Is. 30, 18-21.23-26;
Sal. 146;
Mt. 9, 35-10, 1.6-8
‘Dichosos los que esperan en el Señor’. Dichosos los que tienen esperanza. Lo hemos repetido en el salmo. Es la esperanza que anima nuestra vida de creyentes. Es la esperanza que avivamos con fuerza en este tiempo de Adviento. Esperamos en el Señor. En El ponemos toda nuestra esperanza.
¡Cómo no vamos a poner nuestra esperanza en el Señor! ¿En quién si no la vamos a poner? Es el único que no nos falla nunca. Como decía el salmo ‘reconstruye Jerusalén… reúne a los deportados que están lejos… sana los corazones destrozados, venda sus heridas… sostiene a los humildes…’ ¿No nos vemos nosotros ahí entre los llamados, a los que cura y sostiene?
Pero además fijémonos en lo que nos decía el evangelio. ‘Recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias’. Y además vemos cómo expresa su misericordia y compasión cuando contempla a aquellas multitudes que acuden hasta El. ‘Se compadecía de aquellas gentes porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor’.
Es el Pontífice compasivo y fiel, del que nos habla la carta a los Hebreos, capaz de compadecerse de todas nuestras flaquezas y debilidades. Con cuánta confianza, pues, podemos acercarnos a El, porque siempre vamos a encontrar misericordia y compasión. Y es eso lo que nos llena de confianza y esperanza. Porque aunque somos pecadores, somos débiles y tantas veces caemos en la infidelidad del pecado, sabemos que en El siempre vamos a encontrar misericordia y compasión.
Cómo no vamos a poner toda nuestra confianza en el Señor, como decíamos antes. En El ponemos nuestra esperanza. Ese es, en consecuencia, el deseo grande que se aviva en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Esperamos al Salvador. Pedimos una y otra vez, ‘ven, ven, Señor, no tardes’. Sabemos quien va a venir. Sabemos lo que en verdad vamos a celebrar. Esperamos la salvación que el Señor viene a traernos. Es el que viene a traernos la paz. Es quien nos regala la gracia y el perdón.
Por eso este tiempo de esperanza es en cierto modo también penitencial porque nos reconocemos pecadores que necesitan el perdón; nos sentimos como derrotados y con el corazón destrozado por el pecado que tantas veces dejamos meter dentro de nosotros. Y ansiamos la paz, deseamos el perdón, buscamos ese amor grande de Dios que se nos va a manifestar en el Niño nacido en Belén que es nuestro Salvador, que es el Hijo de Dios hecho hombre para redimirnos y salvarnos.
Pero sentimos también algo más que nos manifiesta y revela la Palabra del Señor que se nos ha proclamado. Jesús quiere que nosotros vayamos con ese mensaje de paz a los demás, que seamos testigos con nuestra vida de su misericordia y compasión y entonces a nosotros nos confía su misma misión.
Se lamenta Jesús que la mies es abundante y los obreros son pocos, pero nos dice cómo tenemos que rogar al dueño de la mies para que llame y envíe abundantes obreros a trabajar en su campo. Y a continuación nos dice el evangelista que envió a sus discípulos, a los doce apóstoles. Los llamó y ‘les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia; y a estos doce los envió… Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dadlo gratis’.
Con su misma misión nos envía. Con su misma misericordia y compasión tenemos que ir a los demás, siendo testigos con nuestra vida de lo que es la misericordia y la compasión del Señor que ya nosotros hemos experimentado. Tenemos que ser testigos de esperanza. Esa dicha que nosotros hemos experimentado poniendo nuestra confianza en el Señor tenemos que saberla trasmitir a los demás. Eso que nosotros hemos recibido, ese amor que se ha derramado tan copiosamente en nuestra vida tenemos que testimoniarlo a los demás, anunciárselo a los otros, para que todos crean en el amor, todos alcancen la misericordia del Señor.