1Jn. 4, 7-16
Sal. 88
Mt. 23, 8-12
Todos buscamos a Dios. Hay ansias de plenitud en nuestro corazón pero no sabemos cómo llegar, cómo encontrarlo. Somos limitados y esa inmensidad de lo infinito pareciera que nos queda grande. En nuestra limitación nos sentimos confundidos. Confundimos la plenitud de lo infinito con lo bello y hermoso que nos vamos encontrando en el camino. Confundimos la criatura con el Creador. Nos quedamos en la cosas que vemos a la vera del camino, bellas y hermosas que han sido creadas por Dios, y no terminamos de llegar a Dios. Está también nuestra condición pecadora. Nos encerramos en nuestro egoísmo y no descubrimos lo que es el Amor verdadero.
Pero lo maravilloso no es sólo que nosotros busquemos a Dios, sino que es Dios el que nos busca y nos llama. Nos sale al encuentro. Está en nosotros y no sabemos descubrirlo. Se nos ciegan los ojos y no sabemos verlo. El nos está llamando y somos sordos para escucharle.
Pero aún más quiere que le encontramos – se hace el encontradizo tantas veces con nosotros en el camino de la vida – y nos da su Espíritu para que podamos descubrirle y conocerle. Ya nos decía san Juan en sus cartas: ‘En esto conocemos que permanecemos en El y El en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu’. Es el Espíritu de Sabiduría, el Espíritu de Ciencia, el Espíritu del conocimiento de Dios.
Para eso nos ha enviado a su Hijo. Es la revelación del Padre, es la Palabra que nos dice y que se ha hecho carne, es el que va a darnos a conocer a Dios. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’. Tendríamos que recordar aquellos primeros versículos del evangelio de Juan. ‘Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... en Ella estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres... y la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre los hombres... y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad...’
Jesús se acerca al hombre y lo busca para revelarle a Dios. Podríamos recorrer muchas páginas del evangelio. Siempre acercándose a nosotros. Siempre dándonos a conocer el rostro amoroso de Dios. ‘En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de El’. Para que vivamos, para que le conozcamos, para que nos llenemos de El.
Tenemos que ir hasta Jesús. Tenemos que conocerle, escucharle y seguirle. Tenemos que confesar nuestra fe en El para descubrir a Dios, para conocer a Dios, para vivir a Dios. ‘Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios’.
Nos estamos haciendo esta reflexión a la luz de la Palabra de Dios y en la fiesta de san Agustín. El hombre que buscaba a Dios y andaba confundido. Tardó mucho en encontrarlo, porque también se quedaba por el camino, en las criaturas, en las filosofías del mundo de entonces, en lo que creía que era amor pero que nunca le satisfizo ni le llenó. En su corazón había ansias de Dios, buscaba a Dios, no pudo descansar hasta haber encontrado a Dios.
Así lo reconocía él en sus Confesiones. ‘¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera y yo por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti’.
Ilumíname, Señor, para que desaparezcan mis cegueras. Que pueda oír tu voz y se acabe para siempre mi sordera. Que pueda yo saber de ti, conocer tu perfume de vida y nada me aleje de ti. Que tenga yo ansias de ti, y sepa buscarte por tus caminos, encontrarte cuando sales a mi paso. Que no me distraiga, Señor, ni criatura alguna me separe de ti.
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