No lo fuera a estrujar la gente…
Hebreos, 7, 25-8, 6;
Sal. 39; Mc. 3, 7-12
Los versículos que hoy hemos escuchado del evangelio
contrastan con lo que ayer escuchábamos, inmediatamente anteriores. Ayer todo
eran recelos en aquellos que estaban al acecho de lo que Jesús pudiera hacer
aquel sábado en la sinagoga, hoy escuchamos cómo ‘al retirarse Jesús con sus discípulos a la orilla del lago lo siguió
una muchedumbre de Galilea’.
Pero no eran solo de Galilea porque el evangelista nos
da detalles de quienes vienen del norte y del sur, de un lado y de otro para
confluir en Galilea donde Jesús está realizando su actividad. Judea, Jerusalén,
Idumea aún más al sur, más allá del Jordán, de las cercanías de Tiro y Sidón ya
metidos en el Líbano. Era tanta la gente que ‘encargó a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha, no lo
fuera a estrujar la gente’. Los otros evangelios nos hablan de cómo sentado
desde la lancha hablaba a la gente arremolinada en la orilla de la playa para
escucharle. Y nos termina diciendo el evangelista que ‘como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le
echaban encima para tocarlo’.
Jesús en medio de las gentes; las muchedumbres que se
reúnen venidos de todas partes; todos que quieren incluso tocarle. Ya
escucharemos en otra ocasión lo de la mujer que se acerca por detrás para tocar
su manto porque pensaba que solo eso era suficiente para sentirse curada. Es la
cercanía de Jesús, incluso en ese contacto físico.
Queremos tocar, queremos palpar, queremos sentir ese
calor especial en nuestras manos, pero que llena todo nuestro espíritu. Es la
caricia de sentir el cariño, es el calor humano que se desprende de un apretón
de manos, es la mano tendida que invita a la cercanía y a la amistad. Pero
Jesús se deja hacer. Jesús quiere que lleguen hasta El. Queremos nosotros
también estar cerca de Jesús para sentir el calor de su amor, la fuerza de su
gracia, el impulso de su Espíritu que mueva nuestro corazón.
Ojalá tuviéramos el entusiasmo que aquellas gentes
sentían por Jesús. Nos hace falta porque algunas veces parece que a nuestra fe
le falta ese calor y ese entusiasmo. Si cuando venimos a la celebración
fuéramos conscientes de que venimos al encuentro con el Señor, seguro que
haríamos que nuestras celebraciones fueran más vivas, más intensas, más
radiantes, más entusiasmadoras para nuestra vida con lo que contagiaríamos a
los demás.
‘Te damos gracias porque nos haces dignos de estar en
tu presencia’, decimos en la oración de la plegaria eucarística, pero pareciera
que eso son solo palabras que repetimos una y otra vez, me atrevo a decir, casi
sin sentido. ¿Queremos sentirnos en verdad en la presencia del Señor y estamos
en la celebración cada uno por nuestro lado, físicamente como si diera la
impresión que le tenemos miedo a estar cerca del Señor, porque cuando más atrás
o más lejos nos ponemos es mejor? Y sin embargo vemos en el evangelio que la
gente se apretujaba en torno a Jesús hasta el punto de preparar una barca para
que no lo estrujaran.
Muchas posturas y muchas maneras de estar tendríamos
que revisarnos para hacer que nuestro encuentro con el Señor sea algo vivo y
nos haga expresar esa alegría del encuentro también externamente y, en
consecuencia, nuestras celebraciones estén llenas de entusiasmo. Tenemos que
despertar nuestra fe que parece estar aletargada y por esa frialdad o tibieza
espiritual hace que nuestras celebraciones estén en muchas ocasiones llenas de
rutina y con falta de vida.
Somos una familia, la familia del Señor, congregados en
su presencia, como expresamos en la tercera plegaria eucarística. Así
tendríamos que expresar a través de muchos signos cómo nos sentimos congregados
en una unidad. Y es que no podemos olvidar que cuando con verdadera fe nos
reunimos dos o tres o muchos, en el nombre del Señor, allí en medio de ellos
está el Señor. En su nombre estamos congregados para la celebración de la
Eucaristía; ya por eso mismo tendríamos que gozarnos en y con la presencia del
Señor. Y ese gozo del corazón tenemos que expresarlo en muchos signos externos.
Con qué alegría y entusiasmo tendríamos que salir siempre de nuestra
celebración de la Eucaristía. Démosle vida a lo que hacemos y celebramos.
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