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domingo, 8 de junio de 2014

Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés



Ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo con los sacramentos renovamos Pentecostés

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar de las maravillas de Dios’. Jesús les había dicho: ‘No os marchéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os había hablado’. Allí habían permanecido en el Cenáculo. ‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar’, nos relata san Lucas. Y se había producido la maravilla de Dios. ‘Se llenaron todos del Espíritu Santo’. Con muchos signos y señales se hacia presente el Espíritu Santo prometido por Jesús. El ruido como de un viento impetuoso, las llamaradas de fuego, la diversidad de lenguas… Era algo nuevo que comenzaba.
Las puertas del Cenáculo se habían abierto de par en par y ya no tendrían que cerrarse jamás. Era el momento en que llegaba a su plenitud el misterio pascual y el Espíritu divino se derramaba en sus corazones. Los que habían estado encerrados por miedo a los judíos ahora salían a la calle para contar las maravillas del Señor. Con el Espíritu recibido una valentía surgía en sus corazones y ya no temían hablar del Señor Jesús.
En torno al Cenáculo se había congregado una multitud que también había oído los signos y señales y allí se arremolinaban curiosos a ver qué es lo que había pasado, pero ahora escuchaban cada uno en su lengua el mensaje de Jesús del que comenzaban a hablar los apóstoles. Algo nuevo que comenzaba y ahora la salvación había de anunciarse a todos los hombres. Allí estaban gentes de todos los lugares y naciones que se habían congregado para la fiesta judía de Pentecostés pero con el anuncio de Jesús comenzaba un pueblo nuevo.
Es lo que nos ha relatado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Era el cumplimiento de lo anunciado por Jesús. El Espíritu de la Verdad, el Espíritu de la promesa, el Espíritu de Cristo, el Paráclito, abogado y consolador, inundaba sus corazones. Ahora ya en verdad y con todo sentido podían proclamar que Jesús es el Señor; el Espíritu que anidaba en sus corazones les hacía partícipes de una nueva vida, de la vida de Dios y comenzaban a ser hijos de Dios; podían llamar ya, como Jesús, para siempre Padre a Dios. El evangelio de Juan nos presenta esa donación del Espíritu como regalo de Pascua, como don de Cristo resucitado a sus discípulos para el perdón de los pecados, como hemos escuchado.
Jesús en la sinagoga de Nazaret había recordado lo anunciado por el profeta: ‘El Espíritu está sobre mi, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres… el año de gracia del Señor’. Es el mismo Espíritu que a nosotros nos unge también para que con Cristo seamos otros ‘Cristos’ y también somos enviados para llevar la Buena Nueva y la amnistía de la gracia del Señor a todos los hombres. Es lo que en el momento de la Ascensión les decía a los apóstoles: ‘Cuando descienda el Espíritu Santo sobre vosotros… cuando seáis ungidos con el Espíritu Santo… recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo’.
Es lo que ahora estamos celebrando. No es solo un recuerdo, sino que es una realidad que al celebrar estamos haciendo presente en nuestra vida. En el Bautismo fuimos ungidos para convertirnos en templos del Espíritu Santo; y en la Confirmación recibimos el sello del Espíritu, fuimos ungidos para recibir el don del Espíritu, la marca indeleble del Espíritu que ya no se borrará jamás de nuestro corazón.
Por eso celebrar Pentecostés, recordando la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en aquel primer Pentecostés, es renovar nuestro Bautismo y renovar nuestra confirmación donde fuimos ungidos y sellados con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. No podemos olvidar que cuando recibimos los sacramentos fue realmente el Pentecostés del Espíritu en nuestras vidas.
Y eso no sólo tenemos que recordarlo y tenerlo siempre muy presente en nuestra vida, sino revivirlo, revitalizarlo en nosotros. A eso tiene que ayudarnos nuestra celebración. Y bien que lo necesitamos porque tenemos el peligro y la tentación de olvidar nuestra condición de bautizados, el que hemos sido ungidos, marcados para siempre con el sello del Espíritu. Nos recuerda nuestra dignidad y grandeza, pero nos recuerda también el compromiso de nuestra vida, porque ya no podemos vivir de cualquier manera, sino que tiene que resplandecer la santidad de Dios en nosotros. Es el fuego del Espíritu que tiene que prender en nuestros corazones para que incendiemos del amor de Dios a nuestro mundo.
Como nos decía hoy también san Pablo en la carta a los Corintios ‘todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un mismo Espíritu’. Es el Espíritu Santo que hemos recibido y nos congrega en la unidad y en la comunión. Unidos a Cristo por la fuerza del Espíritu, llenos de la vida de Cristo por el Espíritu que está en nosotros formamos todos el Cuerpo de Cristo, en que Cristo es la Cabeza.
Muchas consecuencias tendríamos que sacar para nuestra vida de todo esto que estamos reflexionando. Decíamos que el Espíritu nos convierte en testigos de Cristo ante el mundo.  No nos podemos acobardar ante la tarea inmensa que tenemos que realizar, que no siempre es fácil, porque nunca nos faltará la fuerza del Espíritu. Cuando tantas veces nos sentimos débiles en nuestro testimonio recordemos que la fuerza del Espíritu de Dios está en nosotros.
Pero es además el Espíritu Santo el que irá haciendo surgir esos diferentes carismas en nosotros para dar ese testimonio, para convertirnos en verdaderos testigos de Cristo y su evangelio en medio de nuestro mundo. Porque esa ha de ser nuestra tarea. Ya nos decía san Pablo que hay diversidad de dones, diversidad de ministerios, diversidad de funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor, un mismo Dios que obra todo en todos. Como nos decía ‘en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común’.  El Espíritu del Señor está con nosotros y nos dará siempre su fuerza para dar ese testimonio.
Muchas cosas más podríamos recordar en esta celebración de Pentecostés donde Jesús nos hace donación de su Espíritu. Hemos venido preparándonos para esta celebración sobre todo en las últimas semanas de pascua cuando hemos ido escuchando todos los anuncios que nos iba haciendo Jesús. Hemos orado pidiendo que venga el Espíritu Santo sobre nosotros, sobre nuestra Iglesia y sobre nuestro mundo, y tenemos que seguir haciéndolo.
Que el Espíritu Santo venga a nosotros y nos llene de su luz y de su vida; que renueve nuestros corazones, que nos empape la tierra reseca de nuestra vida con el agua de su gracia, que sane nuestros corazones heridos y enfermos a causa del pecado que hemos ido dejando meter en nuestra vida, que nos llene y nos inunde con sus siete dones, pero para que en verdad manifestemos los frutos del Espíritu; que nos llene de su paz y de su amor, de su alegría y su fortaleza; que resplandezcamos por los frutos de santidad y de gracia.
Ven, Espíritu Santo, y renueva nuestros corazones; ven, Espíritu Santo, y repuebla la faz de la tierra; ven, Espíritu Santo, y enciende en tus fieles la llama de tu amor.

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