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lunes, 17 de octubre de 2011

Buscar la dicha más grande y que nos hace más felices

Rom. 4, 20-25;

Sal.: Lc. 1, 69-75;

Lc. 12, 13-21

‘Hombre tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida…’ ¿Habrá algunos que sigan pensando así? Creo que la experiencia nos dice que sí; pero con sinceridad incluso tendríamos que preguntarnos si acaso de alguna manera nosotros algunas veces no tenemos también esa tentación.

Mala compañía y mala consejera es doña codicia. Cuántos afanes, agobios, preocupaciones por tener, por asegurarnos la vida, decimos; soñamos en que todos los problemas se nos resuelven, y todo lo tendremos asegurado. Y no es ya solo con el fruto de nuestro trabajo, sino que buscamos la suerte, que si nos ganamos la lotería o no sé que juego de azar y nos obsesionamos con las cosas. Cuántos sueños y cuántas frustraciones.

Mala compañía y mala consejera porque nos hace egoístas y ambiciosos, materialistas y encerrados en nosotros mismos, nos ciega y nos impide ver el valor de las cosas que verdaderamente tienen valor. El avaro y codicioso incluso no sabrá disfrutar buenamente de aquellas cosas que posee porque su sueño y ambición es tener y tener y al final ni se dará buena vida por no perder el goce de poseer y tener más y más. Tiene el peligro en su egoísmo de volverse insoportable y hasta de llenar de violencia su vida.

A Jesús le da ocasión el proponernos esta parábola y prevenirnos contra la codicia el hecho de que alguien solicite que Jesús sea juez en un pleito con un hermano a causa de herencias y posesiones. ‘Guardaos de toda clase de codicia’, porque nos llevaría al enfrentamiento incluso entre hermanos, como es el caso. Y les propone la parábola del hombre rico que tiene buena cosecha y ya se piensa que todo lo tiene resuelto. Fijaos que este hombre no habla con nadie, sino consigo mismo; de tal manera se ha encerrado en si mismo a causa de los bienes abundantes que posee.

De sus ambiciosos sueños será una voz quien le despierte para decirle que su vida se termina y todo aquello que ha acumulado ¿de quién será? ¿Nos habremos despertado nosotros alguna vez de nuestros sueños dándonos cuenta de que por mucho que tengamos todo eso un día hemos de dejarlo a un lado?

A estas alturas de la vida – la homilía está dicha en un centro de ancianos – ya tendríamos que habernos dado cuenta de que nada nos valen las cosas sino que habrá algo más importante por lo que afanarnos y procurar. Pero con el paso de los años a pesar de todo tenemos el peligro y la tentación de hacernos cada vez más egoístas y andamos muchas veces peleándonos por minucias y cosas sin importancia. Pero ya escuchamos a Jesús que nos dice, aunque a veces no le hacemos caso: ‘Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’.

Ya en otro lugar del evangelio Jesús nos dirá que atesoremos tesoros, no donde los ladrones nos los roben o la carcoma o la polilla los corroa. Y nos habla Jesús del tesoro que hemos de guardar en el cielo. Nos dice cómo terminaremos cuando amasamos riquezas sólo para nosotros mismos y no sabemos ser ricos ante Dios.

Rompamos ese círculo que nos encierra; seamos capaces de abrirnos a los demás y abrirnos a Dios, de pensar más en los demás y de pensar en el Señor. Hay cosas en nuestra relación con los demás que nos dan más hondas satisfacciones que las que esperamos alcanzar en la posesión de las cosas.

Un corazón desprendido siempre será más feliz. El que busca primero que nada la felicidad del que está a su lado aunque uno tenga que olvidarse de sí mismo alcanzará la felicidad más verdadera. El que sabe despertar la sonrisa de un niño, el que hace brillar los ojos de una persona que sufre despertando una nueva ilusión, el que sabe caminar al lado del otro aunque fuera en silencio para ser compañía que mitigue soledades, o simplemente por el gozo de caminar juntos será la persona más feliz del mundo, y lleva en su alma la riqueza más verdadera.

Bueno es que rompamos ese círculo de codicia y de egoísmo para encontrar la dicha y la felicidad más grande en el alma.

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