la humillación de su esclava’, diría ella de sí misma -, y Dios también la levanta, la ensalza, la vemos glorificada en su Asunción, como celebrábamos la semana pasada, y la contemplamos como Reina y Señora, como estamos celebrando hoy.
‘La Virgen Inmaculada, como nos enseña el Concilio Vaticano II, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial, y ensalzada como Reino del Universo, para que se asemejara más a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte’.
Cuando proclamamos a María como Reina y Señora no lo hacemos a la manera como podamos contemplar y proclamar a los reyes de este mundo. Demasiado hemos rodeado las imágenes de la Virgen de oros y de coronas de triunfo a la manera de los reyes de este mundo, que muchas veces  nos confunden. ‘Mi reino no es de este mundo’, había dicho Jesús, precisamente cuando se proclama rey pero está preso ante Pilatos que lo va a condenar a muerte. Será Jesús rey porque se hace el último y el servidor de todos, como nos había enseñado, y su entrega de amor llega hasta el final dando la prueba más sublime de lo que es el amor que nos tiene. Con su sangre nos rescató y nos purificó, nos llenó de nueva dignidad porque nos hizo hijos y partícipes de la vida divina siendo con El coherederos de su gloria y de su Reino.
Es el camino que vemos recorrer a María también, como tantas veces hemos dicho y reflexionado, la mujer siempre abierta a Dios pero siempre dispuesta a servir; la que se llama a sí mismo la esclava del Señor pero no porque quedara bonito el emplear esa expresión, sino porque su vida fue siempre de servicio y de amor. María nos enseña cómo hemos de vivir el Reino de Dios porque su vida fue el mejor testimonio y ejemplo que nosotros podemos tener de cuál ha de ser esa vida de servicio para buscar hacer siempre el bien a los demás. Ella, la que proclama un reino nuevo de justicia en el cántico del Magnificat - ‘derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió vacíos’ -.
María a quien contemplamos hoy glorificada y proclamada como nuestra Reina y nuestra Señora, es el tipo, la imagen de lo que ha de ser la Iglesia glorificada, pero es el mejor tipo e imagen de lo que ahora ha de vivir la Iglesia mientras seguimos peregrinos por este mundo. En María tenemos el ejemplo y el estímulo para ese servicio que desde el amor hemos de hacer a toda la humanidad, a todo nuestro mundo. En María encontramos el ejemplo y el impulso para hacer ese mundo nuevo de justicia y de verdad, como ella misma nos canta en el Magnificat que ya recordábamos.
En María aprenderemos a hacernos siempre los últimos para servir, considerando que esa es nuestra mayor grandeza. En María aprenderemos a estar siempre con los ojos atentos como estaba ella en las bodas de Caná para aprender a encontrarnos con el hombre que sufre, que tiene múltiples carencias, que está sumergido en muchas sombras de muerte y nos sentiremos a ir aprisa al encuentro de ese hombre al que tenemos que llevarle luz, al que tenemos que llevarle vida, al que tenemos que llevarle nuestro amor.
No celebramos esta fiesta de María para quedarnos arrobados en hermosos cánticos que hagamos a María sino para sentir el compromiso en lo más hondo de nosotros mismos para saber ir al encuentro del hombre, de nuestro mundo que anda a oscuras, de tantos que andan desorientados en la vida, de tantos que sufren de muchas maneras en sus múltiples carencias que no son siempre únicamente carencias materiales y a los que tenemos que remediar, ayudar, amar, iluminar.

Cantemos, sí, el cántico de María, pero no como mera repetición de sus palabras sino como expresión y compromiso de ese mundo nuevo que tenemos que construir en el nombre del Señor. Nuestro amor a María a eso nos compromete. Nuestro amor a María nos convierte en mensajeros y misioneros de la luz y del amor.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Una Palabra que el Señor nos dirige también en la tarde de nuestra vida

