El que viene a mí no pasará hambre, el que cree en mí nunca pasará sed
Hechos, 7, 51-59; Sal. 30; Jn. 6, 30-35
¿Por qué hemos de creerte? ¿qué haces tú para que
tengamos que creer en ti y en lo que nos dices? Algo así fue lo que le
respondieron los judíos a lo que les había dicho Jesús. Cuando le preguntaron -
lo escuchábamos ayer - ‘¿cómo podremos
ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?’ El les había dicho que ‘el trabajo que Dios quiere es que creáis en
el que El ha enviado’. Habían entendido bien, tenían que creer en El, por
eso su reacción. ‘¿Qué signo vemos que
haces tú, para que creamos en ti? ¿en qué te ocupas?’
Qué pronto olvidan las cosas. No han pasado aun veinticuatro
horas en que había multiplicado milagrosamente los panes y los peces en el desierto
para que comieran todos y hasta se habían entusiasmado y habían querido hacerlo
rey. Todos conocían las obras que Jesús hacía, sus milagros, la curaciones de
los enfermos, los paralíticos que comenzaban a caminar y los leprosos que eran
curados, pero pronto parece que lo olvidan. No apreciaban las obras de Jesús.
No querían reconocerlo.
Cuando en la vida nos encontramos con alguien que es
bueno y generoso con los demás, que se compadece de los que sufren y trata de
ayudar a todos, que le vemos actuar generosa y desinteresadamente buscando
siempre lo bueno para los demás, que se indigna contra las injusticias y
reclama siempre lo bueno para los demás, decimos que es una persona buena y
valoramos sus obras y su actuar. Pero con Jesús parece que eso no se tiene en
cuenta, se olvida fácilmente, como le pasaba a aquellas gentes de Cafarnaún.
Ahora vienen con comparaciones, que en el fondo es un
decirnos que allá en lo hondo de su conciencia reconocen que Jesús tiene que
ser alguien importante o de gran valor, aunque luego fuera no lo muestren.
Recuerdan a Moisés, el gran liberador de Israel que los sacó de Egipto, les
hizo atravesar el mar Rojo y los condujo por el desierto hasta la tierra
prometida. Y ahora le recuerdan a Jesús que Moisés les dio el maná, pan del
cielo, como ellos lo llamaban.
Jesús recoge el guante del desafío, podíamos decir así.
Y ahora les hace un gran anuncio, que les costará entender y aceptar. ‘Os aseguro que no fue Moisés el que os
dio pan del cielo, sino que es mi Padre
el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja
del cielo y da vida al mundo’.
Claro que ellos ahora pedirán que les dé ese pan que da
la vida al mundo. Lo que significa que en cierto modo están entendiendo lo que
Jesús les está queriendo decir, que El les puede dar ese pan que da la vida
verdadera, aunque luego más tarde lo rechacen. ‘Señor, danos siempre de ese pan’, les dice.
El pan que Jesús les está ofreciendo no es pan
cualquiera que pueda ser amasado y cocido en cualquier horno. No es algo
material lo que Jesús nos ofrece. Esa vida que Jesús quiere darnos es su propia
vida, y el que nos dará verdadera vida. También nosotros tenemos que pedirlo,
desearlo, buscarlo. Así buscamos a Jesús; así queremos poner nuestra fe en El;
así nosotros queremos alimentarnos de Jesús, porque sabemos que es Jesús mismo
el que se nos dará como pan de vida.
Cuando le piden que les dé siempre ese pan, les dirá: ‘Yo soy el pan de vida. El que viene a mí
no pasará hambre, el que cree en mí nunca pasará sed’. Nos hace recordar lo
que ya le había dicho a la mujer samaritana, que El tenía un agua viva que
calmaría su sed para siempre y ya no
habría que ir a aquellos pozos a buscar agua. Claro que tenemos muchos motivos
para creer en Jesús, para poner toda nuestra fe en El.
Vayamos a Jesús, alimentémonos de El, llenémonos de su
vida. Con Jesús se calma toda nuestra hambre más profunda; con Jesús se sacia
nuestra sed en las aspiraciones más hondas que pueda haber en el alma humana. ‘Señor, danos siempre de ese pan’, le
decimos nosotros también.
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