Con sinceridad y lealtad vamos a
Dios para dejarnos instruir en las sendas de su amor
Rut, 1, 1.3-6.14-16.22; Sal. 145; Mt. 22, 34-40
‘Dios mío, instrúyeme
en tus sendas, haz que camine con lealtad’, le hemos pedido al Señor en la aclamación del aleluya
antes del Evangelio. Con sinceridad nos ponemos ante Dios y queremos dejarnos
enseñar y conducir por su Espíritu. Lo menos que podemos hacer es ir con
sinceridad ante Dios. Seamos en verdad leales, fieles, sinceros.
Hemos escuchado en el evangelio que ‘los fariseos, al oír que había hecho callar
a los saduceos se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a
prueba’. ¿Le interesaba la pregunta que le estaba haciendo a Jesús? ¿en
verdad quería aprender de Jesús? Esta postura con falta de sinceridad me
recuerda a personas que vienen preguntando por aquí y por allá, preguntan a uno
y preguntan a otro, pero lo que quieren es que se les dé la respuesta que les
satisfaga, lo que ellos esperan oír. ¿Van con sinceridad y con deseos de
aprender, de encontrar la verdad? Van a poner a prueba como fueron aquellos
fariseos a preguntar a Jesús.
La respuesta ellos la conocían porque lo que estaban
preguntando era lo que todo buen judío se sabía muy bien. ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ La respuesta
de Jesús no puede ser otra. Les recuerda el mandamiento de Dios que bien conocían
desde el Deuteronomio y desde el Levítico. ‘Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este
es el mandamiento principal y primero’. Y Jesús añade: ‘El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo’.
Ahí está el fundamento de todo, en el amor; en fin de
cuentas no es sino una respuesta de amor al Amor con mayúsculas, al Amor que
nos tiene Dios que es amor. Ahí tenemos que centrar toda nuestra vida. Por eso
les dice lo que para todo buen judío puede ser el argumento más profundo. ‘Estos dos mandamientos sostienen la ley
entera y los profetas’. Bien es sabido que ese era el fundamento de la fe y
de la religiosidad judía: la ley y los profetas. Ahí se centraba todo.
Recordemos que en la transfiguración de Jesús en el Tabor aparecen Moisés y
Elías, como signos de la ley y los profetas.
El amor a Dios y el amor al prójimo es el compendio de
toda la Escritura. De este amor cobran valor y significado todos los demás
preceptos. Por eso nos diría san Agustín en sus comentarios, ‘Ama y haz lo que quieras’; es que
amando estamos cumpliendo todos los mandamientos del Señor; si amamos nunca
haremos nada malo, porque no haremos daño a nadie, sino todo lo contrario
porque lo amamos siempre estaríamos buscando su bien. ¿Cómo puede amar a
alguien y hacerle daño? ¿cómo puedes amar a alguien y robarle, o mentirle, o
tratarlo mal, o despreciarlo, o no sentir compasión por su necesidad o por su
dolor? Amamos y nuestro corazón tiene que hacerse compasivo y misericordioso
como el corazón de Dios.
Amar es cumplir la ley
entera, que nos
diría san Pablo. Y amamos con todo nuestro ser; no a cachitos, no por partes,
no haciéndonos reservas. Amamos con todo el corazón. Así a Dios, pero cuando
amamos así a Dios necesariamente tenemos que amar al prójimo de la misma
manera. ‘El segundo es semejante a él’,
nos decía Jesús. O sea que tenemos que amar al prójimo con la misma intensidad
para que haya verdadero amor de Dios.
Vayamos con sinceridad a Dios, con un corazón abierto a
la acción y al amor de Dios; con un corazón disponible para amar como ama Dios;
con un corazón que se deja instruir por el Señor; con un corazón leal y
sincero.
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