Jueces, 9, 6-15; Sal. 20; Mt. 20, 1-16
La Palabra de Dios que escuchamos cada día, si nos acercamos a ella con fe y apertura de corazón, tiene una riqueza muy grande para alimentar nuestra vida en ese nuestro camino diario que queremos vivir en fidelidad y en amor.
Está siempre ese mensaje que se  nos quiere trasmitir y que en una lectura muy textual podemos recoger para nuestra vida fijándonos en las circunstancias concretas en que aquella Palabra fue proclamada, por ejemplo fijándonos en los hechos de la vida de Jesús que nos narran los evangelios y los diferentes mensajes que nos deja en sus parábolas, en sus discursos o simplemente en el diálogo con los discípulos. Es lo que en primer lugar quisieron trasmitirnos los evangelistas, por ejemplo refiriéndonos al evangelio, aquellas situaciones de la comunidad a la que Pablo dirige sus cartas, o aquellos diferentes momentos de la historia del pueblo de Israel que es historia de la salvación para aquel pueblo y para nosotros.
Pero muchas veces nos sucede que tratando de rumiar esos hechos y esas palabras que se nos trasmiten, abriendo en verdad nuestro corazón a Dios, convirtiendo esa Palabra en oración, porque es ese diálogo de amor que Dios tiene con nosotros y que nosotros en nuestra oración queremos tener con Dios, nos encontramos que determinada frase, determinada actitud de algo o alguien que aparece en aquel texto parece que nos dice algo en especial y que podemos en verdad aplicar a nuestra vida y a nuestras circunstancias de vida de hoy.
Es por ejemplo algunas cosas que podemos descubrir en la parábola que hoy desde la Palabra de Dios se nos ha propuesto. El texto es bien conocido y muchas veces lo hemos reflexionado sacando hermosos mensajes para nuestra vida. Un propietario que sale a contratar obreros para su viña y lo hace en diferentes horas del día, porque siempre se encontrará en la plaza quien esté sin trabajo. A todos paga el final un denario, tal como había acordado con los primeros contratados y ante la reacción nos habla de su generosidad y benevolencia para querer pagar también a los últimos del día también un denario. ‘¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?’, les replica a quienes protestan. El premio para nuestra vida cuando respondemos a las invitaciones del Señor será siempre camino de vida eterna, y da igual que sean un denario o sean dos o más.
Al ir meditando en la parábola siempre se admira uno que salga a distintas horas, incluso cuando ya va cayendo la tarde, y se encuentre con obreros a los que envía a trabajar a su viña. Siempre hemos reflexionado que la llamada del Señor a nuestra vida puede venirnos en la primera hora o a la última hora y que siempre hemos de estar atentos a esa llamada del Señor para dar nuestra respuesta. Quizá algunos no se hayan encontrado con el Señor a lo largo de su vida, entretenidos como han estado en sus cosas por decirlo de manera suave, y será en el atardecer de la vida cuando el Señor les llame. No nos hagamos oídos sordos a su llamada y convirtamos nuestro corazón al Señor.
Pero quisiera fijarme - en el fondo es por donde ha ido mi reflexión - en que el propietario va llamando para trabajar en la viña. Esas diferentes horas del día podrían ser muy bien esos diferentes momentos de nuestra vida, unos más niños, otros más jóvenes o mayores, pero algunos en el atardecer de la vida, cuando ya somos muy entrados en años y con muchos achaques en nuestros cuerpos quizá. Llamada del Señor a la conversión, sí, pero llamada del Señor a trabajar en la viña; y trabajar en la viña significará implicarnos en tareas de apostolado, comprometernos en tareas en el seno de la Iglesia o en medio de la sociedad.
Algunas podrían decir, yo a mis años, ¿qué es lo que puedo hacer ya? Soy viejo y mi cuerpo está lleno de dolores y de achaques con muchas discapacidades quizá. Ya no podría hacer nada; ya no podría comprometerme en nada. Y te pregunto ¿estás seguro que ya no puedes hacer nada? ¿O será que no queremos hacer nada, que tenemos miedo al compromiso y por comodidad nos echamos atrás?
Creo que esto tendríamos que pensárnoslo y por ahí puede ir hoy el Señor en esa palabra que dirige a nuestro corazón. También en la tarde de la vida tenemos en nuestras manos un campo para trabajar, una viña del Señor de la que tendríamos que ocuparnos. No podemos pensar que porque seamos mayores ya no tenemos nada que hacer ni nada que aportar a nuestro mundo. En la parábola no solo son válidos los llamados a primera hora o a media mañana, sino también los llamados al atardecer.
En cualquiera de las horas de la vida siempre tenemos algo que ofrecer; y diría más, con la experiencia acumulada en nuestros muchos años, con lo que nos ha tocado luchar, sufrir, amar, gozar de tantas cosas muchos podemos ofertar, con mucho podemos enriquecer a los que vienen detrás, mucho le podemos decir para que no caigan quizá en los mismos errores en que nosotros caímos.

