Rom. 14, 7-12;
Sal. 26;
Lc. 15, 1-10
‘Todos compareceremos ante el tribunal de Dios… cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo’, nos decía el apóstol. Creo que es un pensamiento que no hemos de olvidar y en el que en torno a estas celebraciones de todos los santos y los difuntos de estos días nos convendría reflexionar por supuesto llenos de paz y de esperanza.
Cuando alguien nos confía algo valioso que hemos de cuidar, o se nos confía la administración de algo que se ha puesto en nuestras manos ante quien ha tenido esa confianza en nosotros hemos de rendir cuentas de qué hemos hecho de aquello valioso que se nos confió. En la autosuficiencia, en que vivimos y en la que auto nos complacemos, por la que nos creemos dueños absolutos de nuestra vida y de todo lo que se nos ha confiado esto es algo que nos cuesta aceptar. Nos creemos incluso dioses de nosotros mismos adorando nuestro propio ‘ego’, nuestro yo egoísta y orgulloso.
Por la fe que tenemos, primero nos sentimos criaturas de Dios en cuanto que por El hemos sido creados, El nos ha dado la vida, y además como cristianos nos sabemos redimidos, comprados con la sangre preciosa de Cristo derramada por nosotros en su muerte en la cruz.
Esa vida que vivimos es un regalo de Dios que nos ha creado, podemos decir, de El dependemos y en sus manos hemos de ponerla. Esto nos entrañaría, por otra parte, el respeto y la valoración que de toda vida hemos de tener y hacer. No es nuestra sino que Dios nos la ha dado. Somos administradores que, como nos enseña la parábola de los talentos, incluso hemos de saberla enriquecer. Cuántas consecuencias se sacarían de ello frente a la manipulación de la vida y su destrucción de tantas maneras.
Y más valiosa aún, como hemos, dicho porque hemos sido redimidos por Jesús. .Ahí está, pues, esa riqueza de gracia que el Señor nos otorga cuando nos ha elevado a la dignidad de hijos de Dios y quiere de nosotros una vida santa. Ahí están todas esas gracias con las que el Señor ha ido adornando nuestra vida continuamente y a lo que tenemos que responder.
Por eso podía decirnos hoy san Pablo. ‘Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor’. ¡Qué maravilla! Todo, decimos, siempre para la gloria del Señor. Todo realizado siempre conforme a lo que es la voluntad del Señor. Todo, sintiendo que es gracia que Dios nos regala y a la que tenemos que responder. Todo, entonces, vivido en una vida santa.
Cuando llegue la hora de presentarnos ante el Señor para su juicio definitivo sobre nuestra vida, ¿qué es lo que le vamos a presentar? ¿Una vida santa y llena de obras buenas, de obras de amor? Porque hemos de presentarnos ante el Señor. En nuestra fe así se nos dice y así lo confesamos. Todos hemos de comparecer ante el Señor en la hora de nuestra muerte para ese juicio particular, que así lo llamamos, con lo que ha sido toda nuestra vida en nuestras manos.
Como nos enseña el catecismo de la Iglesia católica ‘cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre’. Así nos dice el catecismo.
Pueden parecernos fuertes estas palabras, pero esa es la doctrina de la iglesia y lo que va a significar ese momento tan importante de presentarnos ante el Trono de Dios a la hora de nuestra muerte. Vivamos para el Señor, vivamos una vida santa y llena de buenas obras, vivamos una vida alejada del pecado para que no nos veamos apartados de Dios. Que cuando nos llegue esa hora suprema de nuestra muerte estemos preparados, purificados, llenos de la gracia de Dios para que podamos participar de su gloria. A la misericordia de Dios nos confiamos. No olvidemos que El nos ha buscado continuamente para invitarnos a la conversión como hemos escuchado hoy en las parábolas del evangelio.
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