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sábado, 5 de marzo de 2016

Humildes nos reconocemos pecadores en la presencia del Señor para sentirnos justificados en su misericordia

Humildes nos reconocemos pecadores en la presencia del Señor para sentirnos justificados en su misericordia

Oseas 6,1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14

Yo soy bueno… yo no tengo pecados. Lo habremos escuchado muchas veces o también lo hemos pensado más de una vez y hasta lo hemos dicho. Yo soy bueno, no tengo pecados, de qué me voy a confesar. Seamos sinceros, ya el solo pensarlo nos está dando unos aires de suficiencia que nos eleva sobre pedestales. Y se nos mete el orgullo dentro, y comenzamos a hacer comparaciones, y comenzamos a mirar a los otros y los vemos con tantos defectos, y nosotros somos buenos. Da que pensar.
Si vamos por ese camino ¿para que necesitamos a Dios? Si vamos por ese camino no necesitamos que venga Jesús con su misericordia a nosotros, porque ¿de qué nos va a perdonar? Si vamos por ese camino nos llenamos de tanta autosuficiencia que nos convertimos en reyes y dioses de nosotros mismos y también al final queremos ser reyes para los demás; si vamos por ese camino y llegáramos a ver algo bueno en los otros, pronto nos corroerá la envidia por dentro y queremos destruir cuanto pudiera hacernos sombra; si vamos por ese camino terminaremos avasallando a cuanto nos rodee, pero al final quizá terminaremos destrozándonos a nosotros mismos porque con nuestras ínfulas, ¿quién nos va a aguantar? Nada hay más odioso y repulsivo que un corazón autosuficiente y orgulloso que se sube en su pedestal a nuestro lado.
Nos dice el evangelio hoy que Jesús propone una parábola por ‘algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. Y ya conocemos la parábola de los dos hombres que subieron al templo a orar. Allí estaba el fariseo de pie delante de todos recordando lo bueno que era, las cosas buenas que hacia, con sus aires de superioridad despreciando a los demás que sí son unos pecadores. Mientras el publicano se sentía pequeño y allá en un rincón pedía a Dios que tuviera misericordia con él. ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’, repetía una y otra vez.
No digo que no tengamos que reconocer lo bueno que haya en nuestra vida para dar gracias a Dios. Sería orgullo el no reconocerlo. Pero el reconocimiento de lo que somos, de nuestros valores o de las cosas buenas que hacemos ha de ser con humildad. Alabamos al Señor que nos regala su gracia para cuanto bueno hacemos y de cuanto malo nos apartamos. Pero en esa humildad seguimos mirando cuantas cosas pueden manchar nuestra vida y de lo que hemos de pedir la misericordia del Señor.
Es el Señor compasivo y misericordioso el que nos justifica. Así hemos de acogernos siempre a la bondad y a la misericordia del Señor. Así con humildad y con espíritu misericordioso caminamos junto a los hermanos que también siendo pecadores imploran esa misericordia del Señor. Somos un pueblo pecador que nos acogemos a la gracia del Señor. Que podamos salir siempre de la presencia del Señor justificados y llenos de su gracia porque humildes ante El nos hemos reconocido pecadores.

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