No importa que ahora hagamos más o menos, porque quizá nuestras pocas fuerzas nos impidan hacer grandes cosas, pero aunque nos parezcan pequeñas pueden ser grandes aportaciones que nosotros seguimos haciendo para bien de nuestro mundo, para bien de nuestra Iglesia, para mejora de nuestra humanidad. ¿No nos hace pensar mucho todo esto que estamos diciendo? Parémonos un poquito, porque ahí en lo hondo del corazón el Señor tendrá algo que decirnos.

martes, 20 de agosto de 2013

Con el Señor de nuestra parte es posible la salvación

Jueces, 6, 11-24; Sal. 84; Mt. 19, 23-30
‘¿Quién puede salvarse?’ Es la pregunta que se hacen los discípulos después de algunos comentarios que hace Jesús. Fue tras el episodio del joven rico que ante la invitación de Jesús de venderlo todo para dar el dinero a los pobres y luego seguir con toda radicalidad, y extrañados por esa reacción Jesús comenta que ‘difícilmente entrará un rico en el Reino de los cielos’ Y Jesús para que quedara clara la dificultad de la que hablaba, añadió: ‘Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos’.
De ahí surgió la reacción y la pregunta: ‘¿Quién puede salvarse?’ Pero inmediatamente Jesús nos da la respuesta. La salvación no es solo cosa nuestra o simplemente por méritos que hayamos adquirido. Es cosa de Dios, pero a lo que nosotros hemos de dar ciertamente una respuesta, porque nunca el Señor nos salvará si nosotros no queremos la salvación que El nos ofrece.
La salvación es obra de Dios. ‘Para los hombres es imposible; pero Dios lo puede todo’, afirma rotundamente Jesús. No obramos nosotros la salvación; no sería salvación sino que tendríamos que decirlo de otra forma. Es el Señor el que nos salva; es El quien ha ofrecido su vida para darnos la salvación; es Jesús quien nos ha redimido, porque por mucho que nosotros quisiéramos hacer nunca podríamos merecer la salvación. Es un don de Dios, un regalo de Dios.
Pero a ese regalo de Dios nosotros respondemos con actitudes y posturas nuevas en nuestra vida, con un nuevo actuar. Es Jesús quien con su muerte nos ha ganado la salvación, a lo que nosotros queremos decir sí; sí a ese amor infinito de Dios correspondiendo con nuestro amor; sí a esa salvación que nos ofrece, y cuando en esa salvación vemos nuestra vida transformada ahora queremos ya para siempre vivir en ese nuevo vivir, en esa nueva vida; le damos nuestro sí, y nos arrancamos de todo lo que nos ata; El nos ofrece el perdón de nuestros pecados porque solo El es quien puede perdonarnos, pero en nosotros está ese arrancarnos de nuestra vieja condición de pecadores para vivir la vida del hombre nuevo de la gracia.
Pero a lo que Jesús nos decía de la dificultad de los ricos para entrar en el reino de los cielos está el que mientras no seamos capaces de arrancarnos de todo lo que nos ata y nos esclaviza nos será imposible vivir en ese estilo nuevo del Reino de Dios, en ese estilo nuevo de los que viven la salvación de Jesús. Ya sabemos de las ambiciones de nuestro corazón y de las ataduras que nos creamos desde la posesión de las cosas materiales o la posesión de las riquezas. Se convierten para nosotros en dioses de nuestra vida, ídolos a los que terminamos adorando.
De ahí, la dificultad con el ejemplo que nos pone Jesús. Por las puertas estrechas de las murallas antiguas un camello con sus jorobas y las cargas que llevaban les era difícil entrar. Sin embargo nos dice Jesús que más fácil entra el camello a pesar de sus jorobas por esas puertas estrechas, que eran llamadas agujas, que quien tiene su corazón apegado a las riquezas pueda entrar en el Reino nuevo de Dios.

