Una manifestación de que Dios es el Padre bueno que nos enseña a romper barreras para hacer que nos sintamos siempre cerca al calor del amor
Josué 5, 9a. 10-12; Sal 33; 2Corintios 5,
17-21; Lucas 15, 1-3. 11-32
Pensamos que están lejos solo los que física o geográficamente se han
alejando de un punto determinado, del lugar en que nos hallamos, o de las
personas con las que han relacionarse; muchas veces sucede, sin embargo, que
sin alejarnos físicamente nuestra distancia es muy grande porque situamos
barreras entre nosotros o nuestro corazón se ha endurecido de tal manera que
somos incapaces de entrar en una auténtica relación.
Creo que somos conscientes de ello porque qué distantes estamos tantas
veces de los que más cerca están de nosotros porque no nos comunicamos, porque
nos entra la desconfianza en el corazón, porque nuestras miradas no son
limpias, porque hacemos el camino cada uno muy por su lado sin saber realmente
lo que el otro piensa o quiere. Un vivir con esas distancias, aunque tratemos
de acostumbrarnos o entretenernos con muchas cosas, realmente es algo difícil y
muchas veces desconcertante.
¿Sabemos realmente lo que piensan las personas de nuestro entorno y
cuales son sus expectativas e ilusiones? ¿Qué sabemos de sus problemas, de sus
luchas interiores, de sus esperanzas o de sus angustias? Por aquí podríamos
hablar de muchas cosas, de muchas soledades, de muchas frustraciones, de muchos
sufrimientos callados en el corazón de cada uno. Mucho de eso hay en el mundo
que nos rodea, pero nuestra distancia la ponemos cerrando los ojos para no ver
y no saber.
Pero vayamos al evangelio que se nos propone en este cuarto domingo de
cuaresma. Una parábola que nos habla de un padre y dos hijos. Un padre con un
amor de padre tan grande que nada ni nadie podrá arrancarle la ternura que se
desborda de su corazón. Ya veremos. Y dos hijos que parece que recorren caminos
muy divergentes pero que pronto descubriremos que son en cierto modo
convergentes por las distancias que van poniendo o quieren poner en sus corazones
endurecidos.
Uno marcha lejos, incluso físicamente porque marchará por otros
lugares poniendo distancias del amor del padre que no sabe comprender porque
quiere recorrer a su manera los caminos de la vida haciendo sus propios
caminos, pero que en el vacío y la soledad a la que llegará un día le hará
sentir de nuevo en su corazón el hambre por el amor de su padre.
El otro no se marcha, pero está lejos en su corazón y aunque cercano
al padre no sabe disfrutar de su amor, porque su corazón se ha endurecido y
todo en su interior son exigencias y recelos, desconfianzas y negruras que le
hacen incapaz de disfrutar del amor y de repartir amor. Hemos bien escuchado
los diálogos llenos de resentimientos con su padre al final de la parábola.
Pero en medio está la ternura del amor del padre que le hace esperar
pacientemente la vuelta del que se ha marchado lejos para salirle al encuentro
con un abrazo y una fiesta de amor y de perdón, o le hará ir también al
encuentro del que ahora no quiere entrar a la fiesta para ayudarle a comprender
lo que es el amor verdadero.
Es el retrato de la misericordia de Dios, que nos espera, que nos
llama, que nos busca, que nos sale al encuentro tantas veces en ese camino que
tanto nos cuesta hacer para reconocer nuestras lejanías y para descubrir lo que
es el verdadero amor.
Y escuchando y meditando estas palabras de Jesús tenemos que ser
capaces de mirarnos con toda sinceridad, no haciendo disimulos ni poniendo
tapujos para reconocer nuestros caminos equivocados cuando los queremos hacer a
nuestra manera y que nos llevan a la soledad más terrible, a la indignidad más
rabiosa porque nos sentimos manipulados ya sea por nuestras propias pasiones o
por la injusticia de los demás, a la insensibilidad del corazón que se endurece
y ya no es capaz de mirar al que camina a nuestro lado como un hermano sino que
siempre nos parecerá un contrincante contra el que luchar, al hambre del amor
verdadero aunque a veces erremos el camino o no seamos capaces de vislumbrar
claramente hasta donde llega el amor que Dios nos tiene para acogernos y darnos
su abrazo de paz y de perdón.
No nos queda otra cosa que decir ‘Padre, he pecado’, me he
alejado de ti, y aunque no lo merezco quiero volver a tu amor. Sí, es una invitación
a saborear el amor de Dios para aprender a tener también un corazón
misericordioso con los demás.
Es el Padre bueno que nos ama y nos perdona; es el Padre bueno que
viene a nuestro encuentro; es el Padre que nos ayuda a encontrar con los otros
mirándolos siempre como hermanos; es el Padre bueno que nos pone en un camino
de vida que es amor; es el Padre bueno que nos enseña a romper barreras para
hacer que nos sintamos siempre cerca al calor del amor; es al Padre bueno que
nos llena e inunda con la alegría del amor verdadero, hace fiesta a nuestra
vuelta, pero nos invita a entrar siempre en la fiesta del amor de los hermanos.
Claro que tenemos que decir: ‘Gustad y ved qué bueno es el Señor’.
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