El amor y la misericordia del Señor que experimentamos en nuestra vida nos exige actuar nosotros con igual amor y misericordia
Jeremías 28,1-17; Sal 118; Mateo
14,13-21
El amor y la misericordia del Señor que experimentamos en nuestra vida
nos invitan a actuar nosotros con igual amor y misericordia con los demás.
Sería incongruente y en cierta manera casi imposible que cuando hemos
experimentado en nuestra vida lo bueno que es Dios con nosotros, no actuemos
nosotros de la misma manera.
Todo el evangelio es una manifestación clara y palpable de la
misericordia de Dios. El evangelio es el anuncio de la Buena Nueva de que Dios
nos ama. Ahí está su mensaje principal. Aquello que san Juan tan bellamente nos
resume, ‘tanto amó Dios al mundo que no paró hasta entregarnos a su propio
Hijo’.
Y es lo que los evangelistas tratan de irnos explicando en la medida
en que nos relatan los hechos y las palabras de Jesús. Porque no solo son sus
palabras, es la vida misma de Cristo, traspasada del amor de Dios, la que se nos refleja en sus
obras, en su actuar, en cómo se acerca a nosotros que nos vemos reflejados en
aquellas multitudes que acudían a El, en aquellos pobres, en los enfermos, en
todos los aquejados con tantos males que se acercan a Jesús.
Hoy contemplamos en el evangelio uno de esos momentos de Jesús. Se ha
retirado Jesús con sus discípulos más cercanos a un lugar solitario y
tranquilo, se ha ido en barca atravesando el lago, pero al desembarcar se
encuentra una multitud que le espera. Aparece el corazón misericordioso de Jesús.
Sintió lástima de aquella multitud que andaba como oveja sin pastor, y se puso
a enseñarles, a curar a los enfermos, pero no se acaba ahí su actuar lleno de
misericordia.
Aquella gente ha ido de lejos, están en lugar apartado y en descampado,
las pocas provisiones que podían haber llevado se les habrán terminado, hay que
darle de comer a aquella multitud. Y Jesús que ha estado mostrando su amor compasivo y misericordioso quiere actúen
ahora sus discípulos. ‘Dadles vosotros de comer’, les dice. Los discípulos
han de actuar con el mismo corazón misericordioso y así han de actuar también
con aquella multitud, aunque no saben qué hacer. Están lejos, ellos tampoco
tienen provisiones - aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces – pero Jesús les enseña cómo tienen que actuar. Será
necesario desprenderse de eso poco que tienen, han de poner mucho amor y con la
fe todo se resolverá. Ya hemos escuchado cómo acaba el episodio y toda aquella
multitud como hasta hartarse.
‘Aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces’ también tratamos nosotros de disculparnos tantas
veces cuando nos vemos apremiados por la necesidad o la mayor pobreza de los
que nos rodean. ¿No estará sucediendo cada día cuando miramos el bolsillo para
buscar esa pequeña moneda que ponemos en la colecta de Cáritas? ¿No será lo que
escuchamos en tantos o nosotros quizá hasta llegamos a pensar que no podemos
hacer nada por resolver esa pobreza que vemos a nuestro alrededor y han de ser
otros los que solucionen los problemas? ¿No será esa la reacción ante el
problema de los inmigrantes y de los refugiados que decimos que Europa no puede
soportar tanta presión como está recibiendo en tantos que llegan a sus
fronteras?
Bien sabemos que no todos piensan así
y su actuar es otro porque son capaces de poner sus cinco panes y dos peces a
disposición de los demás. Es ese desprendimiento, esa solidaridad desde lo más
hondo del corazón lo que irá transformando nuestro mundo. Pero tenemos que
dejarnos nosotros transformar, llenar nuestro corazón de misericordia, abrir de
verdad nuestro espíritu para aquello que el Señor nos va pidiendo en cada
momento. Mucho podemos hacer. Mucho tenemos que hacer. Experimentemos en
nuestro corazón ese amor de Dios y nos sentiremos transformados y aprenderemos
a actuar también con la misma misericordia para con los demás.
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