Vivamos con corazón desprendido; no apeguemos nuestro corazón a las cosas que terminarán esclavizándonos. Atesoremos los tesoros que bien merecen la pena cuando ponemos amor verdadero en nuestro corazón. Es lo que le pedía Jesús a aquel joven que venía con la ilusión de la vida eterna y es lo que continua pidiéndonos Jesús a nosotros. Que no haya jorobas ni apegos en nuestra vida que nos impidan ir con un corazón limpio y libre al encuentro del Señor. Con la fuerza y la gracia del Señor podemos conseguirlo. El está siempre con nosotros; que nosotros tengamos siempre nuestro corazón libre para Dios. Con el Señor de nuestra parte podremos alcanzar la salvación.

lunes, 19 de agosto de 2013

Si quieres entrar en la vida necesitas desprendimiento, generosidad, disponibilidad

Jueces, 2, 11-19; Sal. 105; Mt. 19, 16-22
‘Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. Es la primera respuesta de Jesús. ‘Uno se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Maestro que tengo que hacer para obtener la vida eterna?’
¿Alguno de nosotros se acercaría a Jesús también haciéndole esa misma pregunta? ¿Seré ése, acaso, un interrogante, un planteamiento que alguien de nuestro tiempo se hiciera pensando en la vida eterna? Quizá nos hemos acostumbrado a escuchar este pasaje del evangelio y esa pregunta que aquel joven - siempre pensamos que era un joven el que se había acercado a Jesús - le hace a Jesús sobre lo que tiene que hacer para alcanzar la vida eterna. No sé si ese sería un planteamiento que se hicieran muchos en los tiempos de hoy.
He querido detenerme en este detalle porque nos conviene reflexionar sobre la trascendencia que le damos a nuestra vida. No siempre vivimos con esa trascendencia. No siempre pensamos en la vida eterna. Tendríamos que preguntarnos y reflexionar sobre qué es lo que habitualmente le pedimos al Señor en nuestra oración.
Vivimos en un mundo muy materializado y de eso tenemos el peligro de contagiarnos. Pensamos demasiado en el momento presente y no tanto en el futuro definitivo de nuestra vida. Queremos y buscamos las cosas inmediatas y estamos acostumbrados a simplemente tocar un botón para que las cosas se nos realicen, o tocar la pantalla táctil de nuestros utensilios electrónicos para que las cosas o las respuestas las podemos tener al momento, que quizá lo menos en lo que pensamos es en la vida eterna. Por eso decía que nos convenía detenernos un poco a reflexionar sobre este planteamiento.
Y como hemos visto desde el principio la respuesta de Jesús es bien sencilla. ‘Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. Los mandamientos como camino para la vida y para la vida eterna. Pensamos en los mandamientos algunas veces como en prohibiciones y mandatos que nos pudieran coartar en nuestros sueños de libertad o en nuestros deseos. Pero Jesús nos está diciendo que son el camino para la vida. Es lo que Dios quiere para nosotros cuando ha impreso en lo más hondo de nuestro corazón su ley.
Sus mandamientos no están inscritos en tablas de piedra o en papeles que se puedan destruir o se puedan borrar. El mandamiento del Señor está grabado en nuestro corazón señalándonos lo que en verdad llevaría al hombre a la mayor plenitud y felicidad. Seamos capaces de mirar con ojos de luz los mandamientos del Señor; si miramos con ojos de luz nuestro corazón se va a llenar de luz y podremos descubrir de verdad esa luz con la que el Señor quiere iluminarnos para llevarnos a la plenitud y mayor felicidad de nuestra existencia. Eso son los mandamientos para el verdadero creyente.
Es hermoso encontrarse con alguien que pueda decir ‘todo eso lo he cumplido desde mi niñez’. Por eso, como nos dice alguno de los evangelistas Jesús se le quedó mirando con un cariño especial porque veían en aquel muchacho una capacidad para algo más grande todavía.
‘¿Qué me falta?’, pregunta aquel muchacho y la respuesta de Jesús no se hace esperar porque Jesús deposita una gran esperanza en el corazón de aquel joven. ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres - así tendrás un tesoro en el cielo - y luego vente conmigo’. Jesús confía en aquel joven y deposita en él grandes esperanzas. Podrás tener un tesoro en el cielo… puedes ser de los míos, de los que estén más cerca de mí, ‘vente conmigo’.
Jesús está mirando también nuestro corazón. ¿Nos estará diciendo también despréndete de todo eso que aprisiona tu corazón y vente conmigo? Jesús quiere levantarnos también a nosotros hacia lo alto. Jesús también quiere poner grandes metas en nuestra vida, que levantemos los ojos, que no nos quedemos a ras de tierra, o solo mirando al fondo de nuestros bolsillos. ¿Qué respuesta le vamos nosotros a dar? ¿Tendremos también aspiraciones de vida eterna? ¿Queremos llegar también al final de lo que nos propone Jesús?

