María, Reina y Señora nos compromete a hacer un mundo nuevo
Is. 9, 1-6; Sal. 112; Lc. 1, 26-38
Fue el Papa Pío XII el que en 1954 instituyó esta
fiesta de la Virgen, Reina del Universo, estableciéndola en el último día de
mayo. Pero con la reforma litúrgica a partir del Concilio el Papa Pablo VI la
trasladó a este día en que ahora la celebramos, el 22 de agosto, que viene a
ser como una octava de la fiesta de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a
los cielos, que celebrábamos hace ocho días. Si decíamos el día de la Asunción
que estábamos celebrando la glorificación de María, ahora contemplándola en la
gloria del cielo en nuestro amor y devoción la proclamamos como Reina y Señora
del Universo.
Jesús es el único Señor y Rey del universo, tenemos que
reconocer como lo celebramos el último domingo del año litúrgico. El que siendo
de categoría divina, se rebajó, se hizo hombre, y se sometió a la muerte como
un hombre cualquiera, pero como nos enseña san Pablo Dios lo levantó y lo puso
sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el
cielo, en la tierra, en el abismo y toda lengua proclame Jesucristo es el Señor
para gloria de Dios Padre. Por la resurrección de entre los muertos Dios lo
constituyó Señor y Mesías, proclamaba Pedro en Pentecostés.
Jesús nos había enseñado que el que se humilla será
ensalzado y así contemplamos glorificado al Hijo de Dios. María se proclamó a
sí misma la última, la esclava - ‘aquí está la esclava del Señor… se fijó en la
humillación de su esclava’, diría ella de sí misma -, y Dios también la
levanta, la ensalza, la vemos glorificada en su Asunción, como celebrábamos la
semana pasada, y la contemplamos como Reina y Señora, como estamos celebrando
hoy.
‘La Virgen Inmaculada,
como nos enseña el
Concilio Vaticano II, terminado el curso
de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial, y
ensalzada como Reino del Universo, para que se asemejara más a su Hijo, Señor
de señores y vencedor del pecado y de la muerte’.
Cuando proclamamos a María como Reina y Señora no lo
hacemos a la manera como podamos contemplar y proclamar a los reyes de este
mundo. Demasiado hemos rodeado las imágenes de la Virgen de oros y de coronas de
triunfo a la manera de los reyes de este mundo, que muchas veces nos confunden. ‘Mi reino no es de este mundo’, había dicho Jesús, precisamente
cuando se proclama rey pero está preso ante Pilatos que lo va a condenar a
muerte. Será Jesús rey porque se hace el último y el servidor de todos, como
nos había enseñado, y su entrega de amor llega hasta el final dando la prueba
más sublime de lo que es el amor que nos tiene. Con su sangre nos rescató y nos
purificó, nos llenó de nueva dignidad porque nos hizo hijos y partícipes de la
vida divina siendo con El coherederos de su gloria y de su Reino.
Es el camino que vemos recorrer a María también, como
tantas veces hemos dicho y reflexionado, la mujer siempre abierta a Dios pero
siempre dispuesta a servir; la que se llama a sí mismo la esclava del Señor
pero no porque quedara bonito el emplear esa expresión, sino porque su vida fue
siempre de servicio y de amor. María nos enseña cómo hemos de vivir el Reino de
Dios porque su vida fue el mejor testimonio y ejemplo que nosotros podemos
tener de cuál ha de ser esa vida de servicio para buscar hacer siempre el bien
a los demás. Ella, la que proclama un reino nuevo de justicia en el cántico del
Magnificat - ‘derribó a los poderosos de
sus tronos y ensalzó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y a los
ricos despidió vacíos’ -.
María a quien contemplamos hoy glorificada y proclamada
como nuestra Reina y nuestra Señora, es el tipo, la imagen de lo que ha de ser
la Iglesia glorificada, pero es el mejor tipo e imagen de lo que ahora ha de
vivir la Iglesia mientras seguimos peregrinos por este mundo. En María tenemos
el ejemplo y el estímulo para ese servicio que desde el amor hemos de hacer a
toda la humanidad, a todo nuestro mundo. En María encontramos el ejemplo y el
impulso para hacer ese mundo nuevo de justicia y de verdad, como ella misma nos
canta en el Magnificat que ya recordábamos.
En María aprenderemos a hacernos siempre los últimos
para servir, considerando que esa es nuestra mayor grandeza. En María
aprenderemos a estar siempre con los ojos atentos como estaba ella en las bodas
de Caná para aprender a encontrarnos con el hombre que sufre, que tiene múltiples
carencias, que está sumergido en muchas sombras de muerte y nos sentiremos a ir
aprisa al encuentro de ese hombre al que tenemos que llevarle luz, al que
tenemos que llevarle vida, al que tenemos que llevarle nuestro amor.
No celebramos esta fiesta de María para quedarnos
arrobados en hermosos cánticos que hagamos a María sino para sentir el
compromiso en lo más hondo de nosotros mismos para saber ir al encuentro del hombre,
de nuestro mundo que anda a oscuras, de tantos que andan desorientados en la
vida, de tantos que sufren de muchas maneras en sus múltiples carencias que no
son siempre únicamente carencias materiales y a los que tenemos que remediar,
ayudar, amar, iluminar.
Cantemos, sí, el cántico de María, pero no como mera
repetición de sus palabras sino como expresión y compromiso de ese mundo nuevo
que tenemos que construir en el nombre del Señor. Nuestro amor a María a eso
nos compromete. Nuestro amor a María nos convierte en mensajeros y misioneros
de la luz y del amor.
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