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domingo, 28 de septiembre de 2008

Ciertamente vivirá y no morirá...

Ez. 18, 25-28; Sal. 24; Filipenses, 2, 1-11; Mt. 21, 28-32
El evangelio, la Buena Nueva de la Palabra de Dios, siempre tiene que hacernos recapacitar para, por una parte, descubrir las actitudes nuevas que hemos de tener en nuestro corazón y, fundamentalmente, para descubrir lo que es el amor misericordioso que Dios nos tiene. Creo que si lo descubrimos y experimentamos en la vida normalmente tiene que provocar en nosotros ese cambio del corazón. Eso además ya nos está señalando cuál es la actitud que tiene que haber en nosotros ante la Palabra de Dios que se nos proclama.
¿En qué hemos de fijarnos primero? La mirada más profunda es al corazón de Dios. ¡Qué distinto a nuestro corazón! ¡Qué dulce es el corazón de Dios y qué duro se vuelve tantas veces nuestro corazón!
Creo que un mensaje muy importante de la Palabra de Dios que se nos ha proclamado y que nosotros hemos escuchado es ver cómo Dios siempre cree en la persona y espera ese cambio que en nosotros se va a producir. El amor de Dios es paciente. Porque el Señor quiere la vida y no la muerte del pecador. Ya nos lo decía el profeta. ‘Cuando el que hace mal se convierte de la maldad que hizo, de los delitos cometidos y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida, ciertamente vivirá y no morirá’.
¡Cómo tendríamos que aprender para nuestras relaciones con los demás! Tantas veces que somos duros y desconfiados y cómo nos volvemos inmisericordes con los otros. Hemos de reconocer que tenemos desgraciadamente una doble tabla de medir, ya sea para nosotros o ya sea para los demás. Con nosotros condescendientes y siempre buscando una disculpa para el mal que hacemos, a los otros no le pasamos nada. No es ese el actuar del Señor.
Si tuviéramos la humildad, y me atrevo a decir la madurez, de reconocer lo que somos y lo que hacemos, seguro que seríamos más comprensivos con los demás, tendríamos siempre esa palabra de ánimo y de confianza en el otro para ser capaces de mostrar la delicadeza de nuestro amor. San Pablo nos decía hoy que ‘tengamos entre nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús’.
Y nos traza el apóstol todo un itinerario, que casi tendríamos que aprendernos de memoria. ‘Si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas... manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir... dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás... buscad siempre el interés de los demás y no os encerréis en vuestros intereses’, no os encerréis en vosotros mismos.
Y nos pone como modelo a Cristo Jesús. La humildad de Jesús fue la puerta de nuestra salvación. Quería nuestra salvación y se entregó. Buscaba nuestra vida y no temió morir El. Se hizo en todo semejante a nosotros. Se abajó pasando por uno de tantos..., se rebajó hasta someterse a la muerte... no hizo alarde de su categoría de Dios, pero es el Señor. Dios está siempre dispuesto a ofrecer la amnistía, el perdón total, porque lo que quiere es la vida para nosotros.
Es lo que tenemos que saber imitar de Jesús en nuestra vida. Sentimientos propios de Cristo Jesús, que nos dice el apóstol. Eso significa esas actitudes nuevas que he de tener hacia los demás. Humildad, comprensión, amor. La humildad posibilita el encuentro, facilita la relación, abre los caminos del amor, crea cauces de comunión entre los que comenzamos a sentirnos hermanos.
Humildad que no es servilismo, pero que sí es capacidad de servicio. Humildad, como la de Cristo, que me hace mirar con una mirada distinta al otro, porque ya no será una mirada desde la prepotencia y desde el orgullo, sino la mirada del hermano que camina junto al hermano. Humildad que me lleva a la aceptación del otro; nunca a juzgar ni a condenar sino siempre a creer, entonces, y a esperar que también el otro puede cambiar. ¡Qué distinto será entonces nuestro corazón!
En la parábola del evangelio Jesús resalta precisamente eso. Aquel hijo que dijo en principio que no iría a la viña como le señalaba el padre, recapacitó y luego fue. Y Jesús resalta ante los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo que le escuchaban y que tan dados eran a juzgar y a condenar. ‘Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios...’ Habrán sido pecadores, viene a decirles Jesús, pero cambiaron su vida, escucharon la llamada e invitación a la conversión. Como decía el profeta ‘si recapacita y se convierte de los pecados cometidos, ciertamente vivirá y no morirá’.
Así es el corazón de Dios. Así tiene que ser también nuestro corazón.

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