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lunes, 25 de agosto de 2008

Contad las maravillas del Señor a todas las naciones

Tes. 1, 1-8.11-12
Sal. 95
Mt. 23, 13-22

‘Contad las maravillas del Señor a todas las naciones’, nos dice el salmo de hoy. Todo el salmo es un cántico de alabanza al Señor. ‘Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra, cantad al Señor, bendecid su nombre…’ Tenemos que bendecir y alabar al Señor, porque ‘es grande el Señor y muy digno de alabanza…’
Nuestra alabanza al Señor son nuestros cánticos y nuestras bendiciones. Pero alabamos también al Señor cuando contamos a los demás las maravillas del Señor Que todos conozcan que el Señor es grande y hace maravillas. Cuando damos a conocer las obras maravillosas que el Señor realiza en mí – recordemos el cántico de María – estamos también cantando la alabanza del Señor.
De la misma manera que cuando alguien hace algo heroico y extraordinario lo damos a conocer a los demás, porque en sí mismo es un reconocimiento de la bondad de las personas que son capaces de hacer cosas buenas y hasta heroicas; pero es también un estímulo y un ejemplo para los demás. Y con ello estamos contribuyendo a ese reconocimiento y a esa alabanza merecida de quien realizó algo bueno. Así nosotros con el Señor. Reconocemos sus maravillas y las contamos a los demás para que todos puedan entonar ese cántico de alabanza al Señor.
Es lo que de alguna manera está haciendo Pablo en el comienzo de la segunda carta a los Tesalonicenses. Vamos a escuchar esta carta en la lectura continuada en la Eucaristía de estos días. Pablo ama mucho a aquella comunidad, ‘os que forman la Iglesia de Dios’ en Tesalónica, pues allí anunció el evangelio cuando cruza de Asia Menor hasta Macedonia, y a ellos dirigirá varias cartas de las que conservamos dos en el Nuevo Testamento.
Se siente orgulloso de aquella comunidad. ‘Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las Iglesias de Dios…’ Es ese 'contar las maravillas de Dios a todas las naciones’ y da gracias a Dios por ellos. Resalta Pablo que ‘vuestra fe crece vigorosamente y vuestro amor mutuo – de cada uno por todos y de todos por cada uno – sigue aumentando’. Y aunque vengan dificultades, tentaciones o persecuciones – era normal en aquellas pequeñas comunidades en medio de un mundo pagano, y surgiendo como surgían de las comunidades judías muy hostiles al anuncio del Evangelio – ‘vuestra fe permanece constante…’
Por eso pide al Señor por aquella comunidad ‘para que con su fuerza os permita cumplir buenos deseos y la tarea de la fe’. Y todo ello, ¿para qué? Todo siempre para la gloria de Dios. ‘Para que así Jesús nuestro Dios sea vuestra gloria y vosotros seáis la gloria de El’.
Pidamos, pues, que nosotros crezcamos de igual manera vigorosamente en nuestra fe y en nuestro amor. Esa fe que, como hemos reflexionado recientemente, envuelva totalmente nuestra vida. Esa fe que se mantenga firme en nuestro corazón y no tambalee nunca a pesar de los embates de un mundo indiferente y algunas veces también hostil. Y que la luz del amor no solo llene nuestra vida sino que también transforme ese mundo que nos rodea. Vivamos en el amor; querámonos de verdad los unos a los otros; tengamos muchas muestras de amor y de amistad para con los que nos rodean, si en algún momento ha decaído nuestro amor hasta herir o molestar al hermano, seamos capaces de pedir perdón para encontrar pronto la reconciliación y la paz.
Que con nuestra fe, nuestro amor, nuestro testimonio cristiano estemos en verdad contando a los demás las maravillas del Señor, pero estemos también cantando la alabanza del Señor para quien sea siempre todo honor y toda gloria.

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