Palabras de Jesús que nos inquietan y nos han de hacer sentir el ardor del Espíritu
Jer. 8, 4-6.8-10; Sal. 39; Hb. 12, 1-4; Lc. 12, 49-53
‘He venido a prender
fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!’ A muchos les asustan estas palabras
de Jesús y muchos también se valen de estas palabras para hacer sus
interpretaciones más o menos interesadas de Jesús y de sus palabras. No nos ha
de extrañar. Es signo de contradicción, como lo había anunciado proféticamente
el anciano Simeón.
Hablar de prender fuego - y más escuchando estas
palabras en estos días calurosos de verano - nos podría hacer pensar en
destrucción. El fuego todo lo devora, bien lo sabemos por cuando arden nuestros
montes o por cuando tenemos la desgracia de cualquier incendio que destruye
bienes y propiedades.
Pero también sabemos del sentido purificador del fuego,
bien porque arrojemos a la hoguera aquellas cosas que no nos sirven y de las
que queremos desprendernos, o también por su utilización para la purificación
de metales preciosos o para la elaboración de resistentes aceros que nos valgan
en nuestras construcciones. Ya no es destructor sino purificador o también
elemento en cierto modo constructivo y creador de tantos materiales con los que
podemos, por ejemplo, elaborar hermosas obras de arte. Ya le vamos viendo un
sentido menos negativo, más bien positivo por cuanto de bueno puede salir de
él.
Pero seguimos preguntándonos por el sentido de las
palabras de Jesús, que continúa hablándonos de un bautismo por el que ha de
pasar y del que nos dice además ‘¡qué
angustia hasta que se cumpla!’. Nos ayuda a entender estas palabras de
Jesús lo que le preguntaba a aquellos dos que vinieron con la pretensión de
ocupar los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda. ‘¿Podéis beber la copa que yo he de beber
o ser bautizados con el bautismo con yo voy a ser bautizado?’ Bien
entendemos que Jesús se estaba refiriendo a su pasión.
Ahora la había venido anunciando una y otra vez y
manifiesta la angustia, el ansia profunda que hay en su corazón por la pasión
redentora que ha de sufrir. ‘¡Cuánto he
deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir!’, sería la
exclamación que brotaba del corazón de Cristo al comienzo de la cena Pascual.
No en vano Juan el Bautista cuando le preguntaban por
el bautismo de agua que él realizaba allá junto al Jordán anunciaba al que
había de venir y que nos bautizaría con
Espíritu Santo y fuego. Precisamente los signos que se manifiestan en
Pentecostés a la hora de la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles
reunidos en el Cenáculo son las lenguas de fuego, cual llamaradas, que
aparecieron sobre las cabezas de los Apóstoles. Fue el fuego del Espíritu que
transformó los corazones de los apóstoles para que luego con valentía salieran
a hacer el anuncio de Jesús. O podemos recordar también como los discípulos de
Emaús cuando volvían después de su experiencia del encuentro con Cristo
resucitado comentaban cómo mientras Jesús les hablaba y estaba con ellos les
ardía el corazón.
Ese es el fuego del Espíritu que tiene que arder en
nuestro corazón, en nuestra vida, purificándonos de nuestros miedos y
cobardías, de las confusiones que nos dividen o que nos encierran en nosotros
mismos para que salgamos valientemente a comportarnos como testigos que no
podemos callar, que no podemos dejar de hablar de esa fe que transforma
nuestros corazones, de esa fe que nos llena de alegría y nos entusiasma, de esa
fe que tenemos que contagiar cual una llama que se va propagando más y más para
llevar esa luz a nuestro mundo. Es el fuego del Espíritu que siembra inquietud
en nuestro corazón y que no nos deja quietos.
La fe no es una dormidera para nuestra alma, como
algunos hayan podido pensar a nuestro alrededor, sino que siembra inquietud en
nuestro corazón y nos lanza al anuncio y al compromiso, nos lanza a dar
testimonio en todo momento de lo que vivimos allá en lo más hondo de nosotros.
Si alguna vez alguien haya podido decir que la fe nos adormece es porque no
conocen bien el sentido de nuestra fe y cuando no se conoce bien es fácil
juzgar pero es fácil también equivocarse, o también porque quizá los cristianos
no hemos dado el testimonio valiente que teníamos que haber dado y eso ha
creado esa confusión. No busquemos nunca la fe que nos adormece porque esa no
es la verdadera fe.
No será, sin embargo, tarea fácil. Hoy Jesús nos dice ‘¿pensáis que he venido a traer al mundo
paz?’ No es la paz de los muertos que ya no nos inquieta la que Jesús ha
venido a traernos. Es la inquietud que siembra en nuestro corazón y que hará
que también podamos ser un signo de contradicción para los que están a nuestro
lado y no nos entienden. ‘No, sino
división’, se responde Jesús a esa pregunta. Y nos habla de esa división
que incluso en el ámbito de los más cercano a nosotros como puedan ser nuestras
familias puede surgir.
Una división, podríamos decir, que comienza quizá
dentro de nosotros mismos cuando en nuestro corazón nos vemos envueltos en esa
inquietud y tenemos que tomar opciones, y no sabemos que hacer en ocasiones,
porque quizá los que estén a nuestro lado no nos van a entender o se nos van a
poner en contra. Es ese ardor que sentimos dentro de nosotros mismos y que nos
hace luchar, gastarnos, dar todo lo más y mejor de nosotros, porque no podemos
soportar el sufrimiento de tantos a nuestro alrededor.
Pero a pesar de esas inquietudes que no nos dejan
quietos o de la división o desencuentros que podamos tener con los que nos
rodean, sin embargo Jesús sí nos dará su paz, pero, como decíamos, no una paz
que nos adormece sino la paz del gozo que sentimos por esa opción que hemos
hecho por Jesús, por su evangelio, por los valores del Reino de Dios.
Y aunque vivamos muchas veces zarandeados en medio de
nuestros trabajos y compromisos o de las luchas que tenemos que sostener por
inquietar a los demás, por trabajar por hacer que nuestro mundo sea mejor y nos
duelan muchas cosas que vemos en nuestro mundo muchas veces injusto y que nos
puedan hacer sufrir, sin embargo hay una paz en el corazón que nadie nos podrá
quitar en esa satisfacción por lo bueno que estamos haciendo y por lo que
queremos entregarnos.
Que ese fuego del Espíritu llene nuestro corazón. No lo
temamos ni lo rehuyamos. Dejémonos quemar por él, porque va a transformar
nuestro corazón, porque será también transformador de nuestro mundo. Es nuestra
tarea, nuestro compromiso. Es nuestra alegría, la alegría de la fe que vivimos
y que queremos contagiar a nuestro mundo.
Recordemos cuanto nos ha dicho el Papa Francisco de esa
inquietud, nacida de la fe, que hemos de sentir en nuestros corazones y que nos
haga salir e ir al encuentro del mundo que nos rodea con el testimonio de
nuestra fe. Nos lo repite continuamente, no nos podemos quedar encerrados en
nosotros mismos o solamente con los nuestros sino que ese ardor del Espíritu en
nuestro corazón nos tiene que hacer misioneros de verdad. No es tarea de un
día, sino tarea de todos los días.
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