1Rey. 21, 17-29;
Sal. 50;
Mt. 5, 43-48
Algunas veces, sobre todo en el Antiguo Testamento, escuchamos historias duras llenas de maldad y de pecado. Pero normalmente después de esos relatos siempre hay una llamada del Señor invitando a la conversión y a la vuelta a El. Es lo que hemos venido escuchando ayer y hoy en el libro de los Reyes. Lo que escuchábamos ayer era una historia bien dura llena de maldad y de pecado, una historia de muerte, podríamos decir.
Ambiciones y sobornos, perjurios y testimonios falsos, homicidios y robos, idolatría… es lo que nos refleja el texto en la maldad y ambición tanto del rey Ajab como de la reina Jezabel que tanto influyó además en el reino de Israel para introducir la idolatría y el culto a los baales, como hemos venido escuchando con la historia del profeta Elías.
Pero si ayer escuchábamos esa triste historia hoy contemplamos como el profeta viene en nombre del Señor a anunciarle el castigo merecido a quien de tal manera se había portado. Quien vivía sumido en la muerte de la maldad y del pecado, sólo tendría muerte en su vida si no había conversión. Y es el arrepentimiento que surge reconociendo su culpa. ‘¿Has visto como se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado no lo castigaré…’
Nuestra respuesta fue en el salmo reconocer también nuestro pecado. ‘Misericordia, Señor, hemos pecado’, repetíamos. Lo tenemos que reconocer una y otra vez porque también somos pecadores, pero la misericordia del Señor es grande.
Por su parte en el evangelio seguimos escuchando el sermón de la montaña y lo que hoy nos dice también es una continuación de lo que ayer reflexionábamos. Vuelve a contraponer Jesús lo que decía y podía parecer totalmente normal y lo que tiene que ser el estilo nuevo de los que le seguimos. ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos’.
Es claro el mensaje de Jesús. El nos ha llamado para que seamos hijos, y en consecuencia tenemos que querernos todos como hermanos. No cabe entre los hijos el odio, el resentimiento, el rencor. Como hermanos hemos de saber perdonarnos. Porque además en algo tenemos que diferenciarnos de aquellos que no tienen fe. Los paganos, nos dice, aman y saludan a los que los aman o a los que son amigos. Pero en nosotros tiene que ser distinto.
Y nos da una clave que yo considero muy importante y definitiva para que empecemos a amar también a aquellos que nos hayan podido hacer daño: rezar por ellos. Creo que cuando somos capaces de comenzar a rezar sinceramente por una persona, ya la estamos metiendo en el corazón y ya estamos comenzando a amarla, aunque nos cueste.
Os confieso que, aunque muchas veces me cuesta, es algo que una vez que lo aprendí del evangelio he intentando hacerlo siempre en mi vida. Y he encontrado mucha paz en ello, para alejar de mi corazón actitudes de muerte. Porque no amar a alguien, guardar resentimiento o rencor por lo que nos haya podido hacer, es tener actitudes de muerte en el corazón.
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