Ez. 2,2-5;
Sal. 122;
2Cor. 12, 7-10;
Mc. 6, 1-6
La profecía de Ezequiel que hoy hemos escuchado nos recuerda a Isaías en el texto que Jesús leyó en su visita a la sinagoga de Nazaret, como se nos cuenta en el evangelio de Lucas. ‘El Espíritu entró en mí, me puso en pie y oí que me decía… yo te envío a los israelitas…’
Jesús está lleno del Espíritu del Señor que le ha ungido y ha enviado a anunciar la Buena Noticia de Salvación… proclamar la amnistía, el perdón, la gracia salvadora de Dios.
La Palabra que se nos proclama espera respuesta por nuestra parte. La salvación es un regalo de gracia del Señor pero que tenemos que acoger y aceptar. Dios no nos obliga ni a la salvación. Nos ofrece su regalo de salvación. Pero podemos cerrar las puertas de la vida a la gracia salvadora del Señor.
Sucedió entonces y sigue sucediendo. Jesús en el evangelio nos lo muestra de diferentes maneras. Algunas veces con parábolas como la del trigo caído en tierras diferentes con la disparidad de sus frutos. Otras, como hoy, nos habla de la actitud y hasta rechazo de sus gentes en Nazaret.
Todas las preguntas que se hacen las gentes de Nazaret eran como poner ‘peros’ o pegas a la acción de Jesús. ¿Quién es éste? ¿Cómo sabe tanto? ¿Y esos milagros que sabemos que ha hecho en Cafarnaún y en otros lugares?
‘No rechazan a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa’, diría Jesús. ‘No pudo hacer allí ningún milagro… y se extrañó de su falta de fe’.
‘Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos’, que decía la profecía de Ezequiel.
Hablábamos de la respuesta a la Palabra salvadora de Jesús, de la respuesta negativa de las gentes de Nazaret, pero ¿cuál es nuestra respuesta? Ya sabemos que cuando escuchamos y comentamos la Palabra de Dios no nos quedamos en hacer juicio de la respuesta que otros dieron a Jesús. La Palabra es una palabra viva que el Señor nos dirige, que el Señor dirige a cada uno de los presentes. Por eso siempre tenemos que mirarnos en el espejo de esa Palabra dicha y escuchada para ver nuestra respuesta.
Si miramos el conjunto de nuestra sociedad y del amplio campo de nuestro mundo ya sabemos y somos conscientes de la respuesta. No vamos a contentarnos en nuestra reflexión con lamentaciones sobre la increencia de la gente, la indiferencia religiosa en la que se está cayendo o la pérdida de valores que se sustituyen por ese materialismo de la vida, ese hedonismo o apetencia de vida fácil y placentera que estamos viendo como algo predominante en nuestra sociedad entre otras cosas.
Yo querría pensar en la respuesta que damos los que estamos más dentro de la Iglesia, de los que venimos a Misa cada semana o cada día y escuchamos la Palabra, en nosotros mismos que estamos aquí reunidos y me pongo yo el primero en este análisis o examen.
No nos extraña que los ajenos a la religión o al espíritu o sentido cristiano no terminen de entender el mensaje de Jesús, digan no sé cuantas cosas de la Iglesia y hagan sus propias interpretaciones, por ejemplo, del magisterio de la Iglesia, lo que nos enseña el papa o nuestros obispos. Cogerán, como se suele decir, el rábano por las hojas, tomarán una frase fuera de contexto según sus visiones e intereses y harán sus interpretaciones, sus juicios, como sucede tantas veces con el magisterio del Papa. Casos recientes tenemos muchos.
Pero, ¿no estaremos cayendo en esas redes los que nos sentimos más cercanos de la Iglesia, los que estamos dentro de ella? Muchas veces nos dejamos arrastrar por esos comentarios y los aceptamos sin más, sin buscar la manera de conocer mejor lo que realmente nos ha dicho la iglesia o el Papa. Otras veces también queremos hacer nuestras rebajas en principios fundamentales de nuestra fe o de nuestra moral cristiana basada en el evangelio. O nos vamos con éste o con aquel porque nos cae más simpático, o porque con su palabrería halaga mis oídos, mis intereses o mis pasiones diluyendo el espíritu del evangelio. Son peligros y tentaciones que todos tenemos.
Los convecinos de Jesús en Nazaret sacaban a relucir que si era el carpintero, o si era el hijo de María, o que por allí andaban sus parientes. Pero ¿estaban abiertos a la Palabra de Dios que Jesús proclamaba y al anuncio del Reino? Ya el mismo evangelista nos comenta que Jesús se extrañaba de su falta de fe. O sea, que lo importante cuando estaban escuchando a Jesús no era la Palabra de Dios que Jesús les trasmitía y que era Jesús mismo, sino que estaban pendientes de otras cosas más accidentales.
¡Cuántas cosas y comentarios tenemos que escuchar quienes tenemos que anunciar y proclamar la Palabra de Dios! Que si no nos entienden, que si tenemos que adaptarnos más, que si se tiene que hablar de ésta o de no sé qué forma… Y este sacerdote me cae más en gracia y que sermones más ‘bonitos’ dice no se quién, que el otro es un aburrido, que si es de esta tendencia o de no sé qué movimiento y esos sí que lo aplaudirán…
Pero me pregunto, ¿con qué espíritu de fe vamos a escuchar la Palabra de Dios? ¿Venimos realmente a escuchar lo que el Señor tiene que decirnos hoy y aquí allá en lo hondo de mi corazón y que el Señor se servirá de aquella celebración o de aquel sacerdote con todas sus limitaciones?
Que no nos cerremos a la Palabra de Dios detrás de nuestros prejuicios o buscando salvar nuestros deseos o intereses. Que haya una apertura de verdad de nuestro corazón a la gracia de Dios que llega a nosotros. Que no seamos ese pueblo testarudo y rebelde del que nos habla hoy la profecía.
Y si nos damos cuenta ahora al ir oyendo su Palabra – o leyendo este comentario los que me siguen a través de la red - en nuestro corazón de esa testarudez y cerrazón, demos respuesta cambiando nuestra actitud. Aunque nos cueste y nos escueza la Palabra que el Señor hoy nos dirige, dejémonos sanar por ella. Si nos escuece es que hay una herida abierta que tenemos que sanar; y la Palabra sana y salva; y la Palabra tiene que ser ese bálsamo, esa medicina que nos cure y nos llene de salud, salvación y vida.
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