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domingo, 16 de marzo de 2014

Transfigurarnos para hacer resplandecer de nuevo la luz que ilumino nuestra vida el dia del Bautismo



Transfigurarnos para hacer resplandecer de nuevo la luz que iluminó nuestra vida el día del Bautismo

Gen. 12, 1-4; Sal. 32; 2Tim. 1, 8-10; Mt. 17, 1-9
Es el domingo de la Transfiguración - tradicionalmente siempre el segundo domingo de Cuaresma - con todas sus connotaciones de resplandores y de oscuridades que son vencidas; se nos habla de subida a una montaña alta, pero se nos habla también de salir de su tierra y de ponerse en camino; finalmente hay que descender lo que previamente se había ascendido porque es necesario seguir caminando las llanuras del camino de la vida, no siempre tan tranquilo y sí muchas veces accidentado.
Entre resplandores de transfiguración se manifiesta la gloria de Dios. Todo son resplandores de luz y de gloria. ‘Se transfiguró Jesús y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… una nube luminosa los cubrió con su sombra’, terminará diciéndonos.
Jesús, si atendemos al marco del evangelio donde se nos narra este episodio, viene anunciando la pasión y la cruz de su Pascua, y como nos expresa la liturgia de este día ‘después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección’. Esto último no lo podemos olvidar nunca. De ahí el sentido que tiene la cuaresma que vivimos como preparación para la pascua. Hemos de llegar a la resurrección. Pero hemos de hacer un camino, hacer una ascensión.
Se nos hacen oscuros los caminos de la vida en muchas ocasiones, los problemas de cada día, las limitaciones y enfermedades, los roces que vamos teniendo con los que caminan a nuestro lado, el peso de la tentación que nos arrastra con frecuencia hacia abajo, las dudas e incertidumbres que nos van apareciendo en el alma nos conducen por ese camino de pasión que muchas veces se nos hace difícil de comprender, como les resultaba a los apóstoles cuando Jesús les anunciaba su pasión; pero es lo que no tenemos nunca que olvidar que el resplandor del Tabor nos está anunciando los resplandores de la resurrección; el Tabor es un faro de luz que nos señala a donde vamos, nos señala la vida nueva que estamos llamados a vivir. Ese anuncio tiene que ser para nosotros un gran estímulo.
Es necesario aprender a ponerse en camino, como lo hiciera Abrahán cuando Dios le pide que salga de su tierra y se ponga en camino a la tierra que le va a dar; Abraham se fía de la promesa, se deja guiar por esa Palabra que Dios le revela en su corazón para que sus descendientes un día puedan posesionarse de la tierra que el Señor les dio. Ponerse en camino atravesando un desierto que le lleve a la tierra de una promesa no podía ser fácil para Abraham; pero se fió, se dejó conducir, iría adonde Dios le llevara o desde donde Dios le llamaba.
De la misma manera que es necesario ponerse en camino para ascender a la montaña. La subida a una montaña alta siempre será costosa, no solo por la dificultad del camino sino también por todas las cosas que tenemos que saber dejar atrás, porque en lugar de ayudar serían ‘impedimenta’ - - como así se llamaba a los pertrechos que llevaban los soldados en las batallas - y los pertrechos innecesarios harían dificultosa la ascensión. En la altura van a ver la gloria del Resucitado, como cuando subimos a una montaña y nos quedamos extasiados contemplando bellezas que no habíamos imaginado o descubriendo planteamientos que nos llevarían a hacer las cosas por otros derroteros. Lo que allí iban a contemplar superaría todo deseo y les haría comprender en plenitud todos los anuncios de Jesús y la pasión y la cruz ya no sería escándalo para los discípulos.
La experiencia del Tabor fue determinante para mantener la fe de los discípulos en lo que iba a seguir en la vida de Jesús. Allí estaba la voz del cielo que lo señalaba: ‘Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle’. Lo que ya iban vislumbrando los discípulos en la vida de Jesús y que un día le llevaría a Pedro a confesar que Jesús era el Mesías, el Hijo del Dios vivo, ahora venia a ser confirmado desde el cielo. Aunque siempre esa teofanía de Dios, esa manifestación de la gloria del Señor nos llevaría a anonadarnos, a sentirnos pequeños o a sentirnos pecadores.  ‘Apártate de mí, que soy un hombre pecador’, había confesado Pedro cuando la pesca milagrosa, porque reconocía que aquello solo podía suceder con el poder de Dios. De la misma manera ahora, cayeron de bruces, al escuchar la voz, llenos de temor. Estaban ante la presencia de la gloria de Dios y qué pequeños se sentían.
