Para que el mundo se salve por El
Hechos, 5, 17-26; Sal. Sal. 33; Jn. 3, 16-21
Es cierto que en ocasiones nos vemos abrumados por el peso de nuestros pecados cuando somos conscientes de que hemos hecho mal; hemos de sentir, es verdad, arrepentimiento, y como decimos en la preparación para el sacramento dolor de corazón, ese arrepentimiento que nos hace dolernos por nuestro pecado ante lo que es el amor de Dios.
Pero el sentirnos abrumados nunca nos puede llevar a la desesperanza y al abatimiento, porque, como hemos escuchado tantas veces en el evangelio ‘Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva’, o como nos dice hoy ‘Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’.
La fe que tenemos en el Señor y lo que El ha querido revelarnos de su corazón a pesar de nuestro pecado nos hace sentirnos en esperanza porque grande es el amor que el Señor nos tiene que siempre está dispuesto a ofrecernos su perdón. Para eso nos ha enviado a Jesús. Mucho lo hemos oído y reflexionado y no importa que lo repitamos muchas veces para que se mueva nuestro corazón a la conversión y al amor. Y Jesús viene como nuestra salvación. Jesús viene para darnos vida, para llenarnos de la luz de Dios.
‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna’. Si tal es el amor que Dios nos tiene, no podrá querer nunca la condenación si arrepentidos volvemos a El.
Pero qué débiles somos y con cuánta facilidad nos confundimos y olvidamos el verdadero camino del amor del Señor. Dios nos ofrece la luz y nosotros preferimos las tinieblas. Dios quiere que andemos en la luz, en las obras de la luz, pero preferimos las obras del mal. Como nos dice hoy el evangelio ‘ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas’. Somos nosotros los que nos buscamos la condenación cuando nos llenamos de tinieblas y de pecado. El Señor quiere siempre ofrecernos su luz y su salvación. Como hemos repetido muchas veces ‘el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?’ Por eso siempre queremos bendecir y alabar al Señor: ‘Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca… proclamad conmigo la grandeza del Señor’.
Parecería que padecemos de daltonismo, que es una afección de la visión que nos hace confundir los colores, sobre todo entre el rojo y el verde. Padecemos un daltonismo espiritual, casi podríamos decir, porque nos confundimos de tal manera que nos puedan parecer luminosas y buenas las obras del mal. Nos ciega la tentación, nos ciega el pecado. Creo que somos conscientes todos de cuántas veces nos sucede cosas así. Nos prometemos ser buenos, resistir a la tentación, mantenernos en una fidelida de amor al Señor, y nos vemos envueltos por el pecado y caemos.
Pero, como decíamos, tenemos que considerar una y otra vez lo que es el amor del Señor y cómo no busca nuestra condenación sino nuestra salvación. ‘Tanto amó Dios al mundo…’ tanto nos ama Dios. La gran prueba la tenemos en Jesús enviado por el Padre para nuestra salvación. Y si recorremos las páginas del envangelio iremos contemplando lo que Jesús nos dice, pero cómo se manifiesta El con los pecadores siempre dispuesto al amor y al perdón.
A Dios acudimos con espíritu humilde y arrepentido. A Dios queremos acudir con un corazón, aunque lleno de debilidades y flaquezas, pero en el que queremos poner mucho amor. A Dios acudimos con la confianza de los hijos que se saben amados del padre. Porque Dios nos ama, porque es nuestro Padre, un padre lleno de ternura y misericordia; porque es el Dios compasivo y misericordioso como tantas veces hemos repetido; porque nos regala su vida, porque nos inunda con su amor.
Acudamos humildes y llenos de amor a Dios.
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