2Macb. 7, 1-2.9-14;
Sal. 16;
2Tes. 2, 16-3,5;
Lc. 20, 27-38
‘Jesucristo es el primogénito de entre los muertos; a El la gloria y el poder por los siglos de los siglos’. Así hemos aclamado a Cristo resucitado en el aleluya antes del evangelio. Y es que todo hoy nos habla de resurrección.
Comienza el evangelio hablándonos de los saduceos con sus preguntas a Jesús. Ellos negaban la resurrección. De ahí las preguntas, planteamientos y oposición que hacen a Jesús que nos habla de vida eterna y de resurrección. Pero quizá tendríamos que preguntarnos en el mundo de hoy ¿cuántos creen en la resurrección? ¿cuántos viven en esta esperanza y cuántos tienen este sentido de trascendencia en la vida?
Como le sucedió a Pablo cuando trató de anunciar la resurrección de Jesús en el Areópago de Atenas que en son de burla le contestaron que de eso hablarían otro día, quizá muchos al oírnos hablar de nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección también nos miren con un cierto sarcasmo o descreimiento. Sin embargo vemos cómo la gente está muy propicia a hablar de reencarnación frente al tema de la resurrección.
Por otra parte en este mundo tan materialista y hedonista en el que vivimos donde se niega la fe, la gente hoy fácilmente te dice que son agnósticos o ateos, nadie quiere que esto se acabe, nadie se quiere morir, todos quieren seguir disfrutando de la vida sin fin. ¿Podría haber detrás de todo eso un ansia de plenitud y de felicidad total aunque no se sepa bien cómo buscarla o cómo encontrarla? ¿Por qué no creer entonces en la palabra de Jesús que nos habla de vida eterna en plenitud? Claro que la felicidad y plenitud que Jesús nos ofrece es algo mucho más profundo que esas aspiraciones elementales de felicidad y pasarlo bien.
Pudiera ser también que hubiéramos llenado de tantas imaginaciones todo lo referente al cielo y a la vida eterna, que entonces se haga difícil creer en esa vida eterna y en esa resurrección porque parece que lo redujéramos todo a un volver a vivir una vida semejante a la que ahora vivimos. No es un volver a vivir una vida igual, sino a vivir una vida en plenitud, en la plenitud del amor de Dios. Por eso hoy Jesús respondiendo a los planteamientos de los saduceos nos dirá que ‘los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.
Jesús no nos quiere hacer descripciones de cómo será ese vivir. Nunca lo hace. Nos habla de vida eterna y de unirnos tan íntimamente a El que será tener su misma vida. Por eso allá en la sinagoga de Cafarnaún hablaba de comerle a El porque ‘el que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él… el que me come vivirá por mí… tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día’. Así se nos da en la Eucaristía como prenda de vida eterna y de resurrección.
Es importante esta fe y esperanza en la resurrección. Fe y esperanza en la resurrección porque creemos en Cristo, resucitado de entre los muertos, el primogénito de entre los muertos, como decíamos con la antífona del aleluya, que está tomada del Apocalipsis. Nuestra fe en la resurrección es fundamental. Porque en Cristo muerto y resucitado está el centro de nuestra fe y de nuestra salvación.
Es importante esta fe y esta esperanza en la resurrección porque desde ella toda nuestra vida tiene otro sentido y otro valor. Nuestra vida no se acaba ante las puertas de la muerte, sino que a partir de ese momento comienza nuestra vida en plenitud. La muerte no es puerta final sino cambio y transformación a una nueva vida en plenitud. Lo que por nuestra limitación humana no podemos vivir perfectamente aquí, en Dios lo vamos a tener en plenitud. Y todas esas ansias de plenitud que hay en el corazón del hombre se verán colmadas plenamente en Dios.
La primera lectura nos ha ofrecido unos hermosos testimonios en los hermanos Macabeos; aquellos siete jóvenes con su madre que no temieron la muerte frente a los halagos que le ofrecía el malvado rey porque querían ser fieles hasta el final a la ley del Señor. ¿Dónde encontraban su fortaleza para enfrentarse al malvado? En la esperanza de vida eterna y de resurrección que animaba sus vidas. ‘Cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna… vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…’ fueron diciendo uno tras otro y entregando su vida.
Eso nos vale a nosotros en la vida nuestra de cada día, en nuestras luchas y esfuerzos por superarnos y mantenernos en la fidelidad al Señor. Aquel camino de las bienaventuranzas que nos propone Jesús y que recordábamos hace pocos días al celebrar la fiesta de Todos los Santos podemos recorrerlo desde esa esperanza que anima nuestra vida. Que Jesús nos diga, y nosotros le creamos, que son dichosos los pobres y los que sufren, los que tienen hambre y sed de justicia o los que son perseguidos, por recordar algunas de las bienaventuranzas, lo podemos comprender desde esa esperanza y desde esa trascendencia que da a nuestra vida la fe y la esperanza en la resurrección y en la vida eterna.
Aunque nos cueste salir de la pobreza y la vida se nos haga dura, nos cueste asumir y superar el sufrimiento que sigue atenazándonos continuamente, o no veamos totalmente realizada aquí en la tierra esa promesa de Jesús de recibir consuelo o vernos saciados en los más hondos y nobles deseos, la esperanza de resurrección, la esperanza de vida eterna en plenitud que en Dios vamos a conseguir, hará que no nos sintamos frustrados en nuestra lucha; nos dará fuerza para mantener el empeño de ir haciendo cada día un poco más presente el reino de Dios en nuestro mundo. Sentiremos así la fuerza del Señor que nos da aliciente para seguir sembrando esas buenas semillas que vayan transformando nuestro mundo en el Reino de Dios.
La fe en la resurrección nos da razones para vivir aunque la vida nos pueda ser dura y esté llena de problemas. La fe en la resurrección no es una adormidera que nos haga olvidar los problemas o las realidades crudas de esta vida terrena. La fe en la resurrección no nos quita los pies de esta tierra, pero sí nos hace mirar hacia arriba, más allá de lo que es esta realidad presente, y por esa plenitud de vida que Jesús nos ha prometido nos llenamos de esperanza y de fuerza para luchar y para trabajar, para enfrentarnos a nuestros sufrimientos de una manera distinta, y para ese crecimiento interior que será el que verdad enriquecerá nuestra vida. Será desde esa esperanza desde donde seremos capaces de darnos y desgastarnos por los demás, amar y perdonar, compartir y ser generosos, buscar la paz y la justicia para hacer un mundo mejor.
Terminemos nuestra reflexión recogiendo lo que nos decía san Pablo en la carta a los Tesalonicenses. ‘Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, nos consuele internamente y nos de fuerza para toda clase de palabras y obras buenas’.
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