Témporas de acción de gracias y petición
Dt. 8, 7-18;
Sal.: 1Cro. 29, 10-12;
2Cor. 5, 17-21;
Mt. 7, 7-11
‘Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder’, hemos repetido en el salmo. Bien nos viene repetirlo, no olvidarlo. Porque vivimos absortos en la vida de cada día con sus luces o con sus sombras que podemos olvidar lo principal.
Podemos vivir momentos de prosperidad, de felicidad, en los que disfrutamos de cosas buenas y nos podemos olvidar en quien es el origen de todo. Nos aturdimos quizá por los problemas, las dificultades de la vida, los sufrimientos que nos van apareciendo y nos podemos encerrar de tal manera en nuestro dolor que nos hagamos rebeldes, duros de corazón, insensibles y no seamos capaces de acudir a quien es toda nuestra fuerza y nuestra luz.
Hoy la liturgia de la Iglesia nos quiere hacer vivir una feria muy especial. La llamamos témporas de acción de gracias y de petición. No celebramos ni la fiesta ni la memoria de ningún santo sino que la liturgia nos hace mirar a quien es el centro de nuestra vida, el origen y la fuerza de nuestra existencia, y la fortaleza para nuestro caminar y sentido último de toda nuestra vida y de todo lo que hacemos.
Los textos que nos propone la liturgia en sus oraciones y en la Palabra de Dios proclamada nos ayudan a encontrarle su sentido y a que lo vivamos intensamente. Podría incluso celebrarse en tres jornadas distintas pero unimos todos sus aspectos en una sola celebración al hilo de la Palabra de Dios proclamada.
Hermoso el texto del Deuteronomio a la manera de discurso de Moisés con recomendaciones para aquel pueblo que había peregrinado durante cuarenta años por el desierto desde su salida de Egipto pero que ahora van a establecerse en la tierra que el Señor les había prometido. Tierra que mana leche y miel, es la expresión que se emplea para describirlo. No es que sea un paraíso, pero para quienes habían vivido la pobreza de Egipto en su esclavitud y de un desierto duro e inhóspito en su recorrido, el que ahora puedan establecerse, tener sus casas y sus tierras, obtener el fruto de sus cosechas era algo maravilloso.
Pero ahí está la advertencia de Moisés. Cuidado no te olvides del Señor tu Dios, el que te sacó de Egipto, el que te ha hecho recorrer el desierto y ahora te ha dado esta tierra. ‘Acuérdate del Señor, tu Dios: que es él quien te da la fuerza para crearte estas riquezas, y así mantiene la promesa que hizo a tus padres, como lo hace hoy’. No te olvides, reconoce la grandeza del Señor. Es el recuerdo agradecido. Es la proclamación de fe acompañada de la acción de gracias.
Es lo que nosotros hemos de saber hacer también. No te olvides del Señor, tu Dios. El es tu fuerza en tus luchas y en tus trabajos. Qué fácilmente olvidamos al Señor en los momentos buenos. Todavía en los momentos difíciles podemos acudir a El angustiados pidiendo su ayuda. Pero qué pronto como aquellos nueve leprosos nos vamos corriendo a disfrutar de la felicidad de lo que Dios nos ha dado y no somos capaces de volver para dar gracias. Solo uno fue capaz de volver hasta Jesús. Es el primer aspecto que tenemos en cuenta en nuestra celebración. ‘Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él’.
Pero es también día de petición. Y en esa petición van incluidas muchas cosas. Acudimos a Dios desde lo más hondo de nuestra vida, desde nuestro sentirnos pecadores primero que nada buscando el perdón y la reconciliación. Y es que cuando vemos las maravillas con las que el Señor nos regala continuamente, si hay sinceridad en nuestro corazón nos damos cuenta de nuestra miseria y nuestro pecado.
Empezando por el pecado de no reconocerle, de olvidarle, de no saber darle gracias. Pero es también el pecado de nuestro orgullo que nos endiosa porque cuando vemos en nuestras manos el fruto de nuestros trabajos ya nos creemos poco menos que dioses, porque pensamos que sólo con nuestras fuerzas lo hemos logrado. Es cierto que está nuestra inteligencia, nuestras capacidades y cualidades y está también nuestro esfuerzo. Pero, ¿quién nos ha dado todo eso? ¿lo tenemos sólo por nosotros mismos? Es el segundo aspecto de la celebración de hoy, que es tiempo de gracia y de reconciliación, de pedir humildemente perdón por nuestros pecados.
Y el otro aspecto de la petición ha de ser esa oración en la que han de tener cabida en nuestro corazón todos los hombres con todas sus necesidades. Es un momento de oración universal de manera especial. Oramos no ya por nosotros mismos que también lo hacemos, sino por los demás; y no sólo lo hacemos por aquellos que por un motivo u otro están cerca de nuestra vida y nuestro corazón, sino que ha de ser una oración por toda la humanidad, por toda la Iglesia, por todos los hombres.
Oramos con la confianza de los hijos. Oramos como nos enseñó el Señor a orar. Oramos con la insistencia y la confianza con que Jesús nos dice en el evangelio que hemos de orar siempre. Oramos con humildad porque nos sentimos pequeños, pero con mucho amor porque queremos llenarnos del Espíritu del Señor. Como decía santa Teresa del Niño Jesús somos en la Iglesia el amor, el corazón lleno de amor que ora por la Iglesia y que ora por todos los hombres.
Y mirando a la humanidad que nos rodea con tantas necesidades, problemas, crisis, situaciones difíciles, guerras, miserias cuántas cosas tenemos que pedirle al Señor. Y mirando a la Iglesia a la que tenemos el orgullo de pertenecer cuánto tenemos que orar por la Iglesia, por la extensión del Reino de Dios, por los apóstoles y los misioneros que llevan la luz del evangelio a todos los hombres, por nuestras comunidades, por nuestra diócesis.
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