Hechos, 5, 27-33;
Sal. 33;
Jn. 3, 31-36
‘El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo, no verá la vida…’ Viene a ser la conclusión del largo encuentro de Jesús con Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús. Le habló de nacer de nuevo para ver el Reino de Dios; le habló del amor inmenso del Padre que nos envía a su Hijo para que tengamos vida eterna, como ayer reflexionábamos. Hoy nos dice que quien no cree en el Hijo no verá la vida; para poseer la vida eterna es necesario creer en Jesús.
Tendríamos que decir que todo lo que nos narran los evangelios es para despertar nuestra fe en Jesús como nuestro Señor y nuestro Salvador. Es la Buena Noticia de la Salvación, y esa Buena Noticia no son cosas ni meramente hechos sino una persona, Cristo Jesús. Claro que en Jesús veremos hasta donde llega el amor de Dios, contemplaremos su vida, lo que hace y lo que nos enseña; y todo para provocar la fe en nosotros, para que crezca esa fe y creyendo alcancemos la vida eterna.
Estamos leyendo el evangelio de Juan. Cuando lleguemos al final, realmente lo escuchamos en estos días pasados, en concreto el domingo, cuando se nos narraban las apariciones de Jesús resucitado, pues bien, al final del evangelio se nos dirá: ‘Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos: éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’.
Vida y vida eterna por el nombre de Jesús; vida y vida eterna si creemos en El. Por la fe le aceptamos no simplemente como una idea, o un personaje por muy importante que nos parezca; por la fe aceptamos a Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y si ha venido a salvarnos es para arrancarnos de la muerte, para darnos vida, y no una vida cualquiera sino vida eterna. Una fe y una vida que tiene que transparentarse en nuestra propia vida. Nos impregnamos de la fe, de la vida de Dios, no como algo añadido externamente, sino como algo que sentiremos en lo más hondo de nosotros mismos. Algo de lo vamos a dar testimonio con nuestras obras, nuestras palabras, con toda nuestra vida. Aunque nos sea difícil y nos cueste.
El testimonio que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles, y en concreto en esta lectura hoy proclamada, es hermoso. Los Apóstoles están incluso en la cárcel por hablar del nombre de Jesús; les prohíben hablar, los acosan y persiguen; ahora los traen de nuevo ante el tribunal del Sanedrín, porque el ángel del Señor los había liberado de la cárcel y estaban de nuevo predicando en el templo.
‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’, replican cuando les dicen que les habían prohibido formalmente enseñar en nombre de Jesús. ‘El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús… la diestra de Dios lo exaltó haciéndole jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.
Hermoso ejemplo y testimonio. Que el Espíritu del Señor esté también con nosotros para que nos dé esa valentía. Que el Espíritu del Señor inunde nuestra vida para que creyendo en Jesús nos llenemos de vida eterna.
Cómo tenemos que cuidar nuestra fe. Es el don más precioso que Dios nos ha dado. Algo sobrenatural que nos trasciende y nos un sentido nuevo a nuestra vida. Mucho tenemos que meditar sobre nuestra fe para que lleguemos a ahondar en todo el misterio de Dios; mucho tenemos que meditar para purificarla y hacerla más auténtica; mucho tenemos que meditar en todo esto para que cada día podamos conocer más y más a Jesús y así crezca también más y más nuestra fe.
Le pedimos a Dios ese don de la fe. Le damos gracias al Señor por esa fe, que un día recibimos de nuestros padres, que se ha alimentado en la vida de la Iglesia y en ella, en comunión plena con la Iglesia, queremos vivirla.
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