Esto les valdría para superar egoísmos y ambiciones que siempre aparecían y reaparecían en sus corazones. Antes, cuando estaban contemplando maravillados el cuadro de la transfiguración con la aparición también de Moisés y Elías conversando con Jesús, les parecía tan divino lo que contemplaban que querían quedarse allí para siempre. ‘¡Señor, qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres chozas; una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. Si se quedaban allí extasiados ya no tendrían que preocuparse de las cosas terrenas y de los agobios de cada día. Es una tentación fácil que podemos tener. Allí estaban también los que querían primeros puestos en la gloria de Jesús, Santiago y Juan. En medio de todo aparecen esas ambiciones y deseos terrenos y mundanos.
Pero la voz del Padre que se escuchaba en medio de la nube venía a señalar otras cosas. Aquel Jesús que veían allí transfigurado, que era realmente el Hijo de Dios que venía para traernos la salvación, también venía a anunciarnos la Palabra que nos señalara como hacer y como vivir en ese Reino de Dios en el que no nos podemos quedar en éxtasis celestiales ni en pasividades humanas sin compromiso. A ese Jesús había que escucharlo porque era la Palabra viva de Dios. A ese Jesús, Hijo verdadero de Dios, había que escucharle porque nos enseñaría los verdaderos caminos del amor que echarían abajo todas nuestras comodidades, pasividades y ambiciones para enseñarnos a vivir en una vida nueva de transfiguración en el amor.
Como decíamos la experiencia del Tabor fue determinante. Habían contemplado la gloria de Dios y eran ellos los que tenían ahora que transfigurarse, transformar su corazón. Había ahora que bajar de la montaña con un resplandor nuevo; no podían hablar de lo que allí había sucedido hasta que ‘el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos’, pero lo sucedido les podría ayudar a entender todo lo que Jesús les anunciaba. Tendrían que llegar a la Pascua y aunque iba a ser algo costoso y doloroso pero estaba presente la luz de la resurrección ya en sus corazones desde aquel resplandor del Tabor que había sido como un anticipo que fortaleciera su fe y su camino.
Pero todo esto que contemplamos y meditamos tiene que ayudarnos también en este camino pascual que queremos recorrer. Un camino y una ascensión a la que nos está invitando hoy el Señor. Esa ascensión permanente que hemos de ir realizando en nuestra vida que nos lleve a llenarnos de la luz de Dios que también nos transfigure. En nuestra alma, desde nuestro bautismo, ha quedado prendida esa luz, que muchas veces quizá enturbiamos con nuestros pecados. Cuaresma ha de significar para nosotros esa purificación, ese quitar todos esas cosas que nos impiden seguir con decisión el camino de Jesús, esa transformación de nuestro corazón llenándolo del resplandor del Tabor y de la resurrección.
También nosotros escuchamos en lo más hondo de nosotros esa voz del cielo que nos señala a Jesús y nos invita a escucharle y a seguirle. Y escucharle y seguirle significa ponernos en camino de superación y de crecimiento, salir de nuestras pasividades y de nuestra vida cómoda, ir arrancando de nosotros esas ambiciones que nos ciegan el corazón y nos impiden reconocer a Jesús allí donde El quiere manifestársenos.
Porque Cristo transfigurado está también en el hermano que está a nuestro lado, en el pobre y en el enfermo, en el que nos pueda parecer una piltrafa humana por las muchas miserias que pueda haber en su vida y en ese que sufre de tantas maneras a nuestro lado. Ahí está Jesús, ese mismo Jesús que vemos transfigurado en lo alto del Tabor, pero que lo vemos recorrer el camino de la pasión, del dolor y de la muerte en el sufrimiento de los hombres nuestros hermanos. Pero tenemos la esperanza de la vida, de la resurrección.
Que bajemos del Tabor, que salgamos hoy de este nuestro encuentro con el Señor con los ojos abiertos de una manera distinta  para ir descubriendo a Jesús que nos va saliendo al paso en ese día a día de la vida en los hermanos que sufren a nuestro lado. Que el Espíritu nos ilumine y nos trasforme el corazón. Esa transfiguración se ha de realizar también en nosotros, porque no haríamos otra cosa que volver a hacer brillar el resplandor de luz y de gracia que lleno nuestra vida en el día del Bautismo.

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