Jer. 20, 7-9;
Sal. 62;
Rm. 12, 1-2;
Mt. 16, 21-27
Hablar hoy a la gente de sacrificio, de renuncias o de negaciones resulta a la mayoría chocante e incomprensible. No nos queremos privar de nada. Queremos siempre lo fácil y lo placentero. ¿Por qué tenemos que negarnos nuestros caprichos y apetencias? Soñamos siempre con el triunfo, el disfrute de la vida y de las cosas y es a eso a lo que tendemos. Claro que la felicidad es una buena meta y un buen deseo en la vida. Pero, ¿a qué felicidad o triunfo aspiramos?
Con estas premisas que estamos poniendo, quizá a muchos también les choque el evangelio de este domingo. Primero Jesús habla de subir a Jerusalén donde va a padecer, ser ejecutado y morir, aunque nos habla también de resucitar al tercer día. Luego nos pone unas condiciones para seguirle que nos hablan de renuncia, de cruz y de perder la vida. Podríamos decir que resulta lógica la reacción de Pedro, con todo el amor que sentía por Jesús. No podía permitir que eso lo sucediera a Jesús. Tendrá que apartarlo Jesús de sí y decirle que lo está tentando y que ‘piensa como los hombres y no como Dios’.
Paradojas del Evangelio. Perder para ganar, morir para tener vida, o, como nos dice en otro lugar, enterrar el grano de trigo para que pueda fructificar. ¿Es que acaso lo que Jesús quiere para nosotros es un mundo de dolor y de sufrimiento? De ninguna manera. Claro que Jesús quiere nuestra felicidad. No olvidemos que el mensaje central del Evangelio, el que proclamó allá en el monte, es el de la dicha y la felicidad.
Por eso, la pregunta que ya nos hacíamos. ¿A qué felicidad o triunfo aspiramos? Y nos dice Jesús: ‘¿De qué le vale a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?’ Por eso nos había dicho: ‘Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará’.
¿Qué podemos entender por salvar la vida o perderla por Él? Salvar la vida sería querer vivirla sólo en provecho propio. Y perder la vida sería ser capaz de entregarla generosamente por una meta, o sea, por Cristo, por los demás. Esta es la paradoja del evangelio que tenemos que saber entender. Jesús nos habla de negarnos a nosotros mismos para tomar la cruz y seguirle. Negarse es pensar menos en uno mismo para vivir más de cara a los demás, vivir para los demás.
Y para eso lo que tenemos que hacer es mirar a Jesús. Es el Señor y se abajó. Es Dios y se hizo hombre. Es nuestra vida y se entregó a la pasión y la muerte por nosotros. Se humilló y Dios lo exaltó de manera que su nombre está sobre todo nombre, como nos diría san Pablo, y llegamos a proclamar que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre. Cuando Pedro escucha a Jesús lo que iba a suceder en la subida a Jerusalén, impresionado quizá por lo de la pasión y la muerte, no escuchó claramente que Jesús hablaba también de resurrección.
También nosotros queremos quitar de nuestra mente y de nuestra vida lo que signifique cruz. Queremos ser felices y en esa lógica humana huimos de la cruz. Como Pedro que quería convencer a Jesús de que no subiera a Jerusalén y se olvidara de esas cosas; o como escuchamos también en el profeta Jeremías. Sintiendo que era el hazmerreír de las gentes que le rechazaban por la profecía que pronuncia quería olvidarse de todo, pero no podía. ‘La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije. No me acordaré más de El, no hablaré más en su nombre; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo pero no podía’.
En las cosas de Dios, en lo que respecta a nuestra vida cristiana, nos cuesta entender estas cosas. Sin embargo miremos cómo actuamos en muchas cosas de nuestra vida cuando hay algo que de verdad nos interesa. Ya nos afanamos de la manera que sea para conseguirla. En lo material, en los disfrutes terrenos sí que hacemos lo que sea por conseguir nuestras metas. ¿Por qué no en lo que atañe a nuestra vida espiritual, en lo que respecta a nuestro seguimiento de Jesús y de nuestra vida cristiana?
Claro que depende de la importancia que nosotros le demos en nuestra vida al hecho de ser cristiano, de llamarse discípulo de Jesús y el lugar que le queremos dar al Evangelio en nuestra existencia. Cuando radicalmente hemos hecho una opción por Jesús porque en verdad lo confesamos como nuestro Salvador, nuestra vida, todo para nosotros, como queríamos confesar el pasado domingo, entonces sí que pondremos a Jesús en el centro de nuestra vida, en la razón de ser de nuestra existencia, de lo que hacemos y de lo que vivimos.
Jesús está proponiendo hoy a sus discípulos lo que son las exigencias de su seguimiento; lo que supone seguirle para poder llegar a la dicha de la vida y de la resurrección. Cuando lleguemos a entenderlo y a tratar de vivirlo seremos las personas más felices y con la felicidad más grande que podamos alcanzar, aunque haya dolores y sufrimientos en la vida.
Es el camino de Jesús y es el camino de sus seguidores, de los que creemos en El. Un camino que pasa por la humanidad y que entonces pasa también por la pasión y la muerte, por el dolor y el sufrimiento de los hermanos que caminan a nuestro lado. Cuando soy seguidor de Jesús ese camino lo asumo - no puedo ser insensible -, ese dolor, esa cruz de mis hermanos es también mi cruz y la tomaré para seguirle, para caminar hasta la vida y la gloria de la resurrección.
Por eso nos ha dicho: ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. ¿Lo entenderemos ahora? ¿Comenzaremos a pensar a la manera de Jesús? San Pablo nos invitaba a ‘presentar nuestros cuerpos como hostia viva santa, agradable a Dios...’; y nos dice también ‘no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente’, por la renovación del corazón para vivir a la manera de Jesús.
Que este sea nuestro culto razonable, la ofrenda de amor que le presentemos al Señor en este día y cada día de nuestra vida.
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