Solo depende ahora de nuestra generosidad, de nuestra disponibilidad, de nuestra capacidad de desprendimiento. ¿Nos pasará como aquel joven que se fue triste porque era muy rico?

domingo, 18 de agosto de 2013

Palabras de Jesús que nos inquietan y nos han de hacer sentir el ardor del Espíritu

Jer. 8, 4-6.8-10; Sal. 39; Hb. 12, 1-4; Lc. 12, 49-53
‘He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!’ A muchos les asustan estas palabras de Jesús y muchos también se valen de estas palabras para hacer sus interpretaciones más o menos interesadas de Jesús y de sus palabras. No nos ha de extrañar. Es signo de contradicción, como lo había anunciado proféticamente el anciano Simeón.
Hablar de prender fuego - y más escuchando estas palabras en estos días calurosos de verano - nos podría hacer pensar en destrucción. El fuego todo lo devora, bien lo sabemos por cuando arden nuestros montes o por cuando tenemos la desgracia de cualquier incendio que destruye bienes y propiedades.
Pero también sabemos del sentido purificador del fuego, bien porque arrojemos a la hoguera aquellas cosas que no nos sirven y de las que queremos desprendernos, o también por su utilización para la purificación de metales preciosos o para la elaboración de resistentes aceros que nos valgan en nuestras construcciones. Ya no es destructor sino purificador o también elemento en cierto modo constructivo y creador de tantos materiales con los que podemos, por ejemplo, elaborar hermosas obras de arte. Ya le vamos viendo un sentido menos negativo, más bien positivo por cuanto de bueno puede salir de él.
Pero seguimos preguntándonos por el sentido de las palabras de Jesús, que continúa hablándonos de un bautismo por el que ha de pasar y del que nos dice además ‘¡qué angustia hasta que se cumpla!’. Nos ayuda a entender estas palabras de Jesús lo que le preguntaba a aquellos dos que vinieron con la pretensión de ocupar los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda. ‘¿Podéis beber la copa que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con yo voy a ser bautizado?’ Bien entendemos que Jesús se estaba refiriendo a su pasión.
Ahora la había venido anunciando una y otra vez y manifiesta la angustia, el ansia profunda que hay en su corazón por la pasión redentora que ha de sufrir. ‘¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir!’, sería la exclamación que brotaba del corazón de Cristo al comienzo de la cena Pascual.
No en vano Juan el Bautista cuando le preguntaban por el bautismo de agua que él realizaba allá junto al Jordán anunciaba al que había de venir y que nos bautizaría con Espíritu Santo y fuego. Precisamente los signos que se manifiestan en Pentecostés a la hora de la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo son las lenguas de fuego, cual llamaradas, que aparecieron sobre las cabezas de los Apóstoles. Fue el fuego del Espíritu que transformó los corazones de los apóstoles para que luego con valentía salieran a hacer el anuncio de Jesús. O podemos recordar también como los discípulos de Emaús cuando volvían después de su experiencia del encuentro con Cristo resucitado comentaban cómo mientras Jesús les hablaba y estaba con ellos les ardía el corazón.
Ese es el fuego del Espíritu que tiene que arder en nuestro corazón, en nuestra vida, purificándonos de nuestros miedos y cobardías, de las confusiones que nos dividen o que nos encierran en nosotros mismos para que salgamos valientemente a comportarnos como testigos que no podemos callar, que no podemos dejar de hablar de esa fe que transforma nuestros corazones, de esa fe que nos llena de alegría y nos entusiasma, de esa fe que tenemos que contagiar cual una llama que se va propagando más y más para llevar esa luz a nuestro mundo. Es el fuego del Espíritu que siembra inquietud en nuestro corazón y que no nos deja quietos.
