2Reyes, 11, 1-4.9-18.20;
Sal. 131;
Mt. 6, 19-23
‘Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón’. A aquella persona le habían regalado una joya muy valiosa, un hermoso anillo, por ejemplo, engarzado de brillantes. No sabía que hacer con él. Se lo ponía, lo guardaba, se lo enseñaba a sus amigos, buscaba continuamente donde esconderlo para que no se lo robasen; no hacía sino pensar en ello, eran todos sus sueños; en sus nervios algunas veces hasta dejaba de lado alguna de sus responsabilidades porque no lo podía quitar de su mente, era lo más preciado para su vida. Era su tesoro. Y todo parecía girar ahora en su vida en torno a aquel tesoro. ¿Será ése el único tesoro importante en la vida?
‘Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, nos dice Jesús. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Quizá podemos pensar en esas cosas o bienes materiales, en esas riquezas humanas, por las que algunas veces luchamos tanto, esa joya preciosa que un día nos regalaron o nosotros adquirimos? ¿Será quizá el saber o la sabiduría, la riqueza de nuestros conocimientos o de las ciencias? ¿Cuáles serán otros tesoros que podemos obtener en la vida?
¿Dónde está nuestro tesoro? ¿Dónde tenemos nuestro corazón? Jesús habla en otro lugar del evangelio de la perla preciosa o del tesoro escondido por el que lo damos todo. El hombre que vende todo lo que tiene por obtener aquella perla preciosa, por conseguir aquel tesoro escondido.
¿Cuál será ese tesoro por el que nosotros somos capaces de dar todo lo que tenemos? Jesús nos dice hoy en el evangelio que guardemos ese tesoro donde la polilla y la carcoma no lo puedan roer, o los ladrones robar. Y nos dice: ‘Amontonad tesoros en el cielo donde no hay polilla ni carcoma que se los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben…’
Podemos pensar en nuestra fe, el hermoso tesoro de nuestra fe en Jesús. Podemos pensar, en consecuencia, en todo lo que es nuestra vida cristiana de seguimiento de Jesús que tenemos que cuidar, en lo que tenemos que empeñarnos seriamente. Podemos pensar en ese tesoro de la vida de la gracia que hemos recibido por los méritos de Cristo en nuestro Bautismo y que tanta grandeza nos ha dado, tanta dignidad excelsa que nos ha hecho hijos de Dios. Podemos pensar en ese hermoso tesoro de nuestro amor y nuestra buenas obras, verdadera riqueza que podemos guardar junto a Dios en el cielo y que tenemos que hacer crecer más y más. Podemos pensar, por supuesto, en tantos valores humanos y espirituales que enriquecen nuestra vida por dentro, que nos ayudan a relacionarnos debidamente los unos con los otros, que nos hacen felices y que hacen felices a los demás.
¿Valoraremos así nosotros nuestra vida cristiana como un hermoso tesoro que tenemos que cuidar, del que tenemos que estar orgullosos y con la que podemos presentarnos como buenos testigos ante el mundo que nos rodea? Es algo que no podemos ocultar; algo que no podemos perder; algo que tenemos que cuidar como la mayor de nuestras riquezas.
Pueden acercarse ladrones a nuestra vida que quieran arrancar de nosotros ese don de la fe; pueden aparecer polillas y carcomas que nos puedan debilitar esa vida de la gracia cuando vamos dejando introducir en nosotros todo aquello que nos puede poner en peligro nuestra vida cristiana; pueden aparecer dudas que nos cieguen para conocer la verdad, cuestionamientos que nos hacen tambalear en nuestros principios y valores, tentaciones que nos ponen en peligro, que si no estamos bien fortalecidos debiliten nuestra vida y nuestra fe, y nos conduzcan a la muerte llevándonos al pecado que arranca la gracia divina de nuestro corazón.
Cuidemos ese verdadero tesoro de nuestra vida, nuestra fe, nuestra vida cristiana, la gracia que Dios nos ha regalado, las obras del amor.
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