Col. 1, 15-20;
Sal. 99;
Lc. 5, 33-39
En el evangelio mientras se nos va relatando la vida de Jesús, sus palabras y enseñanzas, sus obras y milagros, su amor y su entrega hasta la muerte y su resurrección se nos va revelando todo el misterio de Dios que se nos manifiesta en Jesús.
No nos quedamos en contemplar la vida de un hombre, por así decirlo, ejemplar; si nos quedáramos sólo en eso sería muy pobre el conocimiento que tuviéramos de Jesús y a poca vivencia de fe podríamos llegar; a quien estamos verdaderamente contemplando cuando vemos a Jesús, cuando lo escuchamos y vemos sus obras es al Hijo de Dios que se ha encarnado; por eso contemplamos a Jesús verdadero Dios, - es el Hijo de Dios - y verdadero hombre. En Jesús se nos revela Dios.
No por nosotros mismos sino por la fuerza del Espíritu que El nos ha dado podemos ir descubriendo todo ese misterio que se nos manifiesta en Jesús y podemos comprender sus palabras en su más hondo sentido y revelación, podemos entender sus obras, podemos descubrir el Reino de Dios que se nos hace presente en Jesús. Tenemos, sí, que invocar al Espíritu Santo que nos llene de su ciencia y de su sabiduría para conocer más plenamente a Jesús.
Por eso, además, la lectura que hacemos de los evangelios no es como la lectura de un libro cualquiera por muy interesante que nos pudiera parecer, sino que ha de ser realmente una lectura en oración, una lectura orante, porque realmente es Dios mismo quien nos va hablando y se nos va revelando. De Santo Tomás de Aquino se decía que estudiaba la teología de rodillas para expresar así la veneración y adoración con que se acercaba al misterio de Dios para mejor comprenderlo y mejor explicarnoslo a nosotros, que es la función de los teólogos.
¿Por qué me estoy haciendo esta reflexión? Porque es sublime lo que se nos revela hoy en la Palabra de Dios sobre todo en el texto que hemos escuchado de la carta a los Colosenses. Nos encontramos aquí uno de los pasajes cristológicos más importantes y sublimes de las cartas de san Pablo. Cristo, imagen de Dios, centro de toda la creación, cabeza de la Iglesia y plenitud de la divinidad. Todo el misterio de Dios escondido desde todos los siglos se nos revela en Jesús. ‘Quien me ve a mi, ve al Padre’, nos ha dicho en el evangelio cuando los discípulos le piden que les enseñe, les dé a conocer al Padre. ‘Yo y el Padre somos uno’, nos dirá en otra ocasión manifestándosenos así la Divinidad de Jesús.
Ahora nos dice el apóstol que ‘en El quiso Dios que residiera toda la plenitud, porque El es el principio, el primogenito de entre los muertos y así es el primero en todo’. Efectivamente cuando contemplamos la resurrección de Jesús lo estamos contemplando a El como primicia, como principio de esa resurrección, de esa vida de la que todos hemos de participar. Es Cristo, pues, quien nos revela el misterio del hombre, como nos enseñaba el Beato Juan Pablo II. Y es que en Cristo es donde el hombre va a encontrar todo el sentido de su vida y toda su plenitud.
‘El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia’, se nos dice resonando aquí lo que san Pablo nos dirá en la carta a los Corintios del Cuerpo Místico de Cristo que formamos todos como miembros pero cuya cabeza es Cristo. Se significa así esa misma vida de Cristo que hay en nosotros de la que El por la fuerza del Espíritu nos hace partícipes, pero que nos hace necesario que siempre vivamos unidos a El como el sarmiento a la vid, como los miembros unidos formando un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo.
Y termina este texto diciéndonos algo hermoso. ‘Y por El quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz’. Cristo, nuestra reconciliación y nuestra paz. Para eso derramó su sangre, para traernos el perdón de los pecados – por vosotros y por todos los hombres, como decimos con las palabras de la consagración – y al darnos el perdón reconciliarnos, unirnos, hacernos vivir en una nueva comunión con Dios y con los hermanos.
No tiene sentido que los que seguimos a Jesús andemos divididos y enfrentados, que entre nosotros no haya comunión verdadera cuando Cristo ya nos ha reconciliado en su sangre. Cuánto tendría esto que hacernos pensar para superar todas esas piedrecillas del camino que nos hacen tropezar tantas veces en el desamor y el egoísmo, para buscar siempre esos caminos de reconciliación y de comunión, de amor y de paz.
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