La fe no es una dormidera para nuestra alma, como algunos hayan podido pensar a nuestro alrededor, sino que siembra inquietud en nuestro corazón y nos lanza al anuncio y al compromiso, nos lanza a dar testimonio en todo momento de lo que vivimos allá en lo más hondo de nosotros. Si alguna vez alguien haya podido decir que la fe nos adormece es porque no conocen bien el sentido de nuestra fe y cuando no se conoce bien es fácil juzgar pero es fácil también equivocarse, o también porque quizá los cristianos no hemos dado el testimonio valiente que teníamos que haber dado y eso ha creado esa confusión. No busquemos nunca la fe que nos adormece porque esa no es la verdadera fe.
No será, sin embargo, tarea fácil. Hoy Jesús nos dice ‘¿pensáis que he venido a traer al mundo paz?’ No es la paz de los muertos que ya no nos inquieta la que Jesús ha venido a traernos. Es la inquietud que siembra en nuestro corazón y que hará que también podamos ser un signo de contradicción para los que están a nuestro lado y no nos entienden. ‘No, sino división’, se responde Jesús a esa pregunta. Y nos habla de esa división que incluso en el ámbito de los más cercano a nosotros como puedan ser nuestras familias puede surgir.
Una división, podríamos decir, que comienza quizá dentro de nosotros mismos cuando en nuestro corazón nos vemos envueltos en esa inquietud y tenemos que tomar opciones, y no sabemos que hacer en ocasiones, porque quizá los que estén a nuestro lado no nos van a entender o se nos van a poner en contra. Es ese ardor que sentimos dentro de nosotros mismos y que nos hace luchar, gastarnos, dar todo lo más y mejor de nosotros, porque no podemos soportar el sufrimiento de tantos a nuestro alrededor.
Pero a pesar de esas inquietudes que no nos dejan quietos o de la división o desencuentros que podamos tener con los que nos rodean, sin embargo Jesús sí nos dará su paz, pero, como decíamos, no una paz que nos adormece sino la paz del gozo que sentimos por esa opción que hemos hecho por Jesús, por su evangelio, por los valores del Reino de Dios.
Y aunque vivamos muchas veces zarandeados en medio de nuestros trabajos y compromisos o de las luchas que tenemos que sostener por inquietar a los demás, por trabajar por hacer que nuestro mundo sea mejor y nos duelan muchas cosas que vemos en nuestro mundo muchas veces injusto y que nos puedan hacer sufrir, sin embargo hay una paz en el corazón que nadie nos podrá quitar en esa satisfacción por lo bueno que estamos haciendo y por lo que queremos entregarnos.
Que ese fuego del Espíritu llene nuestro corazón. No lo temamos ni lo rehuyamos. Dejémonos quemar por él, porque va a transformar nuestro corazón, porque será también transformador de nuestro mundo. Es nuestra tarea, nuestro compromiso. Es nuestra alegría, la alegría de la fe que vivimos y que queremos contagiar a nuestro mundo.
Recordemos cuanto nos ha dicho el Papa Francisco de esa inquietud, nacida de la fe, que hemos de sentir en nuestros corazones y que nos haga salir e ir al encuentro del mundo que nos rodea con el testimonio de nuestra fe. Nos lo repite continuamente, no nos podemos quedar encerrados en nosotros mismos o solamente con los nuestros sino que ese ardor del Espíritu en nuestro corazón nos tiene que hacer misioneros de verdad. No es tarea de un día, sino tarea de todos los días.