1Cor. 1, 26-31
Sal. 32
Mt. 25, 14-30
La parábola que hoy nos propone Jesús en el Evangelio es una llamada a nuestra responsabilidad ante nuestra vida y ante la sociedad en la que vivimos con todas sus consecuencias. Es la conocida como parábola de los talentos. El hombre que se va al extranjero y reparte entre sus empleados diversa cantidad de talentos, esperando recibir sus ganancias a la vuelta.
Cada uno recibimos en la vida diversos talentos, que son nuestras cualidades, nuestros valores personales, en una palabra lo que somos. Nadie es mayor o menor por los talentos que hemos recibido. Y todos hemos de saber dar gracias a Dios por lo recibido, tomando la vida y lo que somos con total responsabilidad. Está, es cierto, la tentación de unos creerse mayores o mejores que los demás. Pero cada uno tiene su propio valor y su responsabilidad.
Suele decirse que nadie es imprescindible, pero yo me atrevo a añadir que todos sí que somos imprescindibles porque somos necesarios, porque cada uno, el pequeño o el grande, el que tiene más o valores o el que tiene menos ocupa su lugar, tiene su responsabilidad, ha de realizar su función y su misión. Responsabilidad de cara a su propia vida que ha de desarrollar al máximo desde lo que es; pero responsabilidad que sentimos también en esa sociedad, en ese mundo en el que vivimos donde todos tenemos que poner nuestro grano de arena por hacer que cada día sea mejor. No todos podemos hacer lo mismo, pero todos sí que tenemos que contribuir al desarrollo de nuestra sociedad, de ese mundo que Dios desde la creación ha puesto en nuestras manos.
Porque seamos pequeños no tenemos que ocultarnos o quedarnos en un segundo plano. Ya vemos lo que sucede en la parábola con aquel que como tenía poco, lo que hizo fue esconderlo y no lo puso a negociar. Es que además hemos de reconocer que Dios se vale de lo pequeño y en lo pequeño realiza el Señor maravillas. Podríamos recorrer muchas páginas de la Biblia para corroborarlo en la propia historia de la salvación.
Miremos a María. Ella se sintió la pequeña, la humilde esclava del Señor, pero el Señor se fijó en ella, y en ella hizo maravillas. Como María hemos de saber reconocer nuestra pequeñez, pero reconocer también las maravillas que el Señor realiza en nosotros. ‘El Señor hizo en mi maravillas... se fijó en la pequeñez de su esclava’. Dios quiere contar también con nosotros. Y la gloria es siempre para el Señor. Como nos dice san Pablo ‘nadie puede gloriarse en la presencia del Señor’. Y cada uno da gloria al Señor con lo que tiene o con lo que es.
San Pablo, en la carta a los Corintios que estamos proclamando estos días, les recuerda que entre ellos ‘no hay muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los fuertes...’ Así pues no nos podemos gloriar de nuestras grandezas humanas, porque ¿qué somos ante el Señor? Sin embargo Dios quiere contar con nosotros. ‘Así pues, el que se gloría, que se gloríe en el Señor’, termina diciendo el apóstol.
A los que son humildes, pero tienen en su corazón esa disponibilidad para el Señor, Dios se les manifiesta de manera especial y son ricos en su corazón con una Sabiduría que viene de Dios. Humildad no significa uno anularse, sino reconocer lo que Dios ha hecho en nosotros. El verdaderamente humilde no entierra sus talentos por pocos que sean, sino que con su pobreza contribuye como el que más al bien de los demás.
Que así todos demos gloria al Señor reconociendo las maravillas que el Señor realiza en nosotros y por nosotros.
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