Deut. 4, 32-34.39-40;
Sal. 32;
Rm. 8, 14-17;
Mt. 28, 16-20
Me pidieron que les hablara de Dios, pero no me salieron las palabras, me quedé callado, me quede en silencio; me encontré ante el Misterio de la inmensidad de Dios que es inalcanzable en nuestras medidas e inexplicable con nuestras palabras humanas.
Me pidieron que les hablara de Dios y en silencio me puse a reflexionar, a mirar en mi interior y a mirar a mi alrededor, pero aunque no encontrara palabras para explicar lo que me sucedía sí sentía que algo, mejor Alguien, me estaba inundando por dentro y dejando una tremenda paz en mi interior que de ninguna otra manera podía sentir ni alcanzar.
Me pidieron que les hablara de Dios y aunque era inexpresable con palabras sentía una luz que llenaba por dentro, disipando dudas y tinieblas, y elevaba mi espíritu haciendo que sintiera deseos de algo grande, que aunque misterioso en principio me iba haciendo sentir mejor, con mejores sentimientos, con sueños cada vez más hermosos no solo para mi sino que también me hacía pensar en los demás.
Me pidieron que les hablara de Dios y comencé a mirar alrededor, y me di cuenta de que había mucho sufrimiento, muchas oscuridades en muchos corazones, mucha gente atormentada que se debatía entre sus dudas y sus desilusiones; pero contemplé a otros que venían con ráfagas de luz en sus manos y en su corazón para despertar esperanzas, y estaban como en pie de guerra en el deseo de transformar aquellas situaciones de sufrimiento y de oscuridad; y me daba cuenta que tenían una fuerza interior que les hacía luchar y trabajar por los demás, y que algo venido de lo alto los impulsaba a aquella tarea por hacer un mundo mejor; eran ellos los que ahora me estaban hablando a mí de Dios.
Me pidieron que les hablara de Dios y sentía en mi corazón unos nuevos impulsos de amor, de misericordia, de compasión que me hacían mirar a mi alrededor para ver con una mirada distinta a los que me rodeaban y aquellos que quizá antes podía haber mirado como despreciables ahora los veía con nuevos ojos y sentía en mi corazón impulsos de fraternidad y de comunión para preocuparme con ellos, para sufrir con sus sufrimientos, para compartir lo que soy y lo que tengo, para alegrarme con sus alegrías, para sentir el impulso de tender la mano para comenzar a caminar juntos.
Me pidieron que les hablara de Dios y aunque ya no sabía decir doctrinas ni ideas preestablecidas sobre las cosas que habitualmente se dicen de Dios, sí estaba sintiendo que mi vida estaba cambiando porque algo había en mí que me hacía sentirme distinto, transformado, con nueva mirada y con nuevos sentimientos.
Me pidieron que les hablara de Dios pero era Dios el que estaba hablándome a mí, allá en mi interior, en lo más hondo de mi corazón para sentir su grandeza, sí, y su omnipotencia, y su inmensidad, y su poder, pero para sentir que algo de Dios llegaba a mi vida, algo de la divinidad me estaba levantando hacia nuevos horizontes, algo divino estaba dejando huella en mi alma, y al amar yo con un nuevo amor, me daba cuenta que era el amor de Dios el que me estaba transformando y haciendo amar, y mirar, y hacer las cosas de una manera nueva.
Sentía que Dios estaba en mí; sentía que Dios me amaba con un amor de predilección especial como un padre quiere a su hijo, porque para cada hijo el padre tiene siempre un amor único y especial; sentía que aunque mi vida estaba llena de sombras y abandonos el gozo de la misericordia divina inundaba mi corazón porque en El me sentía liberado de todos esos pesos de mis culpas e infidelidades; sentía y descubría que Dios se estaba dando por mí en un amor que era el más grande porque me daba su vida, entregaba su vida por mí, y me sentía rescatado y a qué precio del abismo en que había caído con mi pecado; sentía finalmente que no me abandonaba sino que El era, es ahora mi fuerza y mi vida para caminar en esa vida nueva que me estaba ofreciendo.
Es el Misterio de Dios del que no se hablar cuando me preguntan porque las palabras se me hacen cortas y limitadas, pero al que yo siento ahí en mi vida y en mi interior, pero que siento que así también quiere estar en medio del mundo, en el corazón de todos los hombres.
La Iglesia celebra hoy en su liturgia el domingo, la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio de Dios que se nos revela en el evangelio y que está presente continuamente en nuestra vida. ‘Proclamamos nuestra fe, como diremos en el prefacio, en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres personas distintas de única naturaleza e iguales en su dignidad’.
Misterio de Dios que nos cuesta entender y explicar con palabras humanas pero a quien continuamente estamos invocando porque en su nombre, en el nombre de la Santísima Trinidad iniciamos todo en nuestra vida y en el nombre de la Santísima Trinidad recibimos continuamente su gracia y su bendición. Fijémonos cómo está siempre presente este misterio de la Trinidad en nuestras oraciones y en nuestra manera de invocar a Dios.
Más que buscar palabras que nos lo hagan inteligible, abramos nuestro corazón a la experiencia de Dios que vivimos cada día y aceptando toda la revelación que Jesús nos hace del Padre y de todo el misterio de Dios; descubramos su presencia en nuestra vida que nos llena de vida y de plenitud, de luz y de esperanza, de fortaleza para nuestro caminar y de amor nuevo con que amar a Dios y a nuestros hermanos; lo podremos ver en muchos hermanos nuestros a nuestro lado y lo podemos sentir en nuestro propio corazón.
Dejémonos iluminar por ese Espíritu divino que inunda nuestro corazón y tendremos nueva mirada para dirigirnos a Dios y conocerle y amarle cada día más, y tendremos nueva mirada para nuestra propia vida y la vida de los hombres nuestros hermanos que caminan a nuestro lado, a los que vamos a amar con un amor nuevo porque nuestro corazón se llena de la ternura de Dios, de su misericordia y de su amor.
Cuando sintamos a Dios así en nuestra vida y en nuestro corazón descubriremos que ya no nos podemos encerrar en nosotros mismos y en las materialidades y sensualidades mundanas que algunas veces tanto nos han interesado; descubriremos que por una parte nuestro espíritu se levanta y se lanza hacia lo alto, hacia el más allá, hacia la trascendencia que siento que se le da a mi vida, pero descubriré por otra parte que no podré dejar de mirar a los hermanos que están a nuestro lado con los que tendré que compartir mi vida, mi caminar, mi amor.
Es que estaremos sintiendo en nosotros el Espíritu de Dios y ‘los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios’, como nos decía el Apóstol. Y siendo hijos de Dios nuestra relación con Dios y nuestra relación con los demás comenzarán a ser distinta. ‘Somos hijos de Dios, y si somos hijos somos también herederos, herederos de dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con El para ser también con El glorificados’.
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