Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés
Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a
hablar de las maravillas de Dios’. Jesús les había
dicho: ‘No os marchéis de Jerusalén;
aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os había hablado’.
Allí habían permanecido en el Cenáculo. ‘Estaban todos reunidos en el mismo
lugar’, nos relata san Lucas. Y se había producido la maravilla de Dios. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo’.
Con muchos signos y señales se hacia presente el Espíritu Santo prometido por
Jesús. El ruido como de un viento impetuoso, las llamaradas de fuego, la
diversidad de lenguas… Era algo nuevo que comenzaba.
Las
puertas del Cenáculo se habían abierto de par en par y ya no tendrían que
cerrarse jamás. Era el momento en que llegaba a su plenitud el misterio pascual
y el Espíritu divino se derramaba en sus corazones. Los que habían estado
encerrados por miedo a los judíos ahora salían a la calle para contar las
maravillas del Señor. Con el Espíritu recibido una valentía surgía en sus
corazones y ya no temían hablar del Señor Jesús.
En torno
al Cenáculo se había congregado una multitud que también había oído los signos
y señales y allí se arremolinaban curiosos a ver qué es lo que había pasado,
pero ahora escuchaban cada uno en su lengua el mensaje de Jesús del que
comenzaban a hablar los apóstoles. Algo nuevo que comenzaba y ahora la
salvación había de anunciarse a todos los hombres. Allí estaban gentes de todos
los lugares y naciones que se habían congregado para la fiesta judía de
Pentecostés pero con el anuncio de Jesús comenzaba un pueblo nuevo.
Es lo que
nos ha relatado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Era el cumplimiento de
lo anunciado por Jesús. El Espíritu de la Verdad, el Espíritu de la promesa, el
Espíritu de Cristo, el Paráclito, abogado y consolador, inundaba sus corazones.
Ahora ya en verdad y con todo sentido podían proclamar que Jesús es el Señor;
el Espíritu que anidaba en sus corazones les hacía partícipes de una nueva
vida, de la vida de Dios y comenzaban a ser hijos de Dios; podían llamar ya,
como Jesús, para siempre Padre a Dios. El evangelio de Juan nos presenta esa
donación del Espíritu como regalo de Pascua, como don de Cristo resucitado a
sus discípulos para el perdón de los pecados, como hemos escuchado.
Jesús en
la sinagoga de Nazaret había recordado lo anunciado por el profeta: ‘El Espíritu está sobre mi, porque me ha ungido
y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres… el año de gracia del
Señor’. Es el mismo Espíritu que a nosotros nos unge también para que con
Cristo seamos otros ‘Cristos’ y
también somos enviados para llevar la Buena Nueva y la amnistía de la gracia
del Señor a todos los hombres. Es lo que en el momento de la Ascensión les
decía a los apóstoles: ‘Cuando descienda
el Espíritu Santo sobre vosotros… cuando seáis ungidos con el Espíritu Santo…
recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo’.
Es lo que
ahora estamos celebrando. No es solo un recuerdo, sino que es una realidad que
al celebrar estamos haciendo presente en nuestra vida. En el Bautismo fuimos ungidos
para convertirnos en templos del Espíritu Santo; y en la Confirmación recibimos
el sello del Espíritu, fuimos ungidos para recibir el don del Espíritu, la
marca indeleble del Espíritu que ya no se borrará jamás de nuestro corazón.
Por eso
celebrar Pentecostés, recordando la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles
en aquel primer Pentecostés, es renovar nuestro Bautismo y renovar nuestra
confirmación donde fuimos ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del
Espíritu Santo. No podemos olvidar que cuando recibimos los sacramentos fue
realmente el Pentecostés del Espíritu en nuestras vidas.
Y eso no
sólo tenemos que recordarlo y tenerlo siempre muy presente en nuestra vida,
sino revivirlo, revitalizarlo en nosotros. A eso tiene que ayudarnos nuestra celebración.
Y bien que lo necesitamos porque tenemos el peligro y la tentación de olvidar
nuestra condición de bautizados, el que hemos sido ungidos, marcados para
siempre con el sello del Espíritu. Nos recuerda nuestra dignidad y grandeza,
pero nos recuerda también el compromiso de nuestra vida, porque ya no podemos
vivir de cualquier manera, sino que tiene que resplandecer la santidad de Dios
en nosotros. Es el fuego del Espíritu que tiene que prender en nuestros
corazones para que incendiemos del amor de Dios a nuestro mundo.
Como nos
decía hoy también san Pablo en la carta a los Corintios ‘todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un mismo Espíritu’. Es el Espíritu Santo que hemos recibido y nos
congrega en la unidad y en la comunión. Unidos a Cristo por la fuerza del
Espíritu, llenos de la vida de Cristo por el Espíritu que está en nosotros
formamos todos el Cuerpo de Cristo, en que Cristo es la Cabeza.
Muchas
consecuencias tendríamos que sacar para nuestra vida de todo esto que estamos
reflexionando. Decíamos que el Espíritu nos convierte en testigos de Cristo
ante el mundo. No nos podemos acobardar
ante la tarea inmensa que tenemos que realizar, que no siempre es fácil, porque
nunca nos faltará la fuerza del Espíritu. Cuando tantas veces nos sentimos
débiles en nuestro testimonio recordemos que la fuerza del Espíritu de Dios
está en nosotros.
Pero es
además el Espíritu Santo el que irá haciendo surgir esos diferentes carismas en
nosotros para dar ese testimonio, para convertirnos en verdaderos testigos de
Cristo y su evangelio en medio de nuestro mundo. Porque esa ha de ser nuestra
tarea. Ya nos decía san Pablo que hay diversidad de dones, diversidad de
ministerios, diversidad de funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor,
un mismo Dios que obra todo en todos. Como nos decía ‘en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’. El Espíritu del Señor está con nosotros y nos
dará siempre su fuerza para dar ese testimonio.
Muchas
cosas más podríamos recordar en esta celebración de Pentecostés donde Jesús nos
hace donación de su Espíritu. Hemos venido preparándonos para esta celebración
sobre todo en las últimas semanas de pascua cuando hemos ido escuchando todos
los anuncios que nos iba haciendo Jesús. Hemos orado pidiendo que venga el
Espíritu Santo sobre nosotros, sobre nuestra Iglesia y sobre nuestro mundo, y
tenemos que seguir haciéndolo.
Que el
Espíritu Santo venga a nosotros y nos llene de su luz y de su vida; que renueve
nuestros corazones, que nos empape la tierra reseca de nuestra vida con el agua
de su gracia, que sane nuestros corazones heridos y enfermos a causa del pecado
que hemos ido dejando meter en nuestra vida, que nos llene y nos inunde con sus
siete dones, pero para que en verdad manifestemos los frutos del Espíritu; que
nos llene de su paz y de su amor, de su alegría y su fortaleza; que
resplandezcamos por los frutos de santidad y de gracia.
Ven,
Espíritu Santo, y renueva nuestros corazones; ven, Espíritu Santo, y repuebla
la faz de la tierra; ven, Espíritu Santo, y enciende en tus fieles la llama de
tu amor.
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