Hebreos, 7, 25-8 6
Sal. 39
Mc. 3, 7-12
‘Tenemos un Sumo Sacerdote tal que está sentado a la derecha del Trono de la Majestad en los cielos, y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por hombre’. Manifiesta sí la carta a los Hebreos el Sacerdocio de Cristo, el que ‘subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso’, como confesamos en el Credo.
Sigue hablándonos del Sacerdocio de Cristo, haciendo referencia como en comparación con el sacerdocio del Antiguo Testamento, con el sacerdocio del Templo de Jerusalén, como hemos visto repetidamente estos días. Hoy nos dice: ‘este sacerdocio están al servicio de un esbozo y vislumbre de las cosas celestiales’. Aquel sacerdocio del Antiguo Testamento era como una preparación del nuevo Sacerdocio de Cristo.
Un esbozo nos dice; cuando un artista va a elaborar un cuadro que ha de pintar, primero hace el esbozo de aquella pintura, trazando las líneas maestras o fundamentales; pero luego el cuadro será más completo y más perfecto. Así el Sacerdocio de Cristo. ‘Las palabras del juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre’, nos dice. Y continuará: ‘Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente, cuanto mejor es la Alianza de la que es mediador, una Alianza basada en promesas mejores’. Cristo es el Sacerdote de la Nueva Alianza: la eterna, la definitiva.
Escuchábamos en páginas anteriores que ‘el Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios…’ Pero nos hablaba de un sacerdote, hombre como los demás y sujeto a las mismas limitaciones del pecado. Por eso podría compadecerse de sus hermanos. Pero también significaba que tenía que ‘ofrecer sacrificios por sus propios pecados como por los del pueblo’.
El nuevo Sacerdote, el Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, ‘ya no necesita ofrecer sacrificios cada día – como los sumos sacerdotes que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo – porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo’. Ya no hay sino un único sacrificio, el Sacrificio de la Alianza Nueva y eterna, el Sacrificio de Jesús en la cruz. No necesitamos repetir nuevos sacrificios. Cuando nosotros celebramos no hacemos otra cosa que celebrar el único Sacrificio de Cristo.
Y esto nos llena de esperanza. Tenemos un intercesor definitivo en los cielos. ‘Jesús puede salvar definitivamente a los que por medio de El se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor’. ¡Qué seguridad y qué confianza! Cristo intercede por nosotros. Por Cristo, en Cristo y con Cristo podemos nosotros dar la mayor gloria y honor a Dios Padre. Es lo que hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía.
Que, entonces, cada vez que celebremos la Eucaristía alcancemos esa gracia y esa salvación que necesitamos. Que nos llenemos de su vida. Que tributemos la mayor gloria a Dios uniéndonos a Cristo en la celebración de la Eucaristía.
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