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viernes, 23 de agosto de 2013

Con sinceridad y lealtad vamos a Dios para dejarnos instruir en las sendas de su amor

Rut, 1, 1.3-6.14-16.22; Sal. 145; Mt. 22, 34-40
‘Dios mío, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad’, le hemos pedido al Señor en la aclamación del aleluya antes del Evangelio. Con sinceridad nos ponemos ante Dios y queremos dejarnos enseñar y conducir por su Espíritu. Lo menos que podemos hacer es ir con sinceridad ante Dios. Seamos en verdad leales, fieles, sinceros.
Hemos escuchado en el evangelio que ‘los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba’. ¿Le interesaba la pregunta que le estaba haciendo a Jesús? ¿en verdad quería aprender de Jesús? Esta postura con falta de sinceridad me recuerda a personas que vienen preguntando por aquí y por allá, preguntan a uno y preguntan a otro, pero lo que quieren es que se les dé la respuesta que les satisfaga, lo que ellos esperan oír. ¿Van con sinceridad y con deseos de aprender, de encontrar la verdad? Van a poner a prueba como fueron aquellos fariseos a preguntar a Jesús.
La respuesta ellos la conocían porque lo que estaban preguntando era lo que todo buen judío se sabía muy bien. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ La respuesta de Jesús no puede ser otra. Les recuerda el mandamiento de Dios que bien conocían desde el Deuteronomio y desde el Levítico. ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este es el mandamiento principal y primero’. Y Jesús añade: ‘El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo’.
Ahí está el fundamento de todo, en el amor; en fin de cuentas no es sino una respuesta de amor al Amor con mayúsculas, al Amor que nos tiene Dios que es amor. Ahí tenemos que centrar toda nuestra vida. Por eso les dice lo que para todo buen judío puede ser el argumento más profundo. ‘Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas’. Bien es sabido que ese era el fundamento de la fe y de la religiosidad judía: la ley y los profetas. Ahí se centraba todo. Recordemos que en la transfiguración de Jesús en el Tabor aparecen Moisés y Elías, como signos de la ley y los profetas.
El amor a Dios y el amor al prójimo es el compendio de toda la Escritura. De este amor cobran valor y significado todos los demás preceptos. Por eso nos diría san Agustín en sus comentarios, ‘Ama y haz lo que quieras’; es que amando estamos cumpliendo todos los mandamientos del Señor; si amamos nunca haremos nada malo, porque no haremos daño a nadie, sino todo lo contrario porque lo amamos siempre estaríamos buscando su bien. ¿Cómo puede amar a alguien y hacerle daño? ¿cómo puedes amar a alguien y robarle, o mentirle, o tratarlo mal, o despreciarlo, o no sentir compasión por su necesidad o por su dolor? Amamos y nuestro corazón tiene que hacerse compasivo y misericordioso como el corazón de Dios.
Amar es cumplir la ley entera, que nos diría san Pablo. Y amamos con todo nuestro ser; no a cachitos, no por partes, no haciéndonos reservas. Amamos con todo el corazón. Así a Dios, pero cuando amamos así a Dios necesariamente tenemos que amar al prójimo de la misma manera. ‘El segundo es semejante a él’, nos decía Jesús. O sea que tenemos que amar al prójimo con la misma intensidad para que haya verdadero amor de Dios.

Vayamos con sinceridad a Dios, con un corazón abierto a la acción y al amor de Dios; con un corazón disponible para amar como ama Dios; con un corazón que se deja instruir por el Señor; con un corazón leal y sincero. 

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